En 1917, su amigo Ortega y Gasset escribió que Zenobia Campubrí y Juan Ramón Jiménez, “como Titania y Oberón por la selva, atraviesan nuestra árida existencia nacional, fabricando inverosimilitud”. Aludía con estas palabras al acendrado amor que el matrimonio se profesaba en una España que solía adoptar ante las emociones líricas “una actitud de carabineros”. Titania es la reina de las hadas y esposa de Oberón en El sueño de una noche de verano de William Shakespeare, que Zenobia tradujo en colaboración con el poeta andaluz. El símil de Ortega agradó tanto a Juan Ramón que siempre tuvo en mente reunir en un volumen de homenaje a Zenobia todas las cartas cruzadas entre ellos, más sus poemas de amor. Zenobia y él adoptarían los nombres de Titania y Oberón para relatar su apasionada historia en una obra que se titularía Monumento de amor: Epistolario y lira, pero que nunca llegaron a ver editada.
Nacida el 31 de agosto de 1887 en Malgrat de Mar (Barcelona) donde veraneaba su familia, Zenobia fue la única niña de los cuatro hijos de Raimundo Camprubí e Isabel Aymar. Sus padres se casaron en Puerto Rico donde residía Isabel, cuya acomodada familia norteamericana tenía negocios en la isla, y Raimundo, ingeniero de caminos, estaba destinado para construir una carretera. Después vinieron a España y se instalaron en una casa amplia y soleada del Paseo de Gracia, la gran avenida de la alta burguesía catalana. Educada por institutrices, Zenobia estudió literatura e historia de Europa y América, además de aprender español, inglés, francés y rudimentos de alemán e italiano. De su infancia y adolescencia recordaría con cariño a Bobita, una esclava portorriqueña, ya liberta, que siempre acompañó a su madre, y a Manuela, la ayuda de cámara de su abuela materna.
En 1905, cuando el matrimonio se separó, la madre se marchó con los hijos a Newburg (Nueva York). En 1908, Zenobia ingresó en la Universidad de Columbia, donde estudió Literatura inglesa y Composición hasta que regresó a España. En 1911, viviendo con su madre en Madrid, se hizo asidua de los cursos del Instituto Internacional y de las actividades culturales de la Residencia de Estudiantes. Conoció a Juan Ramón en una de las conferencias del curso de verano para extranjeros de 1913. Tras un intensísimo cortejo del poeta, que desplegó todos los recursos del Ars amandi de Ovidio, iniciaron un breve noviazgo y emprendieron la traducción conjunta de las obras de Tagore, al que seguirían Shakespeare, Synge, Yeats y otros. En 1916 se casaron en Nueva York, pese la férrea oposición de la madre de Zenobia que hubiera deseado ver a su hija maridada con el acaudalado Henry Shattuck, condiscípulo de su hijo José en la Universidad de Harvard. Doña Isabel Aymar, en carta a una amiga, expresaba su opinión sobre Juan Ramón, “pretendiente de muy pocas prendas” al que había dicho que prefería ver a su hija muerta antes que casada con él: “Un hombre que ha pasado dieciséis años de su vida escribiendo treinta y tres tomos de poesías que en general solo describen sensaciones sin aspiraciones ni ideas, ¿le parece a usted bien calculado para ser esposo y padre?”.
De regreso a España, la pareja vivió veinte años en Madrid donde Zenobia acometió con entusiasmo varios proyectos. Desde abrir una tienda de arte popular español hasta amueblar y alquilar pisos a diplomáticos y visitantes extranjeros o colaborar en instituciones sociales, siempre volcada en ayudar a los niños. Participó asimismo con María de Maeztu en el Lyceum Club Femenino Español, una de las primeras asociaciones de mujeres creadas en España, del que fue secretaria y tesorera. Fueron años felices, truncados abruptamente desde 1936 por el destierro del poeta, que nunca quiso volver a España, y por el periplo por Estados Unidos y Cuba hasta establecerse definitivamente en Puerto Rico. Mientras se lo permitió su salud, Zenobia impartió clase en la Universidad de Maryland y también en la de Puerto Rico. En 1951 se sometió a una operación de cáncer en Boston, enfermedad que le causaría la muerte el 28 de octubre de 1956.
Pese a la difícil convivencia con Juan Ramón en los momentos en que éste se hundía en la hipocondría y la depresión agravadas por el exilio, Zenobia nunca renunció a su actividad profesional ni a su activa vida social. No se recluyó en el ámbito doméstico ni dejó que su personalidad vitalista naufragara. Distó mucho del rol de ama de casa o de esposa enajenada por el marido. Por el contrario, su figura responde al tipo de mujer independiente, burguesa e intelectual que cristalizó en España durante la II República, como sus contemporáneas María de Maeztu, Natalia Cossío, Victoria Kent o Clara Campoamor.
Aun cuando todo parece indicar que no fue propiamente una escritora, cabría preguntarse si renunció a la creación literaria para dedicarse exclusivamente a alentar la obra de Juan Ramón. En sus Diarios, donde plasmaba sus vivencias y emociones cotidianas, daría esta explicación: “A los veintisiete años había tenido tiempo suficiente para averiguar que los frutos de mis veleidades literarias no garantizaban ninguna vocación seria. Al casarme con quien, desde los catorce años, había encontrado la rica vena de su tesoro individual, me di cuenta, en el acto, de que el verdadero motivo de mi vida había de ser dedicarme a lo que era ya un hecho, y no volví a perder el tiempo en fomentar espejismos”. Además de las citadas traducciones del inglés --realzadas por la excelente prosa del poeta--, Zenobia fue su principal crítica literaria y ejerció un influjo decisivo en su obra. En todo caso, no puede decirse que su voz fuera silenciada ni suplantada como la de María Lejárraga, que firmaba sus obras con el nombre del marido, Gregorio Martínez Sierra, quien se atribuía los méritos de la escritora.
El matrimonio de Zenobia y Juan Ramón fue una bella historia de amor, compromiso y compenetración intelectual. Cuando el poeta andaluz, en el discurso de recepción del Premio Nobel, escribió en 1956: “Su compañía, su ayuda, su inspiración de cuarenta años han hecho posible mi trabajo. Sin ella me encuentro desolado y sin fuerzas”, no hizo más que reconocer la dedicación de Zenobia a cuidar de su vida y de su obra. Antes de casarse, ella le decía en una carta el 24 de diciembre de 1915: “Yo procuraré siempre ser una buena mujer para ti, con lo cual quiero decir todo lo que en mí quepa de útil para ti, para ayudarte a ser valiente, para no ser una carga y para empujarte siempre hacia arriba en todo lo que alcancen nuestras almas. Quiero que te refugies en mí contra toda desilusión y contra lo mediocre y mezquino de la vida”. Y, casi cuarenta años después, en 1952: “Los dos nos hicimos el uno al otro de nuevo y nuestro amor ha sido mejor en la vejez que nunca. Ahora, si quieres vivir para mí, vamos a dedicarnos los dos a ordenar tus papeles lo mejor que podamos”. Entre esos papeles estaban los versos inmarcesibles, el monumento de amor al hada del poeta.