Alfred Eisenstaedt irrumpió con su cámara en la intimidad de Marilyn una tarde del 53. Si alguien tenía ojos para ver, ese era Eisie, el autor de El beso. Con su Leica era capaz de meter su mirada hasta en los mismísimos aposentos de la Monroe. Allí la sorprendió leyendo, tumbada en el sofá, moviendo la pluma y estrujando las meninges con lo leído, en pleno ejercicio introspectivo. Es difícil ver la secuencia fotográfica sin arquear la ceja. Podría parecer un posado, una de sus brillantes actuaciones. Los ejecutivos del celuloide ya se encargaron de hacernos ver sólo curvas, y a veces hasta se nos olvida que era actriz. Pero cabe decir que la rubia no tenía ni un pelo de tonta. Ese arquetipo de dumb blonde estaba reservado únicamente a títulos como Los caballeros las prefieren rubias o Cómo casarse con un millonario, ambas también del 53. Marilyn además incluía esa faceta, para muchos algo mojigata, de lectora empedernida, pero quizás, su gusto por la lectura no fuera tan ñoño como las que recientemente la descubren en las Sombras de Grey.
Entre las numerosas fotos de la Venus lectora, hay un par de ellas en la que se muestra con pose insinuante y paños cristalinos. No obstante, si conseguimos despegar la mirada del motivo principal, a la izquierda se aprecia una pequeña librería. En la balda inferior, a ras de suelo, se reparten buenos ladrillos de arte. Es difícil vislumbrar algún título, únicamente Goya y Botticelli, aunque el gran formato de los libros da el cantazo. Resulta paradójico que en cualquier biblioteca los bajos fondos estén siempre ocupados por obras que requieren de una reverencia, por no decir de partirse el espinazo al consultarlos. Colecciones de clásicos, arte, enciclopedias y cualquier otro tocho de gran calidad, digno de enseñar pero no de usar. En el caso de Marilyn parece todo lo contrario. Los libros están desordenados, manoseados, y encima del aparador se encuentra una foto de Frida Kahlo. Se ve que a la rubia le iba el arte. En una ocasión contó que Goya era su artista favorito. “Conozco bien a ese hombre, compartimos los mismos sueños. He tenido esos sueños desde que era niña”, decía en referencia a los Caprichos del aragonés.
La influencia de Arthur Miller
La Monroe cultivaba en su cabeza algo más que rizos. La abonaba con casi medio millar de obras que fueron subastadas por esa popular casa de empeños para holgados, Christie's, eso sin contar con los que ya se vendieron durante el duelo. Aquellos libros eran sus favoritos, los títulos que la definían, los que ocuparían las baldas a media altura, el lugar más accesible. Por allí paseaban autores que la llevaban de la mano a su infancia como Mark Twain, o a campos más profundos como Platón u Oppenheimer. Los textos de Marilyn iban desde filosofía dura hasta poesía y literatura popular, pasando por grandes obras como Adiós a las armas de Hemingway, Rojo y negro de Stendhal, Crimen y castigo de Dostoevsky o Dublineses de James Joyce. Sí, la rubia leía a Joyce, manda narices. En una famosa foto realizada por Eve Arnold para Esquire, la podemos ver fijando la vista al escaso blanco del Ulises. No era un posado, Eve la sorprendió así mientras reponía el carrete de su cámara. Cuando le preguntó sobre la obra, ella respondió que siempre la acompañaba en el coche, que le encantaba su sonido y solía leerlo en voz alta para darle sentido. O sea que se bebía a Joyce a pequeños sorbos, cosa que no hacía con Withman. Devoraba su obra poética. “El ritmo de sus largos versos libres la arrullaba y la estimulaba al mismo tiempo”, escribió su biógrafo Sam Staggs. Ese era el mismo efecto que ella provocaba en Truman Capote, su gran amigo de New York, donde llegó como refugiada del mercado de la carne de Hollywood. Truman la adoraba, escribió para ella el personaje Holly de Desayuno en Tiffany: la inteligente modelo llena de sueños que se enamora de un escritor, como le pasó con Miller. Ya cuando compartía apartamento en Hollywood con la oscarizada Shelley Winters, al diseñar ambas una lista de hombres atractivos, la de Marilyn incluía al físico alemán Einstein y al dramaturgo americano Miller. Se ve que el premio Pulitzer perseguido por la Caza de Brujas había sido fichado antes por la actriz.
En sus cinco años de matrimonio la rubia disfrutó de lo lindo entre el distinguido ambiente esnob que rodeaba a Miller, pero resulta que “el gafas” se avergonzaba del bellezón y la rubia lo pescó. Además con los problemas Miller no mostraba tanta paciencia como los soplillos de su ex DiMaggio. Así que cuando el proyecto de hogar se fue al traste, Marilyn se derrumbó y escribió: “Por mucho que acaricie tu cuerpo / nunca llegaré hasta tu alma / Aunque los que a mí me gustan / son más bien cuerpos desalmados. / En cambio yo […] / soy un alma sin cuerpo”. Vaya con “el gafas”, cómo la dejó escapar. Por cierto, en el inventario de la biblioteca de Marilyn aparece un título sugerente: La impotencia sexual del hombre, de Leonard Paul Wershub. ¿Sería por la madurez de Miller o por sus calentones de oreja?