Se cumplen cien años, este 2019, de la publicación del primer poema de Jorge Luis Borges, una composición en verso libre o versículo altisonante que luego el argentino repudiara, así como el libro en que lo incluyó: Los ritmos rojos. El rojo del título obedecía a la reciente revolución soviética. Como él mismo escribiría: “En este poema, hice mi máximo esfuerzo por ser Walt Whitman”. En vano pues lo buscará el lector en su primer libro, Fervor de Buenos Aires (1923), y la edición de su poesía completa. Solo llegaría a formar parte del primer tomo de Textos recobrados.
Publicado en la revista sevillana Grecia, portavoz del ultraísmo, y dedicado a Adriano del Valle, amigo suyo y pretendiente de su hermana Norah (que al final casó con Guillermo de Torre), ese poema se titula “Himno del Mar”. Con su variedad de ritmos que se expanden y contraen como el oleaje, y que en ocasiones navegan por el mar del Modernismo a lo Darío con algún verso que imita el hexámetro (“Del Mar cuando el sol en sus aguas cual bandera escarlata flamea”), se trata del poema aún inmaduro de quien solo ha cumplido veinte años y poco tiene que ver con lo que vendrá a continuación. Esto, aun teniendo que competir con sus extraordinarios cuentos y ensayos, será de una calidad espléndida, tan magnética que ay del que se acerque demasiado a su imán, porque apenas podrá después despegar su estilo, sus tics, sus engranajes verbales.
Es interesante comprobar cómo también da a la imprenta poemas en prosa como “Aldea”, preámbulo de los muchos que verán la luz en sus futuros libros de poesía. De aquella época son asimismo juicios que se repetirán una y otra vez en otras páginas suyas, como cuando en “Anatomía de mi ‘Ultra’” escribe: “La estética es el andamiaje de los argumentos edificados a posteriori para legitimar los juicios que hace nuestra intuición sobre las manifestaciones de arte” (Ultra, núm. 11, mayo de 1921). También comienza a teorizar o, para no entrar en colisión con lo anterior, a poner en orden ideas sobre una de sus fijaciones, la metáfora, a la que a lo largo del tiempo dedicará varios escritos, incluyendo algunos sobre esa variante nórdica antigua, las kenningar, cuando emprenda el estudio del anglosajón y, desde él, el de las literaturas germánicas medievales.
No todos los poemas que fueron apareciendo en sus primeros libros quedaron ahí para el porvenir. Del primero de ellos podó varios, y también lo hizo en el segundo, del que suprimió unas muy andaluzas soleares, reverberación de su paso por Sevilla. Como esta, que no firman Federico García Lorca ni Rafael de León: “La copla es un corazón / que no dio con su querer / y así le suena el dolor”.
Borges tomando el té en 1975 / ROBERTO PERA
Fervor de Buenos Aires (1923) lo inaugura este epígrafe: “Si las páginas de este libro consienten algún verso feliz, perdóneme el lector la descortesía de haberlo usurpado yo, previamente. Nuestras nadas poco difieren; es trivial y fortuita la circunstancia de que seas tú el lector de estos ejercicios, y yo su redactor”. Hay muchos paisajes de la capital argentina en este primer volumen, y en el segundo de los poemas Borges conjetura: “haber sentido el círculo del agua / en el secreto aljibe, / el olor del jazmín y la madreselva, / el silencio del pájaro dormido, el arco del zaguán, la humedad / esas cosas, acaso, son el poema”. Están también aquí, desde temprana hora, la alquimia, las espadas, los sueños, el culto a los antepasados, la rosa, las meditaciones sobre el Tiempo, magnitud tan inabarcable que él escribe con mayúscula. Borgeanos a carta cabal son los versos en los que revela por qué esperamos las campanadas de final de año: “La causa verdadera / es la sospecha general y borrosa del enigma del Tiempo; es el asombro ante el milagro / de que a despecho de infinitos azares, de que a despecho de que somos / las gotas del río de Heráclito, / perdure algo en nosotros: / inmóvil, / algo que no encontró lo que buscaba”.
También en este volumen seminal hallamos un rasgo de estilo que no abandonará nunca: las enumeraciones, espléndidamente desplegadas en “Líneas que pude haber escrito y perdido hacia 1922”. El breve Luna de enfrente (1925) reincide en el verso largo de sus titubeos españoles, alternado con otros de arte menor. Borges es siempre plenamente de su oficio, de modo que no es de extrañar que asevere: “He dicho asombro donde otros dicen solamente costumbre”. O: “He trabado en firmes palabras mi sentimiento / que pudo haberse disipado en ternura”. En el prólogo de Cuaderno San Martín (1929) sostiene que hay poetas líricos, como Verlaine, y poetas intelectuales como Emerson, y añade: “Creo ahora que en todos los poetas que merecen ser leídos ambos elementos coexisten”.
En los versos hay cesuras. En la producción de algunos poetas, también. Es el caso de Borges, quien no vuelve a publicar libro de poesía hasta 1960:
Se trata del mismo poema que incluye dos de sus más citados versos: “yo, que me figuraba el Paraíso / bajo la especie de una biblioteca”. También hacen acto de presencia los primeros sonetos, como los dos reunidos bajo el título “Ajedrez”. Borges se caracterizará por combinar en su dilatada obra los dos modelos: el italiano aquí importado por Boscán y Garcilaso y el isabelino inglés, cada uno con sus estructura de rimas. Se añaden o se reiteran temas y talismanes, como el tigre, el espejo. Este le proporciona, de nuevo, una concisa poética: “el arte debe ser como ese espejo / que nos revela nuestra propia cara”.
El otro, el mismo corresponde al año de 1964, y abundando en la línea anterior incluye, entre otras composiciones, nada menos que 47 sonetos (alguno en alejandrino, que con el tiempo hará de hemistiquios irregulares), pero también la consabida elasticidad de metros. Asimismo trasplanta su numen a la lengua de Shakespeare, componiendo en ella como Pessoa: “Two English Poems”. Favorecedor de la paradoja, urde versos hermanos del quiasmo y con desplazamiento adjetival: “ni el blanco sol ni la amarilla luna”.
Se ocupa del Gólem y de los guerreros y poetas sajones, del tango y Milton. Cultiva los rhyming couplets de Manuel Machado y los pareados de Alexander Pope. A menudo mira a España, con Córdoba o Alonso Quijano, a veces a esa rama desgajada de España, el judaísmo, que fue tronco también de nuestra patria, y se detiene en Spinoza o, corriente arriba, en Adán. En este libro se incluye uno de las composiciones que según él “no lo deshonran”: la letanía de “Otro poema de los dones”, que concluye con una glosa involuntaria de Antonio Machado: “por la música, misteriosa forma del tiempo”, envés del célebre ““Ni mármol duro y eterno, / ni música y pintura, / sino palabra en el tiempo.”
De muy distinta índole es
La variedad formal es notable, también la intensidad y perfección de algunos poemas, como el soneto “Las cosas”. Hay asimismo, cómo no, enlaces a cuentos, como el decimoquinto de los “Fragmentos de un evangelio apócrifo”, hermano de esa línea turbadora de “Deutsches Requiem” (El Aleph, 1949). En el primero, “Que la luz de una lámpara se encienda, aunque ningún hombre la vea”. En el segundo, “Que el cielo exista, aunque mi lugar sea el infierno”.
La rosa profunda (1975) profesa, no es novedad, la devoción por los catálogos. Y en su trenzado hay mimbres que una vez más conectan con otras provincias de su obra, sean aquellos el ruiseñor de Keats, las espadas, el álgebra, Cervantes, Poe… Cuatro libros le quedan para completar su obra poética: La moneda de hierro (1976), Historia de la noche (1977), La cifra (1981) y el postrero Los conjurados (1985). A estas alturas, poco añade, pero suma mucho. No ensancha, afila. Son años de mucha dedicación a la poesía y, como era ya habitual, de tiradas de endecasílabos blancos y sonetos. No menos, de poemas en prosa con hilo narrativo. Quien desconoce la tradición se ensoberbece, quien es íntimo de ella bien reconoce sus límites. Así, el Borges final reconoce que lo suyo es la llamada poesía del intelecto y, exagerando, se declara “un poeta menor del hemisferio / austral”. Si él lo es, casi infinito, los demás lo somos infinitesimales, estemos en la latitud del globo en que nos hallemos.