Francisco Brines / DANIEL ROSELL

Francisco Brines / DANIEL ROSELL

Poesía

Francisco Brines, formas de decir adiós

El escritor valenciano muere días después de recibir el Premio Cervantes. Deja una obra “honda”, “emocionante” y “distinta”, según Duque Amusco, y un poemario inédito

21 mayo, 2021 00:10

Conocida la fragilidad de su salud debido la edad a la que había llegado –estaba a punto de convertirse en nonagenario–, y siendo visible que estaba delicado en el acto de entrega en el jardín de su casa de Elca del Premio Cervantes, que recibió de manos de los Reyes, trasladados allí con ese fin, Francisco Brines ingresó de urgencias un día después en el hospital de Gandía, donde ha estado una semana. Hasta la última tarde (ayer), cuando falleció. Poeta elegíaco, es imposible urdir en su honor un texto con tintes de despedida: para eso ya está su obra. Queda más bien la celebración de sus versos y su legado: los libros, el magisterio en otros, que desde el grupo más cercano de poetas valencianos llega al conjunto de España y al recién creado premio de poesía que ha puesto en marcha la fundación que lleva su nombre, próximo a fallarse.

Pertenecía Brines al grupo de poetas españoles más antiguo en activo (si exceptuamos a Ginés Liébana, poeta vinculado a Cántico). En esa Generación del Cincuenta de la que todavía sobreviven Aquilino Duque, Antonio Gamoneda y José Corredor-Matheos, y en la que causó baja este mismo mes José Manuel Caballero Bonald, se incluía Brines, autor de una obra extensa en el tiempo desde la publicación de Las brasas (Premio Adonáis) hasta los poemas, algunos adelantados en antologías y revistas, del que será su último título, Donde muere la muerte, que ya habrá de editarse (póstumo) como quedó. No son sin embargo muchos los títulos de poesía del valenciano, que no se caracterizó  por la grafomanía, aunque sí destaca por una virtud, la intensidad, que se dilata en volúmenes más extensos de lo habitual, como los dos más recientes, sus grandes monumentos de madurez: El otoño de las rosas (1986) y La última costa (1995).

Francisco BrinesEl mejor homenaje que puede hacerse a su figura es la lectura y su estudio. A eso se dedica un libro de Alejandro Duque Amusco, profesor de literatura en Barcelona, en cuya universidad estudió Filología Hispánica. Cenizas y misterio (Renacimiento) es una excelente introducción a su obra. En ella se dice todo lo fundamental, porque contiene el enfoque crítico y el conocimiento del amigo, recordándonos, por si a alguien le hiciera falta, que lo personal es la fuente de la poesía lírica, sin la cual no existe. Para Duque Amusco, Brines fue un devoción temprana. Los ensayos reunidos en su libro son una semblanza general, escrita en prosa poética; una suerte de conversación, un cesto valioso y esclarecedor para el conocimiento de su voz poética. A partir de un recorrido cronológico, la suma de aproximaciones traza –por acumulación, dado el carácter misceláneo de los textos, que abarcan desde 1986 al crepúsculo de su obra– un retrato tridimensional del poeta valenciano, que incluye temas como su tendencia satírica.

El mejor homenaje que puede hacerse a su figura es la lectura y su estudio. A eso se dedica un libro de

entre dos nadasEducado en un colegio jesuita, y beneficiado por la orientación poética y el ánimo que le otorgara un profesor-sacerdote como en el caso de su admirado Cernuda (léase “El maestro”, de Ocnos), esclarece oír –y leer– en este libro de labios de Brines las palabras sobre la zozobra que lo orientó hacia la poesía como un ámbito de lo trascendente: “A mis dieciocho años tuve una crisis personal de fe y, voluntariamente, abandoné la práctica religiosa. Entonces empecé a escribir poemas que de algún modo estaban sustituyendo a la oración o al rezo”. Continúa Brines refiriendo cómo dirigió esos poemas a Dios desde el agnosticismo, en composiciones que quedaron relegadas y que todavía permanecen inéditas. Esta colección, que se conserva en el archivo de su fundación, se titula Dios hecho viento.

Educado en un colegio jesuita, y beneficiado por la orientación poética y el ánimo que le otorgara un profesor-sacerdote como en el caso de su admirado

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Brines no tenía la intención de publicar Las brasas. Cuando fue premiado, ya a los veintiocho años de su autor, lo hizo gracias a que Carlos Sahagún, un amigo, pasó los originales a máquina y los envió con la aquiescencia del interesado al galardón. Si Brines obtuvo el preciado premio en 1959, Sahagún lo había recibido dos años antes. Para Brines, la poesía era “un hallazgo que se transforma en una donación emocionada”. En varios lugares de este libro se recogen juicios sobre la poesía, que para él fue don creador pero también técnica, oficio que hay que aprender. Se incluyen en los estudios de Amusco frases a las que debería atender cualquier aprendiz de poeta, como esta lección de alguien que sabe lo se dice: “Es muy importante que el poeta, como lector, pueda gustar de estéticas muy diferentes, aunque se sienta más cercano a unas que a otras, ya que el ensanchamiento expresivo de su mundo solo será comprensible desde la comprensión de una poesía lo más diversa y variada”.  Y agregaba aquello que con otras palabras dijo Auden en su entrevista de la Paris Review sobre la resistencia que debe vencer el poeta, el desafío en el que se crece. En la voz de Brines: “Un poeta no debe empecinarse en seguir atado a sus limitaciones, sino enfrentarse a ellas con voluntad de romperlas”.

“Espejo ciego”, la tercera parte de Cenizas y misterio, sirvió en su momento de prólogo a la antología Espejo ciego (1993). Ahora ha sido revisada y puesta al día. Es una panorámica del conjunto de la obra de Brines reunida bajo el epígrafe Ensayo para una despedida. Duque Amusco aporta en este análisis las claves íntimas de su poesía y señala cómo, frente a los poetas que cultivan la diversidad o la exploración de territorios nuevos, Brines “edifica su obra sobre tierra fija e inamovible, su proceso creativo es una fiel insistencia sobre la misma idea matriz”.

Con todo, otro de los vectores, a excepción del metafísico y el reflexivo (predominantes en buena parte de los poemas), se estudia en otro capítulo del ensayo: “A debida distancia (caricatura y sátira en Brines)”. Son composiciones que forman parte de Aún no (1971), aunque Duque Amusco glosa también “El santo inocente” (1965), un desarrollo de este mismo tono en “Composiciones de lugar” (1971) y un eco en poemas de Insistencias en Luzbel (1977). Sorprendentemente (aunque sus allegados conocían la afición balompédica de Brines), el ensayista reproduce un artículo que el Premio Cervantes publicó en la edición valenciana de El País en 1981: “Una mirada al fútbol desde Daniel Solsona”. En él hay aquí rasgos poéticos tanto en la imaginería (“ciego sin rendija”, aplicado a un jurado) como en la prosodia (oraciones que son susceptibles de ser descompuestas en versos). El crítico concluye: “bajo la alegoría del fútbol, comprendemos que Brines no ha hecho otra cosa que (…) la apasionada defensa del hombre que lucha por ser libre frente al poder omnímodo e invisible que lo controla”.

En “Entre dos nadas”, Duque Amusco afirma que los tres adjetivos que mejor definen la poesía del valenciano son “honda”, “emocionante”, “distinta”. Matizable lo tercero, porque Brines no surge de la nada y está dentro de una tradición que se puede rastrear, pero los dos primeros epítetos son –sin duda– certeros. El ensayista lo describe así: “cada libro es una palabra distinta de un único mensaje (…) Brines sabe que un poema ha de contener siempre una línea de pensamiento, que es su soterrada intención, aquello que se transfiere al lector como confidencia de una experiencia vivida, personal y universal, válida para todo aquel que quiera oírla”.

el otono de las rosasA Brines no le interesa otra realidad superior a esta, pero dio testimonio de la irrealidad en la que está inmersa la vida. En sus poemas descubre la impostura de lo que, ante los ojos de la visión poética, carece de realidad. Lo hizo en esta maravilla: “Yo sé que olí un jazmín en la infancia una tarde, y no existió la tarde”. Y también en versos como los de “Oyendo el humo”: “La oreja izquierda es la nada, / la derecha es el olvido: / entre ellas dos suena el humo (…) No hubo orejas. / Ni hubo izquierda ni hay derecha. / No hay silencio ni hay palabras. / No las hubo”. 

A Brines no le interesa otra realidad superior a esta, pero dio testimonio de la