Son las tres y media de la tarde del 22 de febrero de 1939. Es Miércoles de Ceniza, la misma ceniza que aún reposa en los hombros de la chaqueta raída del poeta. Antonio Machado acaba de fallecer en una habitación de la segunda planta del hotel Bougnol-Quintana en un pueblecito del Mediodía francés llamado Collioure. A su lado, está su madre enferma, quien, en un fogonazo de lucidez, alcanza a preguntar qué le ha ocurrido a su hijo. Sin embargo, doña Ana Ruiz morirá horas después. Hace ochenta años de aquel día que marcó la historia del exilio y de las letras españolas. “Antonio Machado. Sevilla 26 VII 1875. Collioure 22 II 1939”, se lee en su tumba.
Pero, ¿cómo fueron los últimos días de Machado? Los testimonios de su familia, de amigos y de algunos vecinos del pueblo francés se refieren a sus paseos por la playa. Quizás charlaba con sus heterónimos, preguntaba a Abel Infanzón qué tiempo haría en los patios de su Sevilla vieja o debatía las cosas de la vida con Juan de Mairena mientras se apoyaba en el bastón con ese gesto tan suyo buscando el sol huidizo de aquella población pesquera, inmortalizada en los cuadros de Matisse o Derain. “Dos veces salió a ver conmigo el mar que tanto anhelaba”, anotaría en una carta de aquellos días su hermano José, quien lo acompañó, junto a su mujer Matea Monedero, al exilio.
En el libro Últimas soledades del poeta Antonio Machado, José añade que, en su último paseo, el escritor se sentó en una barca. “Permaneció absorto, silencioso ante el constante ir y venir de las olas que, incansables, se agitaban como bajo una maldición que no las dejara nunca reposar. Al cabo de un largo rato de contemplación, me dijo señalando a una de las humildes casitas de los pescadores: '¡Quién pudiera vivir ahí tras una de esas ventanas, libre ya de toda preocupación!'. Después se levantó con gran esfuerzo y andando trabajosamente sobre la movediza arena, en la que se hundían casi por completo los pies, emprendimos el regreso en el más profundo silencio”.
Todo había pasado demasiado pronto. Antonio Machado abandonó el Madrid asediado por las tropas franquistas el 24 de noviembre, casi al mismo tiempo que proclamaba: “Madrid, Madrid; ¡qué bien tu nombre suena, / rompeolas de todas las Españas! / La tierra se desgarra, el cielo truena, / tú sonríes con plomo en las entrañas”. Vivió durante algún tiempo en Rocafort, en las inmediaciones de Valencia y, luego, junto a su madre y su hermano José, se trasladó a Barcelona y recorrió las masías catalanas --Can SantaMaría, en Raset, y Mas Faixat, cerca de Figueras-- en retirada hacia la frontera en uno de los más estremecedores relatos sobre la derrota.
Las exequias de Antonio Machado en el cementerio de Collioure, el 23 de febrero de 1939.
Según el recuerdo de los que le acompañaron en este último viaje, el poeta llevaba su mejor traje, uno de color azul marino, limpio y bien planchado. “La muerte nos había matado el sueño a todos. El alba nos iba a encontrar a todos mucho más viejos”, dirá José Machado sobre esas horas vertiginosas que devorarían los últimos textos de Machado. Por ejemplo, aquel artículo para La Vanguardia que el motorista nunca llegó a recoger en las últimas horas en Barcelona. O el maletín con sus manuscritos que se extravió en la ambulancia que lo llevó a la frontera y que quedó atrapada en un atasco. Antonio Machado recorrerá a pie el camino del exilio, ya sin su equipaje y sus poemas.
Viaje a ninguna parte
De todo ese viaje a ninguna parte hay testimonios desgarradores. Una mujer, Nuria Folch, aseguró pasar la noche en un tren “atestado de gente, cerca de la frontera”, junto a Machado, y recordaba que “el poeta, ya muy enfermo, era acunado como un niño por su madre, de noventa años”. El filólogo Tomás Navarro Tomás, otro español que morirá en el exilio, recordaría la voz del poeta, que no pudo grabar en el Archivo de la Palabra porque estalló la guerra. En la masía de Raset, lamentó no haber tenido sus artilugios para grabar la frase premonitoria del autor de Campos de Castilla: “Yo no debía salir de España. Sería mejor que me quedara a morir en una cuneta”.
Pero hay más. Corpus Barga, quien lo asistió en la huida, relata en sus memorias el momento en el que llevó en brazos a doña Ana, casi imposibilitada para andar. “Pesaba como una niña y, mientras la llevaba, me susurraba al oído: ‘¿Llegamos pronto a Sevilla?’”, anota en Los pasos contados. El filósofo catalán Joaquín Xirau, otro más en la comitiva, le dedicó un vibrante recuerdo en Por una senda clara: “Desde la ventanilla del tren le vi por última vez en el andén de la estación de Collioure, siempre del brazo de su hermano, camino del pueblo (…). En el momento en que la España que amaba se hundía, el gran poeta nos dejó. Sólo sabemos que se nos fue por una senda clara”.
Esa expedición de espectros cruzó Port Bou bajo la lluvia en la noche del 27 de enero de 1939. Al día siguiente llegó a Collioure. “Eran las cinco y media de la tarde cuando el tren, abarrotado de gente procedente de España, llegó a la estación y vi a esas cuatro personas vestidas todas de negro. Una de ellas --era su hermano José, lo reconocí luego-- me preguntó si había un hotel que pudiera darles alojamiento. Yo les indiqué el único que estaba bien entonces y en el que yo mismo estaba hospedado”, según narra Jacques Baills, el entonces jefe de estación, en el libro Últimos días en Collioure, 1939 y otros estudios breves sobre Antonio Machado, del profesor Jacques Issorel (Renacimiento, 2018).
Hotel Bougnol-Quintana
Tras rellenar la ficha de alojamiento de la pensión regentada por la señora Pauline Quintana --sólo firmará el poeta, quien se registra como profesor--, suben a sus habitaciones. Por primera vez desde que huyeron de Barcelona, Machado y su familia duermen en una cama: Antonio y su madre, en una estancia; su hermano José y Matea, en otra. “Fueron acogidos como solía acoger Madame Quintana, o sea, sabiendo que se trataba de refugiados, estaba dispuesta a hacer todo lo posible para aliviar las penas que pudiera”, añade Baills, quien reconoce a su regreso el nombre del poeta. El ferroviario había aprendido algunos de sus versos en unas clases nocturnas de español.
El cuerpo sin vida del poeta, cubierto la bandera de la República española.
Todos los testimonios de aquellos veintitrés días de Collioure coinciden en la vida austera del poeta. Salió poco de su habitación. A veces escuchaba en la radio de la cocina las noticias sobre España, que lo sumían cada vez más en una tristeza incurable. En un par de ocasiones se acercó a una mercería próxima, la de Juliette Figuères, a quien hablaba de sus sobrinas, las hijas de José, que estaban en la Unión Soviética. Apenas tenía dinero. De hecho, el poeta compartía con su hermano una camisa, que se intercambiaban para bajar a comer. Existe una fotografía --quizás la última en vida-- de un Antonio Machado muy deteriorado físicamente en esta misma terraza del hotel.
Es, de nuevo, el ferroviario Jacques Baills quien ofrece algunos datos sobre los días en Collioure. “A Antonio Machado y su familia se les hacían largos los días. Un buen día --no me lo pidió él sino su hermano--, me preguntó José si no tenía algunos libros o algo para distraerlo, para matar el tiempo. Y yo, que estaba soltero, en el hotel, sin equipaje y sin nada, sólo tenía algunos libros que había conservado de cuando estudiaba (...). Había dos de Baroja, El amor, el dandismo y la intriga y El Mayorazgo de Labraz, y también descubrí una traducción de Máximo Gorki, Los vagabundos”.
Parece claro que el poeta no escribió nada esos días, o prácticamente nada. Remitió una carta a Bergamín el 9 de febrero: “Después de un éxodo lamentable, pasé la frontera con mi madre, mi hermano José y su esposa, en condiciones empeorables (ni un solo céntimo francés) y hoy me encuentro en Collioure, Hotel Bougnol-Quintana y gracias a un pequeño auxilio oficial con recursos suficientes para acabar el mes”. Estaba algo más tranquilo, pero todavía le acechaba el porvenir: “Mi problema más inmediato es poder resistir en Francia hasta encontrar recursos para vivir en ella de mi trabajo literario o trasladarme a la URSS donde encontraría amplia y favorable acogida”.
“No creo que Machado escribiera ni una palabra, y si tal cosa hubiera ocurrido, su hermano lo hubiera dicho”, expone Jacques Baills en Últimos días en Collioure, 1939. Sin embargo, José encontró en el bolsillo del gabán de Antonio un papel arrugado, en el que “había escrito tres anotaciones con un lápiz que me pidió días antes de su muerte”. Se trataría de la frase más célebre del monólogo de Hamlet ("Ser o no ser..."), unos versos a Guiomar ya publicados ("Y te daré mi canción / se canta lo que se pierde / con un papagayo verde / que la diga en tu balcón”) y el último verso, así reconocido en todas las ediciones de sus obras completas: “Estos días azules y este sol de la infancia”.
Al margen de ese popular alejandrino, que viene a cerrar enigmáticamente su vida y su obra, Antonio Machado trabajaba en aquellos primeros días de 1939 en un prólogo que se puso al frente de cuatro discursos de Manuel Azaña (del 21 de enero y 18 de julio de 1937, ambos en Valencia; del 13 de noviembre, en Madrid, y del 18 de julio de 1938, en el Ayuntamiento de Barcelona), editados por el gobierno de Juan Negrín en los últimos días de la República. Con sentida lealtad y admiración, el poeta sevillano alude en él a que “la voz de don Manuel Azaña habla para todos los españoles, allí donde se encuentren (...), incluso para los que no quieren oír lo que se les dice”.
Viejo y enfermo
Con todo, la salud de Machado se quebró definitivamente el sábado 18 de febrero. El poeta no bajó a comer y, extrañada, Madame Quintana preguntó a su hermano José. “Está enfermo; tiene un poco de bronquitis”, le respondió. Gran fumador, aquejado del corazón, Antonio ya confesó a David Vigodky en 1937 que se aproximaba al final de sus días: “Soy viejo y enfermo (…) viejo, porque paso de los sesenta, que son muchos para un español: enfermo, porque las vísceras más importantes de mi organismo se han puesto de acuerdo para no cumplir exactamente su función”. Pese al carrusel de médicos (los doctores Cazabens, Irazoki y Susplugas), nadie pudo hacer nada por él.
Una infección pulmonar, una bronquitis arrastrada posiblemente desde la noche en el vagón en Cerbère, puso fin a su vida. Al autor de Soledades no le dio tiempo a conocer siquiera las ofertas que le alcanzaron esos días. “Llegó tarde el ofrecimiento de la URSS para recibirle como huésped de honor, llegó tarde una carta del hispanista John Brande Tren sobre una plaza de lector en el departamento de español de la Universidad de Cambridge, llegó tarde la ayuda de la Asociación Internacional de Escritores”, asegura la profesora Monique Alonso Alonso, creadora de la fundación del poeta en Collioure y autora del estudio Antonio Machado, el largo peregrinar hacia la mar (Octaedro, 2013).
Fue Jacques Baills, el jefe de estación suplente de Collioure, quien declaró la muerte del poeta en el Ayuntamiento y dio traslado de la noticia a los españoles que conocía. “El entierro fue digno de lo que fue Machado. Sencillo, y con sencillez vinieron todos”, relató el ferroviario. “Cuando se bajó de la habitación donde estaba para llevarlo al cementerio --añade--, el ataúd estaba envuelto en una bandera con los tres colores de la España republicana”. Doce soldados de la Brigada de Caballería del Ejército español portaron el ferétro, despedido por el alcalde del municipio galo, Marceau Banyuls, con estos versos del poeta: “Corazón ayer sonoro / ¿Ya no suena / tu monedilla de oro?”.
Los hermanos Antonio y Manuel Machado, en una instantánea tomado por el fotógrafo Alfonso.
Según relata Andrés Trapiello, cuando Antonio murió, tuvo lugar un episodio conmovedor: la visita de Manuel Machado, en coche oficial con escolta y salvoconductos, procedente de Burgos. “Sabemos que Manuel pasó un día en Collioure, que agradeció a la dueña del hotelito donde murieron los últimos auxilios que ésta dispensó a su hermano y su madre, y que permaneció la mayor parte de la jornada en el cementerio, junto a sus tumbas. ¿Se encontró allí con su hermano José, el dibujante, también exiliado? De ser así, nadie supo jamás de lo que se trató entre ambos”, explica en Las armas y las letras. Literatura y Guerra Civil, 1936-1939 (Destino).
Exposición en Sevilla
Ese destino de Manuel y Antonio Machado --abrochado como el signo definitivo de la guerra: dos hermanos y dos bandos-- aparece recreado en la exposición Los Machado vuelven a Sevilla, que da cuenta en la capital andaluza de una selección de los casi cinco mil documentos --folios, manuscritos, y fotografías-- adquiridos por la Fundación Unicaja. Entre ellos, las cartas de distintos miembros de la familia en plena contienda española, donde “el factor determinante es el profundo afecto que todos, remitentes y destinatarios, se profesaron, incluso en los momentos de mayor distanciamiento”.
Esta muestra ofrece, además, un buen número de manuscritos de los hermanos Manuel y Antonio Machado. Del primero se exhiben los textos autógrafos del libro El mal poema, así como numerosas prosas sobre muy diversos asuntos, entre hojas sueltas y cuadernillos, con reflexiones personales, estampas folclóricas, artículos de prensa, etcétera. Del segundo se incluyen nuevos borradores de poemas conocidos y algunos otros que podrían ser inéditos --están aún pendientes de estudio--; también piezas en prosa, entre las que destaca un sorprendente cuaderno de trabajo de más de un centenar de páginas.
Como cierre, Trapiello aporta esta reflexión sobre el encuentro postrero de los hermanos en suelo francés: “No es tan solo la muerte de Antonio en Collioure, como se ha supuesto y repetido hasta la saciedad, sobre todo en estos últimos años, el símbolo de la mejor España, la más decente, pura y libre, con ser Antonio uno de los más puros, libres y decentes españoles que hayan nacido en ella, sino que también lo es ese largo viaje de Manuel, en absoluto desamparo, a reunirse con Antonio. El encuentro con el hermano muerto, con la madre muerta, con el hermano superviviente acaso...”
Y, al respecto, concluye el autor de Las armas y las letras: “Deberían interesarnos los pensamientos de Manuel junto a las tumbas, sus sentimientos y su dolor, y los pensamientos más hondos y vivos de un Antonio ya muerto en aquel lugar. Ahí es donde deberíamos ver el arranque de la reconciliación nacional, si es que alguna vez estuvieron enfrentados sus corazones mientras duró la guerra. No en una victoria de las armas, o de las ideas, sino en la muerte. La reconciliación se produce cuando las dos partes han perdido ya todo lo que tenían que perder, y en Collioure los dos hermanos perdieron la vida. Antonio, la suya; Manuel, la de su hermano tanto como la suya propia. Ambos, ante la muerte, habían perdido la retórica”.