A Baroja lo descubrimos en clase gracias a una lección del profesor Juan Bautista Bertrán, que era un gran educador, y que como poeta está olvidado, aunque yo por mi parte me aprendí de memoria uno de sus poemas, y a la que puedo lo recito a algún amigo desprevenido y paciente, confiando en que si no le gusta por lo menos de esta manera la mónada leibniciana de Bertrán crezca, como crece la mónada de la gente cada vez que la recuerdas o la mencionas . No recuerdo el título pero los versos dicen así: “Era el adiós difuso, era aquel aire / sin moverse del sauce que transmina / húmeda despedida de las cosas: / de todo, de la calle, de la casa, / de aquel coche que pasa y tren que silba. / Las hojas de castaño del paseo /cogían los colores cobre y oro / --tan bellos otras veces, ahora lánguidos-- / de la piedra aviejada de la iglesia. / Podría ser octubre, o noviembre, tal vez. / Cierto, era aquella / naciente soledad que ondas dilata, / que nace con el hombre, que, como ocaso, / se dilata en sombra. / Era el adiós difuso, tú te ibas”.
Bien, Bertrán nos leyó en clase el famoso Elogio sentimental del acordeón (se puede oír al mismo Baroja en Youtube leyéndolo con cierta brusquedad funcional y presurosa, sin recrearse en el melodioso fraseo). El año pasado volví a leerlo recelando que, como suele pasar con los descubrimientos adolescentes, no aguantase el paso del tiempo, pues la palabra “sentimental” suele ser altamente sospechosa; pero constaté que muy al contrario la página, escrita en 1931, sigue siendo merecedora de las antologías de la mejor prosa del siglo en castellano y un aleph donde se ve todo Baroja.
Inducido por Juan Bautista Bertrán leí algunas de sus novelas. Era impresionante su poder de observación y su habilidad para describir un ambiente con dos adjetivos certeros, exactos. (Virtud por la que como es notorio Pla le admiraba y siguió su estela. Es curioso --pero se explica fácilmente por las necesidades de la intendencia-- que teniendo los dos esa gran virtud escueta acabaran siendo derivativos y facundos.) Por ejemplo me fijé en una escena en El árbol de la ciencia donde el fluir de la trama se detiene para permitir que dos de los personajes se pongan a conversar filosóficamente –con una filosofía schopenhauriana un poco ramplona— en una terraza de Madrid, al atardecer; escena que se cerraba con la rápida mención de algún efecto de luz crepuscular y del vuelo bajo de las golondrinas, detalles que vivificaban la digresiva escena con un inesperado y alucinante acento de verdad. Eso es Baroja puro.
Un señor navarro llamado Joaquín Ciáurriz, ajeno hasta ahora a la profesión editorial pero desde luego dotado de sentido de la oportunidad y de imaginación ha creado una colección titulada Baroja y yo, compuesta de veinticinco libros de pequeño formato y texto de cerca de 40 folios, en cada uno de los cuales un autor explica lo que el título sugiere, o sea las circunstancias en que descubrió sus novelas, por qué fue o es importante para él, cuál es su vigencia.
Esta aproximación al personaje declaradamente subjetiva, lejos del juicio impersonal, académico, frío, es un acierto grande. Para algo formuló Einstein la ley de la relatividad y para algo sabemos que el ojo del observador modifica el fenómeno observado. Además el interés del lector queda redoblado pues, como es obvio, al hablar de Baroja cada autor habla con mayor o menos franqueza y detalle de sí mismo. El precio de estos libritos es de 10 euros: algo caros, pero con el aliciente considerable de la brevedad. Yo he leído hasta la fecha cuatro: el de Juaristi, el de Ezkerra, el de Mendoza y ahora el de Trapiello, que se ha hecho esperar porque cuando fui a Pasajes a por él se había agotado la primera edición. Los cuatro son muy diferentes entre sí e igualmente amenos e instructivos.
El de Juaristi se centra en la relación de las novelas de Baroja con los paisajes de su tierra, señala las semejanzas de Lúzaro, el pueblo natal de Shanti Andía, con poblaciones costeras como Fuenterrabía, Pasajes, Motrico, etcétera, y celebra su lirismo evocativo y sensorial especialmente en las novelas del mar. Ya hace años escribió Juaristi unos poemas sobre Itzea, la casa de los Baroja, entre los cuales recuerdo esta décima, que le salió redonda y emocionante, sobre Julio Caro: “Andando bajo las hojas / que dora un octubre suave / deja perderse la grave / mirada en las nubes rojas. / Recuerdos de otros Barojas / le endulzan el desamparo. / Sumido en el brillo raro / de los sueños de la infancia / por el camino de Francia / pasea don Julio Caro”.
El ensayo de Ezkerra, centrado sobre todo en el pensamiento de don Pío, empieza con el recuerdo su descubrimiento a través de la lectura infantil, prohibida, a escondidas, atraído por las promesas de transgresión y erotismo del título La sensualidad pervertida (promesas cumplidas solo en parte), y cómo desde entonces tuvo a Baroja por un maestro seguro en antidogmatismo y en el aborrecimiento de la hipocresía, la intolerancia y los convencionalismos. Analiza algunos personajes femeninos de sus novelas para revelar al autor como un protofeminista que si se fingía algo misógino era por coquetería y timidez; y celebra, argumentándola con ejemplos textuales, su negativa radical al “realismo mágico” o costumbrismo surrealista de cierta estética vasquista a la que ve directamente emparentada con las mixtificaciones y mitos del nacionalismo. Por todo esto titula Ezkerra su ensayo La voz de la intemperie: porque su Baroja no es, o no es solo, el misántropo con boina rayano en el nihilismo del tópico, sino un criterio firme de pensamiento y de sensibilidad a contracorriente.
Mendoza publicó años atrás en la editorial Omega un ensayo biográfico sobre Baroja como prólogo a una antología de sus textos. Era de lectura grata, como siempre lo es la del novelista barcelonés, pero me parece que éste, titulado Por qué nos quisimos tanto, es mejor, o me ha gustado más. Se centra en el estilo de Baroja, algunas de cuyas claves, recursos y hábitos analiza y compara con los de otros autores de la literatura internacional, y le rinde tributo de gratitud por haberle “desatascado” en los primeros pasos de su camino hacia la novela cuando se encontraba en un impasse, frenado o confuso por las tendencias a la experimentación de los escritores de su generación. Celebro la simpatía relativista y sin aspavientos con que resume el tema del regreso de Baroja del exilio pasando bajo las horcas caudinas de la adhesión declarada o implícita a Franco --allí donde, por cierto, algún biógrafo ha practicado la severa inquisición moralista--: “Y como al nuevo régimen le convenía granjearse un mínimo apoyo de la comunidad internacional, tentó a Baroja, que malvivía en París, ofreciéndole la inmunidad a cambio de aceptar públicamente a Franco y lo que éste representaba. De haber contado con medios de subsistencia, quizá no hubiera regresado, pero no era así. Estaba delicado de salud y su familia más próxima seguía en España y en situación precaria. De modo que claudicó. Con su vuelta legitimaba un poco un régimen militarista del que seguramente abominaba”.
Trapiello aporta a su meditación barojiana varios documentos inéditos o muy poco conocidos. Entre estos últimos, la décima con que don Pío resume sus Poemas del suburbio de 1945, su incursión en la poesía. Dice: “Locura, humor, fantasía, / ideas crepusculares, / versos tristes y vulgares, / eterna melancolía, / angustias de hipocondría, / soledad de la vejez, / alardes de insensatez / arlequinada, zozobra, / rapsodias en donde sobra / y falta mucho a la vez”. Otro de los documentos poco conocidos un poema de Manuel Machado dedicado a esos Poemas del suburbio, que Trapiello reproduce por los siguientes motivos: “Como el poema no figura en ninguna de sus obras completas ni en parte alguna, lo voy a dar aquí, para amortizar algo el dinero que el lector se haya gastado ahora”. Explicación que resume el tono del ensayo, juguetón, desenfadado, con sus aguijonazos de paso.
Entre los documentos inéditos hay cinco cartas que Baroja envió a un amigo o conocido residente en Suiza, además de un poema. Quizá Trapiello las compró en el Rastro --dice que no lo recuerda--, y serían de un interés muy relativo y hasta nulo si él no las contextualizase con conocimiento y amenidad de manera que las cinco cartas y sus respectivas glosas, que constituyen juntas la columna vertebral del ensayo, titulado Un poco de compañía, dibujan un vívido retrato del escritor en su senectud: temeroso de la miseria, como suelen serlo los ancianos, publicando libros de “refritos” y sobre todo preocupado del suministro del carbón, preocupado del frío, el frío de la posguerra.
Conociendo la obra de los cuatro exégetas de Baroja, sobra decir que están los cuatro libritos muy bien escritos y se leen con verdadero interés. De los veintiuno que aún no he leído, el interés, como el valor al soldado, se le supone.