El poeta norteamericano Lawrence Ferlinghetti

El poeta norteamericano Lawrence Ferlinghetti

Poesía

Ferlinghetti, el rey de North Beach

El poeta norteamericano, penúltimo de la Generación Beat, editor libérrimo y librero ejemplar, nos deja una obra que canta a lo concreto y describe la vida sin imposturas

25 febrero, 2021 00:00

Lawrence Ferlinghetti (Yonkers, 1919-San Francisco, 2021) es el gran poeta de los etcéteras. Cada vez que se enumera la lista de los insomnes hijos de la Beat Generation, el grupo de escritores y balas perdidas que en la Norteamérica en blanco y negro de los años 50 del pasado siglo se atrevieron a cuestionar la filosofía del sueño americano, esa convergencia de ingenuidad, ilusiones meritocráticas y materialismo consumista, o lo que es lo mismo, la idea de la felicidad vista a través de la forma perfecta de un frigorífico lleno, Ferlinghetti siempre aparece citado al término de la frase, como un complemento o un acompañante (inevitable) de personajes mayores, como Jack Kerouac, Allen Ginsberg, William Burroughs o Gregory Corso. Los héroes del poderoso mito de la contracultura

Glorioso secundario, niño temprano del arroyo, huérfano desde su más tierna infancia, militar secreto y, precisamente por eso mismo, pacifista inmediato, el poeta neoyorquino fue el eterno hombre detrás de la cortina. Editor ejemplar, librero iconoclasta y agitador político y cultural, una enfermedad pulmonar se lo ha llevado antes de cumplir los 102 años y con la primera dosis de la vacuna contra el coronavirus dentro del cuerpo. Los obituarios, que es el único género periodístico que tolera los elogios, recuerdan su papel como mentor de una generación de escritores que, más que intelectuales, fueron maravillosos vividores, tipos sin prejuicios para el sexo, la droga, la religión o el arte. También evocan su condición de fundador de City Lights Books, la librería independiente que desde 1953 ilumina, como un faro inclinado, la avenida Columbus de North Beach, el barrio italiano de Frisco

Ferlinghetti, el 'beatnik' centenario.

Lawrence Ferlinghetti visto por Daniel Rosell

Junto a ella hay un callejón, bautizado con el nombre de Jack Kerouac Alley, donde un día de los años sesenta coincidieron algunos de los poetas que habrían de pasar a la historia de la impertinencia literaria norteamericana. En las fotos tomadas para la ocasión sobresalen las barbas judías de Ginsberg, la reinona de aquella extraña cofradía, al que Bob Dylan, que también sale en las imágenes y tras la muerte del penúltimo beatnik es el gran superviviente de todos ellos, llamaba the alligator (el cocodrilo), burlándose de sus preferencias sexuales. En una esquina, entre los elegidos, aparece un tipo alto y extraño vestido con una chilaba de rayas –Tánger, en aquellos días, era uno de los refugios recurrentes de los transterrados culturales– que oculta su presbicia bajo una capucha: Il grande Ferlinghetti. 

Ferlinghetti

La escena del callejón podía contemplarse perfectamente desde las cristaleras del Vesubio, el bar donde aquella compañía del Dharma, y después todos nosotros, en un ritual de emulación que persiste, se cobijaba cuando no había sitio disponible en el Café Trieste (otro templo) tras los recitales poéticos –esa otra forma de misa– celebrados en Casa Ferlinghetti, una de las pocas librerías que ha resistido a la industrialización de la cultura y donde –todavía– puedes sentarte a leer un libro de poemas al azar sin que nadie te obligue a comprarlo

Como ese tramo de la Avenida Columbus es una cuesta, el tránsito entre el bar y la librería requiere destreza para mantener el equilibrio, sobre todo si –como era costumbre– habías aliñado las horas con un joint de marihuana o aspirado el incienso zen de la filosofía oriental, tan relevante como los ritmos del jazz, esa música de los burdeles de New Orleans, para los nuevos salvajes de la cultura norteamericana, capaces de cruzar el país de costa a costa como quien baja de casa a comprar tabaco. Hoy todos han muerto o son abuelos.

Bob Campbell : The Chronicle 1957

De toda esa mitología, cantada por Louis Amstrong, recreada en libros y discos por personajes como Bob McFadden, que caracterizaba a los beatniks como personajes con sandalias, que nunca se afeitaban, odiaban madrugar y vivían de los cheques del desempleo, Ferlinghetti ejerció como custodio e institución, dado que muchos de sus actores principales murieron relativamente pronto –Kerouac, por ejemplo, alcoholizado en Florida– o, como sucedió con Ginsberg o Burroughs, se convirtieron en mitos rodantes de la contracultura, en gira permanente por universidades y academias. “I belong to the beat generation / I don't let anything trouble my mind”, cantaba McFadden en su deliciosa caricatura sonora

Ferlinghetti eligió una senda distinta: para escapar de la devoción materialista que inundaba Estados Unidos, donde las clases medias identificaban el progreso con el consumo compulsivo, se convirtió en un pequeño artesano cultural. Una perfecta anomalía dentro de una inmensa civilización industrial. La librería le permitía vivir rodeado de libros y organizar actividades comunales; más tarde abrió la editorial para dar cobijo a su propia obra –esa gran desconocida– y a los libros de sus compañeros de vida y milagros, como Ginsberg, que vio su Howl (Aullido) publicado por primera vez en City Lights Books, antes del célebre pleito por obscenidad del que ambos –el poeta y el editor– salieron indemnes. 

Su labor como il miglio fabro de su generación ensombreció, en buena medida, sus libros. Sobre todo en el ámbito internacional. En casa, en cambio, se convirtió en una institución. Sus poemarios –especialmente A Coney Island of the Mind (1958)– vendieron más de un millón de ejemplares en Estados Unidos, algo únicamente posible en un país capaz de combinar el militarismo con su reverso, el pacifismo ilustrado y crítico. Su secreto: devolver la poesía a la calle, liberándola del secuestro de las academias y los atrios y prescindiendo de la retórica literaria. Los poemas del Ferlinghetti están construidos con una ironía sutil y un prosaísmo que canta lo concreto. En ellos la vida –especialmente su oralidad– se muestra sin aderezos ni falsos ropajes. “El mundo es un lugar hermoso / para nacer / si no te importa la felicidad / no siempre hay / mucha diversión / si no te importa un poco de infierno / de vez en cuando / justo cuando todo está bien / porque incluso en el cielo / no cantan / todo el tiempo”.

Una poesía acorde a los tiempos, desacralizada y útil. Abierta a todo el mundo. Cantada o declamada en cafeterías, aulas de universidad y escenarios circenses como el de The Last Waltz, el espectáculo de despedida de The Band, en San Francisco, donde el poeta de Columbus Avenue recita The Lord’s Prayer con una pose entre solemne y burlesca. El reverendo con sombrero de copa que aparece en la película de Scorsese se había criado en orfanatos hasta que, en un golpe de suerte, fue adoptado por una familia pudiente de la Gran Manzana, que le permitió estudiar (periodismo) en Chapel Hill (North Carolina), Columbia (New York) –origen de la primera célula beat– y la Sorbona. 

Tras idas y venidas, en 1950 se estableció en Frisco, la ciudad de las colinas y los tranvías, cuyo downtown es un territorio poblado por mendigos, hoteles baratos y rascacielos, pero cuyos barrios ofrecían libertad y tolerancia. Haight-Ashbury se convertiría a finales de  los sesenta en el Parnaso de los hippies; Castro será (en los setenta) una embajada gay; North Beach, el distrito de Ferlinghetti, sería desde mediados de la pasada centuria el paisaje de los beatniks. Allí estaban la editorial, la librería y los clubes. ¿Hacía falta algo más? 

A Coney Island State of Mind by Lawrence Ferlinghetti

Desde aquella esquina el poeta levantó un imperio moral al que peregrinaron, en las décadas siguientes, todos los poetas y escritores que cantaban el lado oscuro de América, desde Ernesto CardenalBukowski a Nicanor Parra. A todos recibía con su barba, su gorra de marinero en tierra y su eterna sonrisa, sin importarle –sucedió con Gregory Corso– ser atracado por sus propios autores, a los que en lugar de denunciar descontaba las regalías. Le gustaban los perdedores, la gente sin excesiva solemnidad y la poesía que se entendía a la primera: “Somos la misma gente / solo que más lejos de casa / en autopistas de cincuenta carriles / en un continente de hormigón / sembrado de insípidos carteles / que ilustran imbéciles ilusiones de felicidad”. 

Su figura como agitador cultural, amplificada tras el juicio de Howl, ensombreció su labor como escritor. En parte porque comenzó a publicar pasados los treinta años, y también porque prefería la puesta en escena –antes del spoken word– a la introspección lírica. Escribió dos novelas –She y Little Boy– de inspiración autobiográfica, teatro, artículos y libros de aforismos, como Poetry as an Insurgent Art, donde establece una suerte de poética en versículos whitmanianos: “Si vas a ser poeta, encuentra una forma nueva para los mortales habitar la tierra. Si vas a ser poeta, inventa un lenguaje nuevo que cualquiera pueda comprender. / A través del arte, crea un orden en el caos de la vida. Haz las nuevas noticias./ Escribe más allá de lo temporal. / Reinventa la idea de la verdad. / Reinventa la idea de la belleza”. 

Ferlinghetti6

Sinceridad, irreverencia y libertad. Ferlinghetti no escribía sobre conceptos, sino cosas concretas. En sus versos no hay abstracción: todo es tangible, verosímil y cierto. El poeta declama, pero no como un profeta, sino a la manera de un payaso que nos dice su verdad. Usa la teatralidad, pero no se embellece con la impostura. Habla a sus iguales, no a mentes inferiores. Y comparte las palabras, en lugar de venderlas. La suya es la voz de un hombre que ha vivido mucho –guerras, viajes– y que, como los juglares, cuenta su vida ante un auditorio abierto, igual que un filósofo griego hablando en el ágora a su propia comunidad. 

lawrence ferlinghetti 2012

Al contrario que sus compañeros, a él no le devoraron ni las drogas ni el alcohol –en una entrevista narra los devastadores efectos del brandy de garrafón, que probó por vez primera en un viaje juvenil a Nerja–. Vendía sus libros de pasta blanda por un dólar. Nunca estuvo obsesionado por los negocios, como le sucedía a Ginsberg, el gran empresario de sí mismo, célebre vendedor de humo. Su idea de la literatura, vista desde nuestros días, es un maravilloso anacronismo. Cultura militante, en vez de mercenaria. A la manera de los viejos anarquistas, que ven en un verso un puente hacia sus semejantes. Se ha marchado sin que Amazon pudiera con él y explicando que, si la poesía se ha convertido en un arte para minorías no es porque esté muerta, sino porque los poetas no saben decir cosas importantes. No fue su caso, como demuestra su Manifiesto Populista Nº1

Ferlinghetti

“Poetas, salgan de sus armarios, / Abran sus ventanas, / abran sus puertas, / Han estado / hibernando demasiado tiempo / en sus mundillos cerrados. / Desciendan, desciendan / De sus Russian Hills, de sus Telegraph Hills, / Sus Beacon Hills y sus Chapel Hills, / De los Montes Análogos y de Montparnasses, (…) / no mas cantos de Hare Krishna / mientras arde Roma. / San Francisco se quema, / el Moscú de Mayakovski se quema / los combustibles fósiles de la vida. / La Noche y el Caballo se acercan / devorando luz, calor y fuerza / y las nubes llevan pantalones. / No son tiempos para que el artista se esconda / en las alturas, más allá, detrás de la escena, / indiferente, emparejándose las uñas / refinándose hasta perder la existencia. / No es tiempo para nuestros pequeños juegos literarios, / no es tiempo para nuestras paranoias e hipocondrías, (…) / Hemos visto a las mejores cabezas de nuestra / generación / desplomarse de aburrimiento / en las lecturas de poemas. / La poesía no es una sociedad secreta, / tampoco es un templo. / Las palabras secretas y los cánticos ya no sirven. / El tiempo de la intensidad ha llegado (…) / Es tiempo ya de abrir la boca / con un nuevo discurso, / es tiempo de comunicarse con todos / los seres sensibles (…) Los niños salvajes de Whitman aún duermen allí / Despierten y salgan a caminar al aire libre”.