Muerte de un poeta
Hacía tiempo que no me lo cruzaba por las calles del Ensanche barcelonés y ya no me lo voy a cruzar en lo que me quede de vida: el poeta Enrique Badosa falleció hace unos días a los 94 años y digamos que la prensa local no se mató precisamente a la hora de recordarlo. Tal vez porque siempre había ido por libre, no había formado parte de ningún grupo generacional --aunque coetáneo de los Gil de Biedma, Barral y Goytisolo, nunca tuvo vocación de maldito ni se excedió en el consumo de alcohol y siempre fue un hombre amable y discreto que tal vez corría el peligro de pasar desapercibido-- y jamás se distinguió por su amor a la innovación o a las actitudes rebeldes. Los que entienden lo consideraban un poeta menor, pero yo, negado para la escritura y hasta la lectura de poesía, carezco de una opinión al respecto. Para mí, Badosa siempre fue ese atildado solterón, enemigo acérrimo de una vulgaridad que detestaba y detectaba en todas partes y a las primeras de cambio, que siempre disponía de cinco minutos en su cotidiano deambular urbano para detenerse a cruzar cuatro palabras conmigo, agradecerme que le felicitara por su atuendo del día --le hice muy feliz cuando le dije que su abrigo me recordaba al de Dana Andrews en Laura (“Siempre me dijeron que me parecía un poco a él”, repuso)--, lamentarse (incluyéndome) de la época que nos estaba tocando vivir y despedirse amablemente hasta el siguiente encuentro casual.
Conocí a Enrique Badosa a mediados de los 80 en la cochambrosa redacción de El Noticiero Universal, diario vespertino que se estaba yendo al carajo, lenta pero decididamente, sin que hubiera forma humana de evitarlo. Ahí se tiró Enrique media vida como redactor de cultura, sin tratarse mucho con nadie y consagrado a sus asuntos. Siempre con traje y corbata, que a veces sustituía por un pañuelo de seda al cuello. Como todos los diarios que se hunden, El Noticiero Universal era un hervidero de berridos, groserías y mal rollo a granel, cosas que al pobre Badosa le sacaban de quicio. A Sergio Vila-Sanjuán y a mí nos dirigía la palabra porque intuía que la cultura nos preocupaba bastante, y no nos tenía en cuenta nuestras concesiones a la modernidad o a ese esnobismo inevitable en dos tipos menores de treinta con pretensiones literarias. Le molestaban mucho las palabrotas, que era prácticamente lo único que se oía en aquella redacción, así que Sergio y yo cuidábamos nuestro lenguaje para no ofenderle: si el hombre había decidido que valíamos más que el resto de la tropa, ¿para qué desilusionarle?
Siempre recordaré una tarde en la que Badosa apareció con una sonrisa de palmo y una bolsa en la que llevaba una botella de champán francés. La respuesta que nos dio cuando nos interesamos por sus planes para la velada consiguió enternecerme: “Queridos, esta noche he quedado a cenar con una dama. Y ya sabéis que no hay como el champagne para el amor”. Dicha por otro, me habría provocado unas risitas crueles a lo Lindo Pulgoso, pero en labios del hombre que se parecía a Dana Andrews me pareció inapelable: ahí aprendí que, mientras los demás quedábamos con mujeres --y, a veces, hasta con tías--, Enrique siempre tenía citas galantes con damas de tronío.
Hombre de costumbres, el cierre del diario le sentó como un tiro, mientras que, a mí, francamente, me dio lo mismo. Acabó entonces el contacto diario con aquel gentleman y empezó el rosario de encuentros casuales por Barcelona, aquellos agradables intercambios de palabras amables y buenos deseos. El otro día, al enterarme de que había muerto, me llevé una pequeña sorpresa. Sabía que era muy mayor y que llevaba tiempo cascado, pero la idea de no volvérmelo a cruzar jamás me entristeció ligeramente. No sé si es un buen poeta, pero era un tipo adorable.