Esta semana el jardinero ha venido a podar las moreras del jardín. En cuestión de horas, el suelo ha quedado cubierto de una espesa alfombra de hojas amarillentas y marrones, y la vista desde mi ventana ha cambiado: ahora, cuando levanto la vista del ordenador, solo veo unas ramas delgaduchas y peladas, como los brazos de un esqueleto danzando en el aire.    

La poda de las moreras, igual que el olor a tostado de los puestos de castañas y las ofertas de setas en el supermercado, me anuncian cada año que el otoño, mi estación favorita, ya está aquí. Haga frío o calor, el sol desprende una luz cálida y dorada que invita a recogerse, y a medida que oscurece el cielo se tiñe de naranjas y rojos, volviendo locos a los instagrammers. "¿Siempre han sido tan populares, los cielos de octubre?", me preguntó un amigo mientras ojeábamos las fotos de nuestros amigos en Instagram y veíamos el cielo volverse rojo sobre los tejados del patio interior del Eixample al que da la ventana de su habitación. Me encogí de hombros. Lo único que se me ocurrió en ese momento fue canturrear una canción de Van Morrisson: “Well, it’s a marvelous night for a moondance, with the stars up above in your eyes. A fantabulous night to make romance, ‘neath the cover of October skies…”

Por motivos cursi-románticos que ahora no vienen a cuento, esta canción (Moondance) me recuerda siempre al Central Park en otoño, los rascacielos proyectando sombras extrañas en el suelo y las hojas secas crujiendo bajo mis pies. En Nueva York, donde el otoño es un espectáculo de color, fue donde aprendí la expresión inglesa “Indian summer” para referirse a los episodios de calor intenso en pleno otoño, lo que aquí llamamos “Veranillo de San Miguel”.

Hoy en día, con el cambio climático regalándonos temperaturas estables de 22ºC hasta finales de noviembre, la expresión “Indian summer” ya no parece tener mucho sentido. Tampoco tiene mucho sentido (o, al menos, no apetece) atiborrarse de panellets y castañas junto a la chimenea cuando puedes estar tomándote un vermut en la playa en mangas de camisa, o disfrazándote de Donald Trump --o de cualquier otro monstruo-- para celebrar la llegada de Halloween.

Quizás este año, con el confinamiento y el toque de queda de por medio, a la gente le dé igual que haga calor y opte por pasarse el día horneando panellets y publicando sus obras de arte en Instagram, en una especie de Castañada virtual. Yo me limitaré a comprarlos --de piñones, de café y de coco, mis favoritos-- porque cada vez que he participado en una cadena de preparación de panellets han salido malísimos. También se me da muy mal otra tradición otoñal: ir a buscar setas, porque requiere de una virtud llamada paciencia, de la que no voy sobrada. Es una pena, porque me encantan las setas: risotto de ceps, huevos poché con rossinyols, salteado de rovellons con butifarra… A ver qué se le ocurre este fin de semana al cocinero de casa.  

Pensando en setas me he acordado mucho de Berlín, que por estas fechas se llena de carteles de restaurantes ofreciendo platos especiales con Pfifferlinge (rossinyols, o rebozuelos) y en lo mucho que me gustaría estar ahora allí. Me encanta viajar a las ciudades del norte en otoño: las calles retoman la vida cotidiana, los museos estrenan exposiciones, los parques se tiñen de rojos y dorados, aun no hace demasiado frío para pasear... Este año, desafortunadamente, no me queda otro remedio que viajar a través de los recuerdos, aunque quedarse en Barcelona y ver como el cielo se tiñe de rojo sobre el Eixample después de hacer el amor tampoco es tan mal plan. Gabriel Ferrater, en su Cambra de tardor*,  lo dice mejor que yo:

 

La persiana, no del tot tancada, com

un esglai que es reté de caure a terra,

no ens separa de l’aire. Mira, s’obren

trenta-set horitzons rectes i prims,

però el cor els oblida. Sense enyor

se’ns va morint la llum, que era color

de mel, i ara és color d’olor de poma.

Que lent el món, que lent el món, que lenta

la pena per les hores que se’n van

de pressa. Digues, te’n recordaràs

d’aquesta cambra?

«Me l’estimo molt.

Aquelles veus d’obrers ― Què són?»

Paletes:

manca una casa a la mançana.

«Canten,

i avui no els sento. Criden, riuen,

i avui que callen em fa estrany».

Que lentes

les fulles roges de les veus, que incertes

quan vénen a colgar-nos. Adormides,

les fulles dels meus besos van colgant

els recers del teu cos, i mentre oblides

les fulles altes de l’estiu, els dies

oberts i sense besos, ben al fons

el cos recorda: encara

tens la pell mig del sol, mig de la lluna.

 

* ”Habitación de Otoño”

La persiana, no del todo cerrada, como

un retenido espanto de caer hasta el suelo,

no nos aísla del aire. Mira, se abren

treinta y siete horizontes rectos, finos,

mas los olvida el corazón. Y sin nostalgia

va muriendo la luz, que era color

de miel, y ahora es color de aroma de manzana.

Qué lento el mundo, qué lento el mundo, qué lenta

la pena por las horas que se van

aprisa. Dime ¿te acordarás

de esta habitación?

«La quiero mucho.

Aquellas voces de obreros... ¿Qué son?»

Albañiles:

falta una casa en esta cuadra.

«Cantan,

y hoy no les oigo. Gritan, ríen,

y hace raro que hoy callen».

Qué lentas

las hojas rojas de las voces, qué inciertas

cuando a cubrirnos vienen. Soñolientas,

las hojas de mis besos van cubriendo

los escondites de tu cuerpo, y mientras tú ya olvidas

las hojas altas del estío, los días

abiertos y sin besos, en el fondo

recuerda el cuerpo: aún

mitad es de sol tu piel, mitad de luna.

(Traducido por José Agustín Goytisolo, Barcelona: Seix Barral, 1968)