Hace algunos días me dediqué a repasar las figuras de la poesía mística en clase. Glosé entusiasta la importancia de la escritura ensayística de Teresa de Cepeda --alias Santa Teresa de Jesús-- y pormenoricé sus aventuras y desventuras fundando conventos sin más estructura que cinco limosnas y una fe de amianto; puse en evidencia que su figura central y protofeminista se merecía más espacio en los libros de texto y en nuestras vidas; Teresa es nuestro Montaigne. Pasé después a la desaforada vida de Juan de Yepes, --aka San Juan de la Cruz--, carmelita airado, perseguido por la Inquisición, fuerza pura, poeta máximo y radical, místico y carnal. Ahondé en la idea de que tal vez deberíamos quitarles el halo hagiográfico, desposeerlos de la santidad, para entenderlos mejor, para considerarlos lo que son en realidad: nuestros absolutos contemporáneos.
Durante la explicación, mi sentido arácnido ya detectaba que la cosa no estaba marchando como yo hubiera deseado, pero cuando decidí rematar la lección proyectando a Enrique Morente cantando su versión del poema Noche oscura del alma de San Juan de la Cruz junto al coro de las Voces Búlgaras acabé por explotar.
Estremecimiento íntimo ante el arte
Se pueden perdonar muchas cosas en esta vida cuando tienes quince años --les dije-- pero una de las que no deberíais aceptar es la de estar cerrados al asombro cultural; al reto intelectual; al hambre retador de otredad. Sin eso, no hay aprendizaje que valga la pena.
No hay arte fuerte que no nos zarandee la primera vez. Que no nos provoque un estremecimiento íntimo: el llanto gutural de las canciones de José Alfredo en la voz de Chavela Vargas; el horror de las pinturas negras de Goya devorándose a sí mismas para regurgitar a Francis Bacon; el idioma privado de Joyce enredándose en mil años de tradición literaria y criadillas. Todos nos descolocan los cimientos con el movimiento abisal de sus placas tectónicas.
Comunión artística intergeneracional
En ese momento, un alumno levantó la mano, me comentó que tenía razón --positivo a la vista, ejem--, pero que eso mismo es lo que nos pasa a muchos adultos --le agradecí que utilizara ese adjetivo y no el que realmente estaba pensando-- con los géneros que los jóvenes nos proponen como importantes: el trap, el reggaeton. Ambos son perseguidos y vituperados con argumentos parecidos a los que antes eran denigrados el blues o el primer rock en la sociedades bienpensantes del pasado siglo. El resto de clase asentía con una media sonrisa cómplice. Demonios. Tenían razón.
¿Sería entonces imposible la comunión artística intergeneracional? ¿Debería admitir mi reticencia a abordar nuevos géneros? Pero entonces, desde una columna lateral de Youtube, apareció la cantaora Rosalía. El primer disco de Rosalía Vila (Sant Esteve Sesrovires, 1993) se llama Los Ángeles y es un compendio de cantes antiguos ejecutados con hondura y sensibilidad millenial --sí, eso es posible--. Rosalía estudia flamenco en Barcelona, hace campañas de moda como una Beyoncé nostrada, colabora con artistas de música electrónica y reivindica por igual a James Blake que a la Niña de los Peines. Veo, además, que tiene una versión de la canción de Morente sobre el poema de San Juan de la Cruz. Y la escuchamos.
" Qué bien sé yo la fuente / que mana y corre / aunque es de noche [...]".
Y allí, ante los primeros acordes de Refree y la voz de la flamenca catalana, ocurre el milagro: esto sí que nos gusta, dicen. Después de un rato compruebo que Juan de Yepes sigue siendo el mejor letrista de la música española actual. No es poco mérito para haber escrito sus letras hace más de 400 años. Los jóvenes están de acuerdo. Ahí está Rosalía para reunirnos a todos.