Apenas acababan las vanguardias de levantar su vuelo sin esquinas y Gala ya había conseguido instaurarse como la llama de combustión del surrealismo tras devorar al poeta Paul Éluard y hechizar luego al pintor Salvador Dalí, aquel joven catalán con chispas de genio aflautado. “La amo más que a mi padre, más que a mi madre, más que a Picasso y más incluso que al dinero”, llegaría a decir, entregado, el artista de Figueras sobre aquella mujer que reinó con las tetas al aire en Torremolinos, la aldea de pescadores de Málaga donde desplegaría modales de animal hipnótico durante un par de meses en la primavera de 1930.

“Vestía Gala, por todo vestido, una ligera faldilla roja. Los senos, muy morenos y puntiagudos, lucíalos al sol con perfecta naturalidad. A su lado, Dalí, muy delgado y morenísimo por el sol malagueño, parecía un salvaje con su taparrabos color chocolate. Alrededor de su cuello llevaba su famoso collar de grandes cuentas verdes”, recordaría el poeta José Luis Cano sobre los días en los que la pareja atendió, tras varios intentos, el ruego de sumarse desde Málaga a un grupo surrealista español. En aquella aventura iban a estar Buñuel y Cernuda, entre otros, y vendría impulsada con manifiesto y revista, para la que se llegó a barajar el título de El agua en la boca.

“Gala, con estructura de chico, tostada por el sol, se paseaba por el pueblo con los pechos desnudos”, se lee sobre la visita en la autobiografía La vida secreta de Salvador Dalí, donde se detalla que ambos se hospedaban en El Castillo del Inglés, llamado así en honor de su propietario, el militar británico George Langworthy, y que viene a ser la zona cero del boom turístico de la costa de Málaga. A medio camino entre los recuerdos y la fantasía, el pintor describe el recinto como “una casita de pescadores que dominaba un campo de claveles al borde de un acantilado”, justo donde se echaba Gala desnuda al agua con un cigarro en la mano para superar su dolencia pulmonar.

Retirada literaria

Gala y Dalí son hospedados allí por el poeta José María Hinojosa, quien tuvo al surrealismo como motor de explosión de su escritura antes de ajustarse el traje familiar, de molde conservador y surco agrícola. La visita pilló al malagueño ya en retirada de sus ocupaciones literarias, justo a la vuelta de unos ejercicios espirituales con los jesuitas. Pero le unían demasiadas cosas al pintor para desatenderlo. Así, Hinojosa pudo ver la primera exposición individual del pintor en las Galería Dalmau en 1925 en Barcelona --allí adquirió también un ejemplar de Les cent millors poesies de la llengua catalana--. Dalí, por su parte, había ilustrado su primer libro, Poemas del campo (1925).

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Esa retirada de las letras de Hinojosa tuvo como detonante su amor por Ana Freüller Valls, mujer de fuerte personalidad y gran belleza a la que no le gustaba la poesía, y menos la surrealista. A ello se unió el rechazo --y también la burla-- de los amigos y de la crítica, que sólo veían en él a un señoritingo jugando a ser escritor. Pero, sobre todo, el progresivo desengaño personal con el extremismo ideológico que iba adoptando el movimiento, deriva que no iba a aceptar por cuna y por ver con sus propios ojos en qué consistía la revolución soviética tras la visita a la URSS en 1928 en compañía de José Bergamín y Rosario Arniches, recién casados en viaje de luna de miel.

'La flor de Californía'

Precisamente, José María Hinojosa daría a la calle ese año los textos de La flor de Californía, que todavía conservan noventa años después un timbre de novedad, como si éste hubiera sido atrapado en los viajes por tierras andaluzas a bordo de su Chrysler descapotable tras las hazañas de un Gitanillo de Triana todavía novillero o a la vuelta de una de sus variadas estancias en París, de donde tomaría el impulso para auparse al mirador del progreso. El libro venía a ser el nuevo barracón del arte nuevo, un destino empapado de vanguardia, porque ésta colgaba en aquellos años del aire años como un farolillo de lo necesario.

Pero La flor de Californía, armada en la imprenta Sur de Manuel Altolaguirre y Emilio Prados, no es sólo la obra de alguien que llegó primero. Tiene destellos de autor notable. Así, el libro está estructurado en dos partes: una, formada por textos de hilado narrativo; otra, con ensoñaciones oníricas, que son ya verdaderos poemas surrealistas en prosa. De su lectura cabe deducir que la vanguardia sobre la que cabalga Hinojosa obedece más a una decisión programática que a la necesidad de descerrajar la tapa de la conciencia por donde escapan los sofocos románticos de Cernuda, la angustia existencial de Alberti, las visiones del universo primordial de Aleixandre y la apoteosis del sujeto triturado por la megalópolis de Lorca.

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José María Hinojosa, durante un mitin en Málaga

Tradicionalista

Además, tal como destaca Alfonso Sánchez Rodríguez en la edición del volumen que preparó para la Fundación José Manuel Lara (2005), una de las claves del vuelo vanguardista del malagueño está en “la pintura gemela”, concretamente en la de los surrealistas catalanes: Gabriel Miró, Ángel Planells y, por supuesto, Salvador Dalí. En este punto también incide Julio Neira en José María Hinojosa, entre dos luces: “Iniciado a principio de los veinte, su importante contacto con el pintor de Figueras deja una importante huella en la temática y en los recursos (mutilaciones, superposiciones semánticas, imágenes desdobladas, etc.) a los que suele acudir en su escritura”.

Pero Hinojosa estaba ya en claro repliegue. En 1930 retira de imprenta un libro casi acabado (Fuego granado, granadas de fuego), mientras que su último trabajo, La sangre en libertad, de 1931, coincide con su entrada en política, ya que, a partir de la proclamación de la República, centra todas sus energías en combatir a las fuerzas y a los partidos de izquierda. A partir de ahí, ejerce la abogacía, atiende los negocios agrícolas familiares y emprende carrera política desde posiciones tradicionalistas. Al estallar la Guerra Civil, es detenido junto a su padre y uno de sus hermanos. Los tres mueren fusilados el 22 de agosto de 1936 a manos de milicianos anarquistas. Preguntado por él décadas después, Dalí dirá que no sabe quién es José María Hinojosa. Que no lo recuerda, que nunca lo conoció.