Sucedió en 1967. El día sexto del mes de noviembre. Hace ahora cincuenta años. Medio siglo justo. Lugar: el estudio A que Columbia tiene en la ciudad de Nashville (Tennessee), la capital de la música country & western norteamericana. Bob Dylan entró allí con el único apoyo de su guitarra y su armónica, sin más acompañamiento musical que una discreta base rítmica de bajo y una batería primitiva que casi parece estar improvisando, y grabó con apenas tres músicos más (Charlie McCoy, Kenny Buttrey y Pete Drake) cuatro estrofas –las dos primeras de cuatro versos, las dos últimas de dos líneas–, con rima consonante, donde se cuenta la misteriosa historia de un bufón, un ladrón y una enigmática torre vigía en un poema enunciado al ritmo de una progresión de tres acordes básicos de guitarra, una cadencia replicada después por el guitarrista Jimmy Page en Stairway to Heaven.

All Along The Watchtower, la canción fijada esa jornada para toda la eternidad, es una indiscutible y extrañísima obra maestra. No sólo musical, sino literaria. Y un ejemplo de los verdaderos motivos por los que Dylan es un poeta (sí, es cierto, sin excesivos libros) tan gigantesco como para merecer el polémico Nobel del pasado año. La canción, compuesta probablemente en Woodstock, donde la familia Dylan se había recluido de las giras, la prensa y la atención mediática del mundo, entre panaderías calientes, frondosos bosques y casas de campo, es una de las más interpretadas del cancionero oficial del genio de Duluth. Durante años era –sin excepción– la tercera o cuarta de su repertorio en cada concierto.

Las estadísticas, que es uno de los divertimentos preferidos de la cofradía de devotos dylanitas, señalan que desde su primera interpretación en directo, fechada en enero de 1972, más de cinco años después de su grabación en estudio, hasta julio de 2015, cuando el músico norteamericano ha decidido sacarla (temporalmente) de su repertorio en vivo, ha sido interpretada un total de 2.257 veces. Mucho más que temas míticos como Like a Rolling Stone. Las versiones, propias o ajenas, de All Along The Watchtower son infinitas. Aunque la más influyente es la que Jimi Hendrix hizo en enero de 1968, meses después de la grabación de Dylan, en los Olympic Studios de Londres. Hendrix había oído la lacónica versión de su autor, una tonada con los aires de un western crepuscular, en una cinta que le pasó Michael Goldstein, conocido de Albert Grossman, entonces manager del cantante norteamericano.

La primera audición fue grupal. Todos quedaron anonadados: Dylan, con un lenguaje críptico e impresionista donde resulta evidente la influencia de la retórica bíblica, narraba un cuento donde aparecían personajes de otro tiempo. La imaginería de su etapa eléctrica, que lo había convertido en el Picasso del rock, había desaparecido. Ahora era como Rimbaud en Aden: rotundamente simple, condensado, fotografiado con indios. Hendrix grabó en Londres una primera versión de la canción que no terminó de convencerle. Después, en Nueva York, se metió en los estudios Record Plant para modificarla, pasando de la versión original de cuatro pistas a una de dieciséis. La versión final se incluyó en el álbum Electric Ladyland. El tema alcanzó el número cinco de las listas inglesas. Y se produjo el milagro: cuando Dylan decidió tocarla por primera vez en directo, en Chicago, dentro de su gira de retorno de principios de los setenta, no replicó su versión inicial, sino que adoptó –para siempre– la lectura de Hendrix, donde el fin del mundo dylanita salta de las palabras e incendia los instrumentos.

Un misterio de leyenda

¿Cuál es el misterio de esta canción? ¿A qué diablos se refiere Dylan con este relato de la torre vigía? Nadie puede decirlo con total seguridad. El propio Dylan, en una entrevista publicada en 1968 en la revista Sing Out!, una de las instituciones editoriales del folk, dice lo siguiente: “La canción se abre de modo extraño, diferente a otras. Su ciclo de acontecimientos funciona de forma más bien inversa”. No hay más pistas, como corresponde a Dylan, que sabe que es más fértil para su leyenda sembrar de misterios sus creaciones que ser explícito sobre su trabajo. Entender All Along The Watchtower es una tarea imposible porque, como decía el escritor Robert Frost, la poesía es intraducible. Hay quien ve en esta canción una metáfora del capitalismo norteamericano. Otros le han dado una lectura en clave espiritual, cristiana. Incluso tiene una interpretación hippie que descodifica su lacónico texto, casi medieval, como la evocación lírica del espíritu de rebelión de finales de los sesenta. Dylan, sin embargo, no estaba en San Francisco durante el verano del amor. Criaba a sus hijos en el bosque. Ninguna de estas exégesis son exactas. Pero todas son lícitas: la poesía no tiene que ser fiel a la realidad, sino provocar emociones con palabras. Y eso es lo que hace Dylan en este poema de estructura circular que puede leerse tanto de forma lineal como en dirección inversa. Sus versos expresan el preludio de un apocalipsis inminente a través del diálogo entre dos personajes y la posterior descripción de un paisaje donde se alza una oscura torre mirador.

Según Christopher Ricks, catedrático de Literatura Inglesa en Oxford, lo que Dylan hace en esta canción es manipular el tiempo, situando el principio del cuento justamente al final, cuya coda es conscientemente abrupta: “El viento empezó a aullar”. Lo que precede a este último verso, que realidad también puede ser el primero, es una historia enunciada por un misterioso sujeto poético que se desdobla primero en dos personajes distintos y después toma la forma de un narrador impersonal que contempla una escena imaginaria donde aparecen la atalaya, príncipes, caballeros y dos jinetes. En su lenguaje se percibe una evidente influencia del libro sagrado de Isaías, donde se narra la caída de Babilonia, pero también recuerda –y no poco– a la poesía de T.S. Eliot en La canción de amor de J. Alfred Prufrock.

Dylan construye el texto a partir de varias analogías conceptuales, dejando sin desvelar su sentido último. All Along The Watchtower es la fábula de dos personajes anómalos –un bromista profesional y un ladrón recurrente– que no respetan las normas sociales. Estos dos forajidos huyen de un lugar indeterminado –puede ser la vida rutinaria, la esclavitud, la sociedad– donde el fruto de su esfuerzo es aprovechado por otros y, con la sensación de fracaso en los huesos –“la vida es como un chiste”–, tratando de huir de este destino, llegan hasta una fortaleza custodiada por príncipes y caballeros, a cuyo servicio hay siervos y mujeres, que va a ser conquistada. Dylan corta aquí la historia, que termina sin conclusión, con un final completamente abierto. Quien busque en sus letras un significado previsible o cerrado incurrirá en la confusión entre el lenguaje ordinario y la poesía, dos espacios verbales distintos. El verdadero significado de la poesía no reside en lo que se dice, sino en aquello que se sugiere en cada lector y en cada oyente. Los vacíos de sentido de un poema son el poema.