La Unesco, dentro de su calendario oficial de celebraciones planetarias, estableció en 1999, que es casi como decir anteayer, que el 21 de marzo debe ser el Día de la Poesía, esa diosa esquiva. Eligió para tan ilustre conmemoración el equinoccio de primavera, suponemos que por aquello de vincular el espíritu lírico con la estación que mejor simboliza el renacer de la vida, tras el otoño y el invierno, periodos del año relacionados con el crepúsculo. Como todas las efemérides, estén o no sustentadas en hechos históricos, se trata de una convención: es una manera de recordar que existen hechos culturales que merecen ser celebrados, lo cual no implica que sean asumidos de forma ciega.
La poesía existe desde el origen de los tiempos como una forma de expresión humana que, en contra de lo que suele pensarse, no es artificial, sino absolutamente natural. Los primeros balbuceos de la civilización son poéticos en sentido estricto: una creación espontánea, no sujeta a reglas, que transmite sentimientos íntimos y, en ocasiones, logra algo tan difícil como emocionarnos. Nada que ver necesariamente con el ejercicio del verso --tradicionalmente considerado su vehículo esencial-- ni con el arte de las combinaciones estróficas y las sílabas medidas.
En realidad, la poesía está en todos sitios, si se la sabe encontrar. Borges lo escribió, a su manera, en el prólogo de Los conjurados: “La belleza, como la felicidad, es frecuente. No pasa un día en que no estemos un instante en el paraíso. No hay poeta, por mediocre que sea, que no haya escrito el mejor verso de la literatura (...). La belleza no es privilegio de unos cuantos nombres ilustres”. Tenemos esta afirmación por exacta, aunque sea complejo explicar su trascendencia. El poeta argentino, de hecho, la enuncia sin aclararnos cuál es su idea de belleza, un concepto tan ambiguo que en función del momento histórico al que nos refiramos, la perspectiva desde la que lo analicemos y el gusto subjetivo que tengamos significará cosas distintas o directamente contradictorias.
Jorge Luis Borges (1951) / GRETE STERN.
A fin de cuentas, llevamos siglos preguntándonos qué es la literatura –cuyo nombre hasta el siglo XVIII era poesía– sin aclararnos. El ejercicio no es, sin embargo, estéril. Cuestionarnos qué es lo poético implica interrogarnos sobre el uso del lenguaje, y por extensión, lanzar preguntas a la vida, reflexionar sobre el sentido de la realidad, ponerle otro nombre a las cosas, proyectarnos.
La agenda cultural va a llenarse esta semana de recitales, actos públicos, lecturas y toda la brasa asociada a la conmemoración. Convendría tener en cuenta, antes de sumarse al circo, que los antiguos griegos no tenían una única musa para representar a la poesía. Diferenciaban --y asociaban distintas alegorías-- entre sus diversas manifestaciones. La gran epopeya heroica era el dominio de Calíope; Erató custodiaba la poesía amorosa, Melpómene era la patrona de la tragedia, Polimnia velaba por los poemas hímnicos y los cantos sagrados; Talía protegía al gremio de los comediantes y a los poetas bucólicos, mientras Terpsícore, a la que Les Luthiers hicieron mundialmente famosa, encarnaba el arte de la poesía coral.
No existe pues una forma pura y única de poesía, sino múltiples manifestaciones que, en general, son bastardas o están contaminadas por otros lenguajes, aunque sí sean distintas al inquietante fenómeno editorial de la pseudopoesía, al que el otro día el abate Rivero Taravillo levantaba la correspondiente acta notarial en Letra Global.
Poesía no es ni un libro de versos ni lo que algunas editoriales nos venden como tal. Es un ingrediente presente en cualquier forma de expresión artística digna de tal nombre, desde la fotografía a la pintura, pasando por la danza o el teatro y, por supuesto, la escritura en prosa. Poesía es sencillamente creación.
Lo pertinente sería preguntarnos si podemos hablar a estas alturas de la historia de explícitas entre la prosa y el verso, expresiones literarias que parecen, sin serlo, antagónicas? Octavio Paz, al reflexionar sobre esta cuestión, menciona la distinta concepción del ritmo que existe entre ambos lenguajes. La prosa --a su juicio-- no se diferencia del verso por la ausencia de una pauta rítmica, sino por operar con un sentido diferente del tempo.
El escritor mexicano Octavio Paz.
En el verso tradicional, el ritmo responde a un patrón regular que se ordena en función de una serie de variantes recurrentes. La prosa, en cambio, se caracteriza por tener un sistema rítmico menos previsible que el orden métrico. Su cadencia depende de elementos distintos al acento y al número de sílabas: la unidad de sentido (la frase), la sintaxis o el flujo del pensamiento. Según Paz, el prosista busca la “coherencia y la claridad conceptual”. Y esta tarea le obliga a domesticar la tendencia natural del lenguaje, que es la propia de la expresión poética, cuya característica es la creación de imágenes en vez de la articulación de ideas.
En esta misma línea se pronuncia Lotman: “En la jerarquía del movimiento de la sencillez a la complejidad [literaria], la disposición de los géneros es la siguiente: lenguaje coloquial, canción, poesía clásica, prosa literaria”. La poesía escrita en prosa es un código artístico más complejo que la poesía medida. El metro no deja de ser un instrumento literario contrastado desde el punto de vista práctico. Dominarlo exige conocimiento y rigor, pero limita los riesgos --al tiempo que la libertad-- del escritor, al facilitarle el tránsito por un camino prefijado de antemano.
Moliére lo resume en un diálogo delicioso de El burgués gentilhombre, donde dialogan un burgués y un filósofo. El primero le pide al segundo que le escriba una carta de amor para seducir a una dama. El filósofo acepta: “Supongo que querréis escribirle versos”. El burgués responde negativamente. “¿En prosa, entonces?”, pregunta el filósofo. Jourdain, gentilhombre, le contesta: “No quiero ni prosa ni versos”, provocando el asombro del escribidor. “Ha de ser una de las dos cosas, para expresarse no hay más que prosa y verso. Todo lo que no es prosa es verso y todo lo que no es verso es prosa”. “¿Y cuando se habla, ¿cómo se habla?”, pregunta asombrado el burgués. “En prosa”, responde el filósofo. “¡A fe mía! Más de cuarenta años hace que me expreso en prosa sin saberlo”, concluye el señor.
El poeta norteamericano T.S.Eliot.
Sucede lo mismo, pero a la inversa, con la poesía contemporánea: no es prosa con forma de verso, sino una expresión cuyas estructuras son menos previsibles que las del lenguaje referencial pero más ciertas que algunas formas de poesía ancestral. La poesía contemporánea, escribe Duffell, se mueve entre la seguridad (del metro) y la sorpresa (del verso libre). Éste es el territorio en el que habita el lenguaje prosaico. Cada vez que los escritores se interrogan sobre las características de la dicción literaria terminan encontrando la respuesta a su pregunta en el sermo vulgaris de su época.
“Ninguna poesía reproduce exactamente el lenguaje que habla y oye el poeta; pero tiene que estar en tal relación con el habla de su tiempo como para que el oyente o lector pueda decir: así hablaría yo si pudiera hacer poesía. Ésta es la razón por la cual la mejor poesía contemporánea puede darnos una sensación de plenitud diferente de cualquier sentimiento provocado por la poesía del pasado, aun cuando fuera poesía más grande”, escribe T.S. Eliot.
¿Dónde está entonces la poesía? En la proximidad (desconocida) entre quien escribe y quien lee. Cuando el vínculo entre estas dos instancias anímicas desaparece, el lenguaje literario se torna autista, igual que una pieza de museo sacada de su contexto o una tumba sin nombre. Resulta imposible de comprender, aunque sea digna de la mayor admiración (arqueológica).