Su trabajo está en la órbita de lo que vendría a ser un poeta para Borges, según concretó el argentino en El Aleph: “Comprendí que el trabajo del poeta no estaba en la poesía; estaba en la invención de razones para que la poesía fuera admirable”. Algo así asumió José Luis Castillejo, quien no fue un artista estrictamente, sino un señor serio que inventaba razones para que el arte fuera algo más de lo que se entiende por arte. Estableció una república utópica de acciones. Letras autómatas. Libros imposibles. Todo era en él un boceto de algo aún por venir y, a la vez, un gesto definitivo. “He sido más honesto con mis lectores que con mi psicoanalista”, confesaría alguna vez. 

Lo excéntrico encontró cobijo en él por el cerebro antes que por la sastrería o el gesto. Fue un creador de mundo aparte por obra y gracia de sí mismo en el tiempo libre que le dejaba su labor de diplomático. Al echar la llave de su despacho en la embajada, arrimaba la poesía hasta su límite exacto con la pintura. Y de ahí concibió la escritura como un arte autónomo capaz de trascender la realidad con recursos propios: la letra, el texto, el libro… De su expedición quedan ideas, proyectos que están y desaparecen, documentos que testimonian un interés que nadie había visto, travesuras con intención que a veces no superan el espacio que requiere sobre el folio una frase.

Acaso todo se explique por el descalabro de nacer encajado en una dinastía de huellas aristocráticas y convicciones republicanas que le impuso pronto la necesidad de viajar, un ejercicio que siempre es mitad huir y mitad perseguir. A causa de la Guerra Civil, la familia abandonó España el 13 de febrero de 1937 por el puerto de Alicante hacia Marsella y, de allí, a París, donde pronto llegaron al convencimiento de que sería bueno poner un océano de por medio entre ellos y la Alemania de Hitler. El destino elegido fue Buenos Aires, donde tomaron aposento por unos años en un piso de la calle Corrientes, justo al lado de una exiliada ilustre, Clara Campoamor. 

Algunas de las páginas de ‘El libro de la notación’, en el Centro Andaluz de Arte Contemporáneo (CAAC).

‘El libro de la T’, una obra en lápiz, cera y rotulador sobre papel firmada por Castillejo en 2012.

Sin embargo, cuando Perón llegó en 1945 al poder en Argentina, el padre decidió retornar a España tras una reflexión de gran tonelaje: “Más vale dictador propio que ajeno”. Sea como fuera, la infancia y la primera juventud de Castillejo debieron ser la forja de una facultad mística para que él pareciera siempre una criatura distinta. Sacó el título de Derecho y se enroló en la Escuela Diplomática, etapa en la que sintonizó con esos grupos antifranquistas conformados por monárquicos, comunistas, socialistas y exfalangistas como Dionisio Ridruejo, Ramón Tamames o Fernando Morán, a los que suministraba por valija oficial diverso material de imprenta para los panfletos. 

Ya desde su primer destino diplomático, en Washington, Castillejo se interesó por el mundo del arte. Se convirtió en un inquieto coleccionista –reunió obras de Millares, Cuixart y Tàpies, entre otros- y trabó amistad con los influyentes críticos Clement Greenberg y Marcelin Pleynet, quienes le llenaron la cabeza con las ideas más avanzadas de su tiempo. Con esa mecha, él iba a empezar a concebir la escritura como un fértil territorio. Desde ese momento, sus exploraciones pondrían el énfasis en su materialidad, en la entidad de la letra y la palabra como signo, en la presencia de lo escrito y en la dimensión performativa de escribir y de leer.                

Todo ocurrió en el regreso a esa España de los sesenta que era una tundra absurda por la que intentaban sobrevivir los informalistas del Grupo El Paso, los surrealistas de nuevo cuño de Dau al Set, la tradición siderúrgica de la escultura vasca, con Oteiza y Chillida en primera fila. El pop sulfuroso de Equipo Crónica. Miró, a timón libre. El cine de Bardem, Berlanga, Saura y los delirios de Arrieta. El teatro de Buero Vallejo. La poesía de Aleixandre, de Hierro, de Cirlot, de la generación del 50; el postismo de Carlos Edmundo de Ory… Y en medio, la necesaria extravagancia del diplomático José Luis Castillejo, tan propenso al enigma, tan proclive a lo distinto, tan discreto siempre. 

‘El libro de la T’, una obra en lápiz, cera y rotulador sobre papel firmada por Castillejo en 2012.

Algunas de las páginas de ‘El libro de la notación’, en el Centro Andaluz de Arte Contemporáneo (CAAC). 

En esa onda estaban los chicos de Zaj, con los que formó banda a partir de 1966. Aquel grupo artístico sin molde formado por Walter Marchetti, Ramón Barce y Juan Hidalgo dio amparo al primer libro de José Luis Castillejo, La caída del avión en el terreno baldío (1967), una suerte de falsa autobiografía compuesta por textos fragmentarios, palabras aisladas y signos ortográficos escritos en colores en hojas sueltas metidas en una caja. De forma esporádica, el diplomático participó en las performances musicales del colectivo e, incluso, pagó la gira de Zaj por Reino Unido y Alemania. Sin embargo, la unión duró poco. Castillejo se despidió por carta, apenas una línea: “Vete a la mierda”. 

Desde ese momento, tal como alumbran los comisarios Henar Rivière y Manuel Olveira en la retrospectiva TLALAATALA: José Luis Castillejo y la escritura moderna, que acaba de aterrizar en Sevilla, en el Centro Andaluz de Arte Contemporáneo (CAAC), el artista se ocupó de fundar “una nueva escritura”, abstracta y pura, que siguiera a la pintura en la conquista de su autonomía, al liberarse de la obligación de imitar la realidad. The book of i’s (1969) fue su primer intento, al que siguió el “antialfabeto” que ensayó en varios cuadernos y libros. Sólo dos de ellos, The Book of Eighteen Letters (1972) y El libro de la letra (1973), donde no hay nada impreso, salvo las enes mayúsculas, vieron la luz. 

Extrañamente, Castillejo dejó su delirio en 1978 por casi veinte años. Sólo lo retomó en 1996 a la vuelta de la exposición que el Reina Sofía dedicó a Zaj en 1996. Como si intuyera que debía recuperar el tiempo perdido, se entregó a la investigación de la escritura, a veces con una intención decorativa (El libro de la J), otras adentrándose en la personalidad de los grafemas (La caligrafía del mal, sobre la letra eme). A modo de autoparodia, en una de las últimas obras que realizó antes de fallecer en Houston en 2014 reprodujo hasta setenta veces una foto suya con el catálogo de la retrospectiva del grupo en Madrid. Así se presentaba ante el mayor reconocimiento público a su obra. Un borrón, apenas.