La obra (necesaria) de Anne Carson
La poeta, Premio Princesa de Asturias de las Letras, usa la exégesis de la cultura clásica para explorar, a través de parábolas, la inestabilidad del mundo moderno
23 junio, 2020 00:10“Como soy mayor que ella, me entristece pensar que me iré de este mundo sin llevarme conmigo la obra de toda una vida de esta singular poeta”, escribió Harold Bloom, uno de los primeros y más entusiastas valedores de Anne Carson, la escritora canadiense a la que se le acaba de conceder el Premio Princesa de Asturias de las Letras 2020. El nombre de Carson empezó a sonar a finales del siglo pasado, gracias a sus primeros y eclécticos poemarios, como Autobiografía de Rojo (1998), una novela en verso que proponía una recreación de uno de los trabajos de Heracles, aunque no fue hasta la publicación de La belleza del marido (2001) cuando su prestigio se consolidó internacionalmente, siendo la primera mujer en ganar el premio T. S. Eliot.
A partir de entonces, la reputación de Carson no ha hecho más que crecer y consolidarse, en parte gracias a la popularidad que ha ganado entre los lectores más jóvenes, que ven en ella algo difícil de clasificar. La propia Carson suele negarse a ser considerada poeta, probablemente porque su obra desafía los límites de la lírica. Y es verdad que sus poemas no están hechos de versos sino más bien de lo que Auden llamaría “prosa recortada”. Hay aquí un matiz importante. Carson es, antes que nada, helenista y, como tal, pertenece a una estirpe, muy sólida en el mundo anglosajón, que ha hecho de la erudición y la filología un campo experimental en el que la exégesis se mezcla con la parábola. En ese sentido, su obra puede incardinarse en una tradición que va de Ezra Pound a Guy Davenport –no por casualidad uno de sus primeros y más agudos críticos–, pasando por Hilda Doolittle o Christopher Logue.
Todos ellos hicieron de la traducción una forma de averiguación, apropiándose a menudo de los clásicos para explorar la inestabilidad del mundo moderno. Por otra parte, es cierto que Carson, en un sentido estricto, no sabe versificar, pero como es una gran escritora, en sus libros siempre acaba haciendo de la necesidad virtud. Hay grandes versificadores que nunca consiguen ni una chispa de poesía en sus artefactos. Victor Hugo era mucho mejor versificador que Baudelaire, que utiliza el alejandrino como si fuera un trasto viejo, maltratándolo y sacudiéndole el polvo. Byron no le llega ni a la suela de los zapatos a Pope como virtuoso del verso, a pesar de sus esfuerzos por imitarle. Y sin embargo tanto Byron como Baudelaire trascendieron esos límites para producir gran poesía, lo mismo que ha terminado por conseguir Anne Carson.
Carson le ha dado a sus traducciones de Esquilo, Eurípides o Safo el mismo rango que a su obra, digamos, original, pero ahora ya podemos juzgar toda su bibliografía como una gran meditación sobre el deseo, la belleza, el mito y el lenguaje. Desde el romanticismo hasta nuestros días, el redescubrimiento de Grecia –una de las invenciones de la modernidad– ha servido como expresión de nuestra pérdida de mundo, convirtiéndose el fragmento de la ruina textual en el trasunto del desahucio religioso y de la imposibilidad de construir una estética. La propia lengua griega, que Carson ha definido bellamente como “un recién nacido cubierto de rocío”, es en sí misma una excusa para meditar acerca de todo aquello que el lenguaje ha perdido en la comunicación y en la epidemia informativa.
Nosotros, los modernos, cada vez más exiliados de lo humano, ya no entendemos lo que los griegos entendían por el verbo ser, que era algo inmutable y sagrado. Por eso son tan inteligentes e iluminadoras las paráfrasis que Carson hace constantemente tanto de los mitos como del léxico griego, consiguiendo que sus reflexiones sobre el amor o la muerte en el mundo contemporáneo se conviertan a menudo en una quest en busca de unas sabiduría perdida y reflectante. El segundo poema de La belleza del marido, por ejemplo, se abre con la siguiente declaración:
“Sabes hace años estuve casada y cuando se fue mi marido se llevó mis libretas. / Libretas con espiral. / Ya sabes ese frío y ladino verso escribir. Le gustaba escribir, no le gustaba tener que empezar / él mismo cada pensamiento. / Utilizaba mis comienzos con varios propósitos, por ejemplo en un bolsillo encontré una carta que había empezado / (a su amante de aquel momento) / que contenía una frase que yo había copiado de Homero: ‘εντροπαλιζομενη, es como cuenta Homero / que Andrómaca se fue / cuando se separó de Héctor: “mirando a menudo hacia atrás” / bajó / de la torre de Troya y fue a través de las calles empedradas a la casa de su leal / marido y ahí / con sus mujeres entonó un lamento por un hombre con vida en su propia morada. Leal a nada / mi marido / ¿Entonces por qué le amé desde la temprana adolescencia hasta entrada la madurez / y la sentencia de divorcio llegó por correo? / La belleza. No tiene mucho secreto. No me da vergüenza decir que le amé por su belleza. / Como volvería a hacerlo si se acercara. La belleza convence. Ya sabes que la belleza hace posible el sexo. / La belleza hace al sexo sexo”.
Como quien no quiere la cosa, Carson convoca en este comentario incidental una escena emblemática de la Ilíada, cuando Andrómaca (un nombre que en griego significa aquella cuyo varón está combatiendo) intenta convencer a su marido Héctor de que no vaya a la guerra y les deje a ella viuda y a su hijo huérfano. Tanto Héctor como Andrómaca saben que es imposible evitar el destino, pero aun así escenifican esa despedida tremenda que se cierra con la imagen inolvidable de la esposa llorando y marchándose a casa sin dejar de mirar hacia atrás (entropalizoméne es el participio del verbo entropalizomai que significa eso: no dejar de mirar atrás, utilizado a menudo para describir la alerta de los guerreros cuando se baten en retirada).
Una vez en casa, Andrómaca entona con sus sirvientas un treno por Héctor, como si ya hubiera muerto, puesto que aceptar el combate con Aquiles suponía exponerse a una muerte segura. A esa poderosa escena fatídica, sólo posible en un mundo donde los hombres convivían con los dioses, Carson le opone la trivialidad del episodio conyugal moderno (Leal a nada mi marido) para luego reconocer la pervivencia de un resto del mundo clásico: “No me da vergüenza decir que le amé por su belleza. / Como volvería a hacerlo si se acercara. La belleza convence. Ya sabes que la belleza hace posible el sexo. / La belleza hace al sexo sexo”. La belleza del marido se presenta como una reflexión irónica en torno al verso de Keats beauty is truth, la belleza es verdad, de su poema “Oda a una urna griega”. Carson, sin embargo, sabe muy bien que Keats fue un poeta que murió en plena juventud, dando todo lo que tenía y cuya idea de la belleza y la verdad no podía ser sino ingenua. Y a pesar de ello, es precisamente ese ideal, como un residuo religioso, lo que sostiene la voz de la mujer a lo largo de todo el libro.
Otra de las virtudes de Carson estriba en su manera de abordar la condición femenina, sin impostados constructos ideológicos previos. En La belleza del marido se oye hablar a una mujer que ama, enloquecida por un hombre, mucho más inteligente que él y sin embargo completamente subyugada. En uno de sus primeros libros, Plain Water (1995), hay un largo poema en prosa en el que de pronto dice: “El agua es algo que no se puede retener. Como a los hombres. Lo intenté. Padre, hermano, amante, mis mejores enemigos, fantasmas voraces y Dios, uno a uno, todos se me escurrieron entre las manos”.
En una época en que el cuerpo lo ha invadido todo como consecuencia de la desaparición lenta pero imparable del espíritu, la obra de una autora como Anne Carson es más necesaria que nunca. Su posición, a la vez excéntrica y tradicional, permite que sus propuestas reciban una atención amplia en un mundo cultural completamente banalizado. Quizá su mayor acierto sea el de actualizar, una y otra vez, las transgresiones y las metamorfosis del mundo clásico, recordándonos, en una sociedad de nuevo dominada por las identidades biológicas, que la literatura, cuya materia es el lenguaje, constituye el espacio proteico y ambiguo donde la condición humana se expresa en su inagotable y universal complejidad. Su último libro, Norma Jean Baker of Troy (2019), un poema dramático que el año pasado se puso en escena en Nueva York, es una excitante recreación de Helena, una obra poco conocida de Eurípides en la que se cuenta una variante distinta del mito troyano.
En esa tragedia, no es Helena quien se fuga con Paris sino una mujer hecha de nube y con forma de Helena, mientras que la verdadera Helena es conducida por Hermes a Egipto, donde reina Proteo, el dios de las transformaciones. A todo esto, la pieza de Carson está ambientada en Nueva York, en el invierno de 1963. Un guionista de cine está en su estudio con su taquígrafa tratando de terminar la misma obra que estamos viendo, Norma Jean Baker of Troy, en la que se compara la Helena de Eurípides con la vida de Marylin Monroe, cuyo verdadero nombre era Norma Jean. Como tantas veces en Carson, la obra termina siendo una meditación sobre el poder y los estragos de la belleza (“it’s a disaster to be a girl”) así como una desactivación del género y un regreso al espacio común de la palabra. Como había dicho ella misma en “The Glass Essay”, un poema fundacional en su obra: “No era mi cuerpo ni un cuerpo de mujer, sino el cuerpo de todos nosotros. Surgió caminando de la luz”.