El triunfo, incluyendo esa forma de inmortalidad (efímera) que llamamos posteridad, depende de estar en el sitio justo, en el momento adecuado, y con las compañías pertinentes. Si además se tiene talento, las posibilidades de perdurar en la memoria de los demás se multiplican. Quizás esta norma, que admite pocas excepciones, explique los motivos por los que buena parte de los españoles no saben aún quién fue, cincuenta años después de su muerte –un lejano día de 1968 en el florido exilio de México, donde le han dedicado algunas estatuas–, León Felipe, sobre cuyos libros ha organizado una exposición la Biblioteca Nacional y cuya figura es motivo de otra muestra monográfica --abierta hasta finales de este mes-- en el Museo Etnográfico de Castilla y León.
Como Bukowski o los primeros beatniks, el poeta de Zamora practicó a su manera la actitud punk antes del punk. Entiéndase: tenía esa voluntad de navegar a contracorriente, de incumplir las normas, de hacer su camino solo, sin el cómodo cobijo de las generaciones sancionadas por las academias ni la protección (interesada) de unos y otros. León Felipe fue la mejor creación de León Felipe, que era –digámoslo así– un nombre artístico, porque el cierto --Felipe Camino Galicia de la Rosa-- no le hubiera servido ni para figurar en una antología de buñueleros modernistas, esa rama excelsa de poetas menores, olvidados como una nota al pie de página, que diría Borges, ese sabio que nunca se separó demasiado de su amada madre.
La asociación entre los poetas contraculturales norteamericanos y Felipe (León) es, por supuesto, anacrónica, arbitraria y, precisamente por eso, fecunda. En ningún sitio está escrito que los antecedentes no puedan parecerse a los herederos (involuntarios). El tiempo ordena la vida de los hombres como quiere, aunque después seamos los mortales los que escribamos la historia cultural hacia atrás, presentándola como una línea recta y diáfana en dirección a un porvenir que no llega nunca.
León Felipe era un tipo volcánico. Inquieto y extraordinario. Ateo y místico, retórico y existencial. Un hombre sabio con un largo abrigo, gafas de intelectual beatnik, miliciano decidido del verso con una boina recurrente en la cabeza, al estilo del San Francisco contracultural, que le daba un aire entre aldeano y cosmopolita. Un hombre de carne y hueso. Y un personaje literario, como demuestran los versos, cortados como prosa, que escribió sobre él Francisco Vighi en un poema publicado por la revista Grecia en 1920: “León Felipe, ¡duelo!/no tiene/ni/patria/ni/“silla/ni abuelo”. Era una definición exacta.
Cartel de la exposición del Museo Etnográfico de Castilla y León dedicada a León Felipe.
De León Felipe asombra tanto su poesía –profética y sincera– como su vida, que no es una, sino una suma de existencias paralelas. Hijo de notario, farmacéutico de formación y cómico de vocación –compaginó estos dos últimos oficios en los febriles años de su juventud– vivió primero de los vicios de la heredad, se arruinó varias veces –en 1918 era un mendigo que vagaba por los ambientes bajos Madrid, donde no tenía a nadie que lo amparase–, pasó por la mítica cárcel del Dueso por una hipotética estafa inmobiliaria –preso vulgar entre reclusos ideológicos– y exiliado vitalista antes de serlo político y quedarse definitivamente sin patria.
Estuvo en todos los sitios –México, Panamá, Estados Unidos– antes que nadie, salvo en aquellos donde se fabrica el canon literario.Todo en su trayectoria vital resulta excesivo: desde sus horas solitarias de boticario-poeta a su etapa como bohemio pertinaz en una España deslumbrante y terrible. El Madrid de principios del siglo XX, la decisión de embarcarse para hacer las Américas –billete de tercera y quinientas pesetas en el bolsillo–, la tenencia de libros en Veracruz, las repentinas clases como profesor de español en Cornell, el retorno a la España humeante anterior a la Guerra Civil, la fundación de la revista Cuadernos Americanos, todos los hechos registrados por sus biógrafos muestran a un poeta de una pieza, trotamundos libérrimo, excesivo, infantil, prosaico y ampuloso. Toda su trayectoria fue desordenada y auténtica, que es el destino de los que viven (y escriben) en completa libertad.
León Felipe Escultura Casa del Lago de Chapultepec / JULIÁN MARTÍNEZ SOROS
Su condición de poeta maldito se ha justificado por su interminable exilio. Sin ser incierto cabe decir que no es una conclusión exacta. León Felipe, republicano confeso, sobre cuya obra escribió en su día un estupendo estudio Juan Frau, profesor de la Universidad de Sevilla, no fue bien valorado ni por los suyos –que no lo eran tanto– ni por los otros, a los que inquietaba su constante ejercicio de franqueza y su obstinada claridad. No pertenecía ni a los escritores del 98 ni tampoco a la estirpe posterior de los novencentistas.
Fue un autor tardío, desclasado, un desubicado perpetuo, un rebelde con versos extraordinarios: “Empieza por contar las piedras/luego contarás las estrellas”. Como todos los profetas solemnes, era un gigante que escondía en su interior a un niño poderoso e ingenuo que decía lo suyo sin preocuparse en exceso por los bordados, ancho y distendido, a la manera de Walt Whitman, que es quizás el referente más exacto para penetrar en su obra titánica. Su labor como adaptador de los poetas de la tradición inglesa –sobre todo Shakespeare, Whitman y T.S.Eliot– se ha perdido o es casi desconocida.
Queda, por fortuna, su extraordinaria poesía prosaica, concretísima, hecha por un hombre sin filiación ni escuela, como escribió Max Aub. Un poeta que cantó a las piedras del camino, a los guijarros humildes, a los cantos rodantes que en días de tormenta se hunden en la tierra y luego centellean bajo las ruedas, piedras menores y aventureras. Un tipo que sabía que al hombre lo acunan con cuentos. Que todo en esta vida es una mentira. Un poeta universal y apátrida. Un auténtico like a rolling stone.