Espero como siempre, como los mendigos que piden una limosna, una palabra, una sonrisa. Felicidad Blanc acaba de sufrir un parto de un niño malogrado, el segundo en pocos años, y en vano espera un gesto cariñoso o compasivo de su marido que pregunta a los médicos si no ha podido salvar la vida su vástago. Y no por ella. Hay momentos en la vida del amor que pueden cargarse las cien mil horas felices de una historia y éste es precisamente, en propia letra de la escritora, uno de aquellos que no se olvidan. El marido, para más inri, no es un anónimo al que podamos calzarle las medidas machistas de todos sus contemporáneos sino el muy laureado poeta Leopoldo Panero, reconocido sobre todo por los muchísimos versos de amor a su señora.
Blanc fue, en su momento, la bofetada de guante blanco de toda una generación de abnegadas esposas en la cara de aquellos triunfadores que hacían llorar de emoción a sus lectoras y de rabia a sus legítimas. El escandalazo de la película de Jaime Chavarri, El desencanto, protagonizada por la familia Panero al completo, la hizo célebre, y no precisamente para bien. Viuda de un mito, cuasifranquista para más inri, los adoradores del poeta la zahirieron con saña culpándola de querer protagonismo, incluso lucrativo, a la sombra del finado.
Hay tanto en los relatos como en las memorias un trasfondo de
Pero lo privilegiado no quita lo valiente porque Felicidad, como todas aquellas mujeres, viviendo a la sombra del régimen, era perdedora de una guerra que habían ganado otros en masculino del plural. Hijas de una promesa, como lo fue aquel siglo XX que aventuraba tantas oportunidades, y a pesar de pertenecer a familias acomodadas, tuvieron que enterrar sus aspiraciones para encarnar el papel de madres y esposas que les correspondía. Y de musa, en su caso. ¡Qué desagradecidas las musas que se revuelven incómodas en el Olimpo!
Blanc escribió unos cuentos exquisitos que pasaron la aprobación del tribunal supremo de la peña literaria del esposo –hasta Rosales le puso buena cara–, que la animaron a publicarlos. Pero es ella, según recuerda Sergio Fernandez, quien deja su balbuciente carrera de escritora porque siente que abandona la casa, al marido, a los hijos, y que traiciona algo más importante que la creación, algo que podían hacer los hombres porque su reino sí era de ese mundo. Un mundo que se desmorona por las apreturas económicas. Tampoco a Panero lo mimó la dictadura más que lo justo.
La vida alejó a esa niña, criada en el barrio de Salamanca, de su sueño de tener una casa frente al mar como las de su infancia en Hondarribia o en Sitges. Me quedé sin la casa frente al mar y sin la mano que apretara la mía, confiesa la escritora que hubo de sobrevivir trabajando en la portería del Ministerio de Cultura (las miserias de quienes habiendo sido franquistas se esforzaron en no parecerlo quedan en su memoria retratadas hasta el rubor) ya en democracia. O más tarde cuidando de su hijo mayor, internado en un psiquiátrico y tertuliano, por cierto, de la radio con Javier Sardá.
Felicidad Blanc, en El desencanto, habla con su hijo Michi Panero.
Juan Luis, Leopoldo y Michi, tres hijos extraños para una mujer extrañada de sí misma, valiente a pesar de su fragilidad, expuesta a las críticas, vapuleada por gentes como Caballero Bonald o Rosales, tan distintos, pero fuerte en su dolor. O en sus ensoñaciones tal cual parece ese amor correspondido, asegura Blanc, por Luis Cernuda que suena a Platón más que a Eros, la verdad. Que la musa tildara de atrabiliario, egoísta y hasta dipsómano y noctámbulo a su juglar sentó fatal entre la corte literaria.
Ni siquiera se libró de ser la diana de sus hijos, culpable también ella en la reinterpretación posmoderna de la muerte del padre. Porque se puede haber ganado una guerra y haber perdido todas la batallas. Y sin embargo nos queda el desencanto, aún con cierta esperanza, en los cuentos de una mujer que llevó su nombre, Felicidad, como una fatalidad más de un destino que ella sintió siempre que jugó en su contra.