A punto estaba el momento más luminoso del siglo XX en España. El tiempo de la cultura. Los días se disponían a estrenar lo nuevo. Y Juan Ramón Jiménez estaba en el mismo centro de las cosas. Y Federico García Lorca andaba ya por ahí. Empezaba a rugir el bimotor de la poesía y ellos pilotaron una parte de ese vuelo. Fueron dos seres impares que comenzaron el castillo de su amistad en Madrid, en junio de 1919, pero que acabaron por convertirla en afecto y verdad cinco años después, en uno de esos veranos tibios que a veces ofrece Granada. Allí, entre el 21 de junio y el 3 de julio de 1924, se encontraron, se reconocieron y establecieron una próspera corriente de admiración que avivó de algún modo la llama creadora de dos gigantes de su época.
Al poco de regresar a la capital, Juan Ramón Jiménez escribió un hermoso y extenso romance titulado Generalife que dedicó a la hermana pequeña del granadino, Isabel, “dulce niña en el jardín”. A ella le llegaría a confesar en una de sus cartas: “Granada me ha cogido el corazón. Estoy como herido, como convaleciente (…). Este viaje ha sido para mí decisivo”. El poema, publicado por primera vez en abril de 1925, sería el núcleo de Olvidos de Granada, libro de prosas que vería la luz en una edición póstuma. Por su parte, Lorca, ya imprevisible y clamoroso, no tardaría demasiado en armar la oscuridad musical del Romancero gitano: “La luna vino a la fragua/ con su polisón de nardos./ El niño la mira mira./ El niño la está mirando…”.
Esa relación hirviente y sincera se ha auscultado en numerosas ocasiones. Sin embargo, aún quedan espacios por explorar. Precisamente por ahí acaba de adentrarse el ensayo Días como aquellos. Granada, 1924 (Fundación José Manuel Lara). Al frente de esta labor espeleológica está Alfonso Alegre Heitzmann, quien no sólo da cuenta de una amistad verdadera sino que indaga en la relación que Juan Ramón Jiménez mantuvo con la familia del autor de Yerma antes y después de su asesinato. En Madrid y Granada, antes del 18 de agosto de 1936, y después en Nueva York, donde los Lorca fijaron la capital de su destierro. “No quise, no quiero creer la noticia. Y ahuyento de mí la segura pena profunda con que me golpearía la verdad”, escribió el onubense.
En este sentido, al decir de Alegre Heitzmann, el fusilamiento de Federico acabó por darle a Juan Ramón Jiménez un calibre humano que poco tiene que ver con esa leyenda de carácter filoso que siempre le acompañó. Tanto que, desde el exilio, el onubense intentó esclarecer la muerte del amigo durante la preparación del volumen Guerra en España: “Este libro causará sorpresa. Doy en él la clave de la ejecución de Lorca, que yo conozco probadamente y doy datos señalados”, escribió a Max Aub a comienzos de los cincuenta dando noticia de un texto que hoy se cree perdido o, directamente, inexistente. Eso sí, entre el material del libro, se encontraron noticias y reportajes sobre el crimen y una foto del poeta con el pie: “Inconcebible crimen fascista en Granada”.
Pero hay más. Ya instalado en Estados Unidos, Juan Ramón Jiménez siempre tuvo en el radar a la familia Lorca. Acompañado de su esposa, Zenobia Camprubí, acudió al muelle de Nueva York con un ramo de rosas el 25 de septiembre de 1938 para recibir a Isabel García Lorca, si bien nunca se encontraron. Además, ellos se encargaron de proporcionarles casa a los padres, la hermana Concha y los hijos de ésta antes de que abandonaran España. “Gracias a la atención y desvelo de Zenobia y Juan Ramón consiguieron alquilar un piso en el número 69 de la calle Velázquez de Madrid, donde vivieron mientras preparaban su salida para reunirse con los familiares y seres queridos que les esperaban en el otro costado del océano”, explica Heitzmann.
Por los rastros que hay en el trabajo –galardonado con el premio Antonio Domínguez Ortiz de Biografías 2019–, aquel lado cómplice en Juan Ramón Jiménez le surgió al poco de conocer en la primavera de 1919 a Federico García Lorca, quien llegó a sus proximidades gracias a la bendición de Fernando de los Ríos: “Ahí va ese muchacho lleno de anhelos románticos; recíbalo usted con amor, que lo merece; es uno de los jóvenes en que hemos puesto más esperanzas”. Pero, sin duda, el viaje granadino resultaría finalmente decisivo. “Ambos poetas se reconocieron en la amistad, en el cariño que enseguida nació entre ellos y en la hondura, presente en ambos, del misterio de la poesía”, señala el autor de Días como aquellos. Granada, 1924.
A partir de ahí, el poeta y ensayista barcelonés Alfonso Alegre Heitzmann recrea el encuentro a través de los textos que Juan Ramón Jiménez escribió tras la visita. El onubense asistió a la efervescente vida cultural de la capital nazarí, donde pululaban el músico Manuel de Falla y el pintor Hermenegildo Lanz. Además, Lorca tuvo ocasión de ver su ciudad natal a través de los ojos del maestro: “Juan Ramón ha dicho cosas agudísimas y ha trabado gran amistad con mi familia. (…) Un día me dijo: ‘Iremos al Generalife a las cinco de la tarde, que es la hora en que empieza el sufrimiento de los jardines’. Esto lo retrata de cuerpo entero, ¿verdad?”, escribió.
Días como aquellos también ahonda en cartas y testimonios, algunos inéditos. Por ejemplo, hay una misiva –hasta ahora desconocida– en la que Zenobia Camprubí comprime con honda emoción el impacto de aquellas dos semanas inolvidables: “Querida familia Lorca: Escribo a todos colectivamente porque de tal modo les he tomado cariño a todos en estos pocos días de mi estancia en Granada que me sería imposible escribir a uno de ustedes sin escribir a los demás. No sé cómo darles las gracias por todo lo que han hecho por mí y están haciendo por Juan Ramón...”. Es todo lo que sucedió en Granada. Donde la vida y la risa. Donde la vida y el asco. Donde la vida y la zanja donde echaron el cadáver de un poeta acribillado.