Abriendo el acto IV de Hamlet, príncipe de Dinamarca, William Shakespeare hace que el rey diga a su esposa, viéndola azorada y barruntándose algo de gravedad, un nubarrón que avizora: Theres matter in these sighs, these profound heaves; / You must translate: tis fit we understand them. Una de las mejores traducciones del drama, la de Tomás Segovia, vierte en alejandrinos: “Algo debe de haber detrás de esos suspiros. / Esos hondos ahogos tenéis que traducirlos”. Otro gran traductor, esta vez en prosa, hace que sea: “Alguna causa habrá en esos suspiros, en tan profundas congojas; debéis explicarla. Conviene que sepamos todo ello.” Se trata de Luis Astrana Marín.

La cita sirve para recordar que en todo momento de la vida estamos interpretando, traduciendo, aunque sea a partir de un código de lenguaje no verbal formado por suspiros, hipidos, gemidos o ensombrecimientos del semblante, ademanes de preocupación, gestos que delatan zozobra. También sirve para recordar, y esto es especialmente significativo, que no hay dos traducciones iguales; o mejor, que las posibilidades son prácticamente infinitas, por más que en ocasiones haya inevitablemente coincidencias. En este caso, ni siquiera los dos ilustres traductores, Segovia y Astrana, se ponen de acuerdo a la hora de traducir la misma voz que se refiere a lo que ellos hacen precisamente, translate, lo que ya es llamativo, chocante. El segundo la glosa e interpreta, aclarando pero alejándose del lenguaje figurado propio de la poesía; el primero, por el contrario, se pega al original para llevar lo que es un término acerca de la transmisión de palabras de un idioma a otro (traducir) a la más laxa conversión de un lenguaje de indicios en uno de voces articuladas con significados concretos.

La traducción, una elección continua

Y es que toda traducción es una continua y mareante elección que exige, aunque uno quisiera tomar ambos caminos (o incluso más), optar, elegir, aunque esto signifique que en la encrucijada se renuncie a un camino que igual podría valernos. Es, de algún modo, “el jardín de los senderos que se bifurcan”, de Jorge Luis Borges; o, si nos queda el resquemor de lo que pudo haber sido, el título de un poema de Robert Frost, The Road Not Taken. Andrés Catalán lo acaba de verter en Poesía completa (editorial Linteo) como El camino no elegido. Pero también hay otras posibilidades de traducción, como el menos exacto El camino menos transitado. Catalán, aunque renuncia a la rima, opta por un verso medido. El final del primer verso del poema, in a yellow wood, da en español un muy literal "en un bosque amarillo" (aunque también hemos leído en otra parte "en un bosque otoñal"). Siendo esto un heptasílabo, el comienzo del verso parece pedir otro, para que ambos hemistiquios compongan un alejandrino. Eso hace que el traductor elija “dos caminos se abrían”, una forma elegante pero ya no tan literal de trasladar el Two roads diverged, que acaso pida un “se bifurcaban”, “se separaban” o el más largo, y por ello alejado de la senda de la concisión que es la poesía, “tomaban rumbos diferentes”. Eso, suponiendo que en la bifurcación de la palabra road tomemos por la vereda de “camino” y no por la de “carretera”, “vereda”, “sendero”, etc.

Los políticos, los estadistas, los empresarios, se dan importancia con la continua toma de decisiones que hace de su vida un torbellino. Pero si Shelley afirmó que los poetas son los secretos legisladores del mundo también podríamos sostener que los traductores son, se sepa o no, los verdaderos decision makers, los más intrépidos tomadores de decisiones, como se dijo arriba: siempre eligiendo entre palabras, tonos, ritmos. Como los mismos creadores ni más ni menos (basta asomarse a un borrador o manuscrito para comprobarlo, todo lleno de enmiendas y tachones).

Reto

Hace unos días tuve la oportunidad de moderar una mesa redonda sobre la traducción en la que intervenían Valerie Miles, Marilena de Chiara y Yolanda Morató. En poco más de una hora surgieron muchos asuntos, problemas, retos, recompensas (¡no económicas!) del traducir. Se coincidía en el deterioro de la profesión desde la crisis económica comenzada en 2008, pero también en que no parece cercano el día en que los robots puedan hacer buenas traducciones literarias, y mucho menos en el terreno de la poesía. A fin de cuentas, cuando se traduce un poema se está haciendo un trasvase doble sumamente peculiar: de una lengua a otra pero también de un idioma (el del lenguaje poético) a ese mismo idioma; es decir, de un tipo de discurso en el que intervienen el ritmo y otros elementos formales, a un resultado que preserva (o al menos trata de hacerlo) esas peculiaridades.

En este espacio iremos desgranando algunas reflexiones sobre la traducción hasta que los lectores se cansen o lo haga uno mismo, porque el tema es inagotable, y tan largo como la sombra de la alta torre de Babel, que atraviesa geografías y milenios. Nos ocuparemos, en fin, de “la menos vanidosa y la más abnegada de las tareas literarias”, según Borges. Esa por la que nos ha llegado, y lo seguirá haciendo, tanta buena literatura que hemos adoptado y que nació en otras familias, en lenguas diferentes de la nuestra.