En el mes de noviembre de 1969, moría en Madrid Ignacio Aldecoa. Tenía 44 años, fue una muerte temprana, demasiado temprana. Su compañero de pensión, nada más conocer la noticia, dejó escrito en su diario: “Parecía siempre dispuesto a poner pies en polvorosa, a irse solo a su rumbo. Iba y venía y nunca se quedaba atascado en nada, instantáneo, tan abierto y tan secreto a la vez”. El autor de estas notas, el compañero de “escarceos andariegos” del escritor vasco, era Carlos Edmundo de Ory, que, trazando aquel breve perfil sobre su amigo recién fallecido, dibujaba su propio retrato. Porque De Ory fue alguien que siempre fue solo a su rumbo, alguien que tuvo sus pies en polvorosa y, sobre todo, alguien tan secreto como su propia obra.
A través de la literatura, comenta José Manuel García Gil, autor de la biografía de De Ory, Prender con keroseno el pasado [Fundación Lara], el poeta y narrador gaditano “se convertía en otra persona” y, al mismo tiempo, transformaba la literatura, rompiendo los esquemas y haciendo de sus textos algo difícilmente clasificable. “En algunos [cuentos] a Carlos, el inclasificable, se le van las cabras del pensamiento considerativo, y filosofa largamente, hasta el delirio. Otros son como una descomunal carcajada. Los más lloran”, escribía el 6 de julio 1954 Fernando Quiñones acerca de Kikiriquí, el libro de relatos que De Ory publica ese mismo año, poco antes de viajar a París, donde se instalará durante un tiempo, antes de largarse a Lima.
Quiñones utiliza el término “inclasificable” para describir a Carlos Edmundo, un término que parece acompañarle a lo largo de toda su trayectoria, sobre todo, cuando, en el Madrid de los años cuarenta, junto a Eduardo Chicharro inauguran el postismo, un movimiento estético-literario, que no solo resultará inclasificable dentro del campo literario y académico de entonces, sino que será desdeñado por la élite cultural del momento. “Porque el caso es que un pintor y un poeta, Carlos Edmundo de Ory, el poeta, y Eduardo Chicharro hijo, el pintor, se han confabulado nada más y nada menos que para armar un estupendo bollo estético-lírico. He aquí que ambos señores quieren hacer una revolución estética”, escribe, escondido tras el pseudónimo de El silencioso, Julio Trenas.
No sin sarcástica ironía, afirmará: “Carlos Edmundo y Eduardo han escrito incluso un manifiesto literario que piensan dar a la publicidad. En realidad, no saben muy claramente lo que quieren”. Y si bien Trenas les aconsejaba que enderezaran “sus facultades creadoras por otro lado”, Chicharro y Carlos Edmundo sabían muy bien lo que hacían y sabían muy bien aquello que no querían hacer. Como comenta García Gil, "en aquella España, donde casi todo era pecado, no gustaban los términos expresionismo, futurismo, cubismo, dadaísmo o surrealismo".
Carlos Edmundo de Ory / JUAN EDUARDO ZÚÑIGA
"Para la cultura franquista, el postismo significaría un peligro social debido, sobre todo, a su cercanía con el surrealismo” y, conscientes de ello, tanto Chicharro como De Ory convirtieron a Picabia, a Breton, a Tzara o a Max Ernst en ineludibles compañeros de viaje. Era junto a ellos que el pintor y el poeta encontraban su lugar, aquel que sin embargo no conseguían hallar entre “los adoradores de Ramón y de Machado” o entre los velatorios del Café Gijón, allí se sentían extranjeros y, en gran medida, lo eran.
Rechazaban el “soniquete de Juan Ramón Jiménez, los oropeles de Rubén Darío, los monigotes de García Lorca y las cochinerías de Pablo Neruda” y su mirada se dirigía hacia la transgresión y hacia la ruptura, que no solo sería sancionada por la crítica y los literatos ya consagrados de la época –“Me parece sencillamente una palabrabreja disparatada, pero chusca y graciosa”, dirá Manuel Machado al ser preguntado sobre el postismo– sino también por el Ministerio de la Censura. En efecto, tras la publicación del primer número, se impuso el cierre a la revista Postimos, que Chicharro y De Ory dan a conocer “a base de extravagancias y provocaciones”, reventando las tertulias literarias donde se reunían el cenáculo oficialista de las letras, cuyos miembros participaban en su gran mayoría en la revista Garcilaso. “Muy a menudo Ory se manifestaba díscolo, desobediente y rebelde.
Fue un signo de identidad del postismo, pero también del introrrealismo y, ya en Amiens, del Atelier de Poésie Ouverte que fundará en la biblioteca de la ciudad francesa”, comenta a este medio José Manuel García Gil, subrayando que, “tras una serie de supuestos escándalos que no eran sino el producto de su visión lúdica y siempre rupturista de la literatura”, casi siempre “llegaban las prohibiciones”. A pesar de ello, De Ory nunca dejó de ser rupturista, su desobediencia “fue una marca personal de una vida llevada siempre a contrapelo”, aunque esto lo situara siempre en un no lugar dentro del campo literario español, que tardó muy poco en despreocuparse del poeta y mucho más en reconocer su obra.
En cierta manera, dejando de lado las cuestiones ideológicas, el caso de De Ory puede compararse con el de Eduardo Cirlot, a quien la reciente biografía de Antonio Rivero Taravillo restituye el lugar literario del que nunca tuvo que ser sustraído. Cirlot fue, además, junto a Wenceslao Fernández Flores, uno de los primeros valedores del postismo y, tras el cierre de la revista, colaborará con De Ory y Chicharro en su nueva publicación, La Cerbatana, con la cual el pintor y el poeta querían “demostrar una vez más que en la posguerra española las tendencias estéticas estuvieron mucho más mezcladas de lo que la narración lineal y el didactismo maniqueo y clasificatorio de los manuales suelen admitir: lo arraigado frente a lo desarraigado, el compromiso contra la evasión y los estetas versus los sociales”.
Carlos Edmundo de Ory,con Caballero Bonald, en un congreso en Segovia
De Ory representa en sí mismo no sólo la confluencia de distintas tendencias estéticas, sino también la búsqueda de nuevas vías expresivas y estéticas, reivindicando la libertad creadora y la irreverencia. De ahí que su biógrafo no dude en definirlo como un autor no fácil de encajar “en los grupos habituales, ni cronológica ni estéticamente. Por edad pertenece a la Generación del medio siglo, pero nada tiene que ver con ellos. Esa condición de inclasificable, de no ser escritor de capillas, paga además el vicio profesoral de los encasillamientos”.
Su afrancesamiento se entremezclaba con su interés por el romanticismo, en concreto, por Novalis y Leopardi, con su interés por las vanguardias, por Whitman y por Vallejo, por los beatnik y por los poetas españoles de sus años juveniles, muchos de ellos hispanoamericanos como Julio Herrera y Reissig, José Asunción Silva, Alfonsina Storni o Juana de Ibarbourou. A todos estos nombres, hay que sumar sus tempranas lecturas ensayísticas, todas ellas provenientes de la biblioteca de su padre, donde de joven buscó “los platos fuertes, únicos que alcanzaban, si no a saciar, a satisfacer de algún modo, provisionalmente, mi apetito o hambre voraz de alimentos picantes y de licores espiritosos a altas dosis. De ahí viene toda mi cocina de brujas; toda mi cultura abisal de saberes prohibidos”.
Y con todos estos saberes, con una novela bajo el brazo sin publicar –Mephiboseph en Onou– y con urgente necesidad de dinero, De Ory viajará a París, ciudad que seguía siendo el destino obligado de creadores, literatos y estudiosos, pero que será una gran decepción para el poeta gaditano, que en 1953 escribirá a su amigo Darío Suro: “París no me hace nada aparentemente; suelo estar completamente solo y camino mucho. Ni que decir tiene, que siempre me encuentro excitado”. Viajar a la capital francesa fue una forma una huida de Madrid y de todo aquello que ha dejado atrás, el De Ory más joven, del joven lector y del primer poeta que había sido. Sin embargo, desde París, mira hacia atrás, desprendiéndose del pasado con melancolía, de un pasado que se identifica con la ciudad de Madrid: “Te amo Madrid, a pesar de los pesares, madre mía que no me tuviste en vientre de ballena. Vine de las olas hasta tu asfalto, hasta tus cielos preciosos sobre el Retiro (…) Perdóname, perdóname que te abandone”, escribe en su texto “Destierro”, en La memoria amorosa.
De repente, la capital española, donde no había encontrado su lugar, se convierte en un hogar perdido, ese hogar que no es París, donde De Ory se siente extraño: “No se relaciona más que con su futura mujer y con su familia (…) Son pocas las amistades que hace y asombra el hecho que, estando aún vivos Picasso y Calder, Camus y Sartre, Giacometti y Breton, Ory no tuviese contacto con ninguno de ellos”. A esto se suma la desilusión por la no publicación de Mephiboseph en Onou, que, a pesar de la voluntad de Aunós, será censurada de manera violenta. Tiempo después, De Ory atribuirá la responsabilidad de la censura a Camilo José Cela, si bien el Premio Nobel solamente trabajó de 1943 a 1944 en Censura de Revistas a las órdenes de Juan Aparicio.
Ory, en Madrid, en 1980.
La falta de dinero –había perdido la beca que le habían otorgado para estudiar en la capital francesa–, le hizo abandonar París y marchar a Perú. Su llegada a Lima se convirtió en noticia en el periódico El Comercio: “Ha llegado el poeta y escritor español Carlos Edmundo de Ory”. Se le presenta como el autor de Kikirikí, el libro de relatos que había conseguido publicar en Madrid. Diez años después, en 1958, la situación política en Perú y la crisis económica motivaron su regreso a París, donde, se reencontrará con su amigo Juan Eduardo Zúñiga, a quien había dejado su correspondencia privada, fotografías enigmáticas, su pieza de música y el manuscrito de El Libro de Cartago. De Ory vuelve a marchar, su vida parece un eterno exilio, pero no solo a nivel geográfico.
“Su formación sentimental –y en consecuencia la formación de su literatura– está marcada por esta errancia: a París derivó por fatum o carambola. Pudo haber ido a Buenos Aires o no salir nunca de España”, comenta García Gil, para quien “será su falta de lugar en el mundo, literario y no literario, la marca del que no tiene patria o del que ha sido expulsado de la patria, o más exacto, del terruño, lo que caracterice buena parte de su obra”. Y esta falta de “patria literaria” será lo que hará que sus poemas, sus aerolitos y su prosa permanezcan todavía hoy excluidos de los manuales y de las historias de la literatura.
Una exclusión, que, sin embargo, trató de paliar en gran medida Félix Grande, uno de los primeros valedores de Carlos Edmundo. “De su mano, el poeta gaditano encontró respeto y cariño en Cuadernos Hispanoamericanos, lo que se traducía en colaboraciones pagadas, más o menos regulares. Félix también le había buscado conferencias aquí y allá con las que poder viajar a España y ganarse algún dinero”. Para De Ory, las cosas comenzaron a cambiar en los años 70, tanto aquí como en Francia y, en concreto, en Amiens, donde se instalará y donde fundará el Atelier de Poésie Ouverte.
Ory, en Amiens, diciembre de 1967.
En España, gracias a Grande, que en esos momentos dirigía una colección para Edhasa, De Ory publicará Poesía (1945-1969) y la edición de esta antología será particularmente significativa, pues no solo significó el retorno del poeta al mundo literario castellano tras la publicación de su primer libro de relatos, sino que fue el primer gesto hacia una canonización todavía pendiente. En este sentido, Félix Grande “supuso el primero y más importante impulso en la resituación de su literatura”. Sin embargo, no fue el único: poetas como Rafael de Cózar, Jesús Fernández Palacios y José Ramón Ripoll, pertenecientes al grupo literario Marejada, lo consideraron un maestro que merecía admiración y cuya obra debía ser estudiada académicamente, a pesar de las reticencias hacia el poeta que todavía subsistían en más de un departamento de filología hispánica. Clave fue la publicación en 1978 por parte de Cózar de Metanoia dentro de la colección de Letras Hispánicas de Cátedra: de Cózar partía de la edición de Félix Grande de Poesía e incluía en el volumen “algunos de sus poemas-collages, en los que compone un submundo onírico y sensual formidable, en la línea de Hannah Höch”.
Otro de sus grandes valedores será Pere Gimferrer desde Barcelona, una ciudad que De Ory admira por “ese arranque cultural-intelectual –y en consecuencia editorial– de mayor monta” de los años setenta. En Barcelona conocerá al escritor y pintos Antonio Beneyto, de la mano del cual el poeta gaditano comenzará a pensar en la posibilidad de publicar sus diarios, claves para García Gil a la hora de elaborar su biografía. Tras varios rechazos –Antonio Vilanova no quiere publicarlos en Lumen y Gimferrer no puede ni concretar una fecha ni comprometerse a su inmediata publicación en Seix Barral– los diarios serán publicados en la colección Ocnos de Barral Editores.
Sin embargo, comenta García Gil, serán publicados “expurgados. La parte que aún queda por darse a conocer –y a la que yo he tenido un acceso limitado– es la que el propio autor decidió que no se publicara”. Para el biógrafo, son “una obra insustituible a la hora de entender su vida y su literatura. Durante más de medio siglo, desde 1944 al año 2000, Ory registró su vida en decenas de cuadernos con tapas de hule negro. Son escenas de esa misma vida, ideas filosóficas, razonamientos estéticos, indagaciones metafísicas, fragmentos de su obra, cartas, sueños, crónicas de viajes, restos perdidos que se disuelven en la maraña de los días. Hay reflexiones obsesivas, cultísimas, narcisistas; ideas que apunta para usarlas como hilos conductores de cuentos, frases que serán luego versos o aerolitos”.
Ory junto a Roberto Bolaño en Blanes.
En 1977, De Ory conoce a quien, seguramente, será su último y más importante valedor, Roberto Bolaño, con quien mantiene una extensa correspondencia y estrechas afinidades electivas. “En el intercambio de cartas que derrochan inteligencia, humor e ingenio, ambos se reconocerán desde el primer momento”, comenta García Gil, “habían leído casi todo, eran apátridas y desterrados, compartían su independencia, un sentido del humor agudo y culto, una querencia por la literatura francesa; habían fundado movimientos literarios a contracorriente (..) Eran literatura, vivían en la literatura, por su sangre corría la literatura”. Aquella exclusión, que tenía algo de autoexclusión, aquel exilio que le había perseguido durante años parecía desvanecerse; los setenta y los ochenta fueron los años del redescubrimiento de Carlos Edmundo de Ory, que no sólo comenzó a ver como sus libros de poemas se editaban, sino que se rodeó de poetas más jóvenes que veían en él una referencia ineludible.
Gente como Pere Gimferrer, Guillermo Carnero, Caballero Bonald, Leopoldo Azancot y, evidentemente, Roberto Bolaño reivindicaron a De Ory, que, si bien no era demasiado amigo de los homenajes, en 2003 fue nombrado Hijo Predilecto de la Provincia por la Diputación de Cádiz y en 2006 Hijo Predilecto de Andalucía, por “su trayectoria poética, iniciada con la fundación del postismo, y continuada con la activa participación de otros movimientos de vanguardia”.
Su trayectoria, como le gustaba definirla al propio De Ory, fue como “el itinerario del solista proscrito”, de un solista que debe constantemente luchar contra el silencio que le imponen. Carlos Edmundo de Ory vio cómo llegaban los reconocimientos y los homenajes, sin embargo, todavía quedaba y queda trayecto por hacer, porque la poesía y la literatura no vive solo de homenajes. Como reivindica José Manuel García Gil, es necesario leer en serio y leer bien a Carlos Edmundo de Ory, reivindicar desde la crítica su obra, reinscribiéndola dentro de una tradición literaria que no puede delimitarse a los parámetros nacionales. Carlos Edmundo de Ory se sitúa a las afueras de toda tradición y es hacia ese afuera hacia el cual ahora toca dirigir nuestra atención.