Una buena tarde, de esas que te hacen sudar, un metomentodo del People's Voici observaba a un muchacho negro bailando en el ring.
--Es un combatiente dulce, el que habéis traído --exclamó.
--¡Oh! Ya lo creo, tan dulce como el azúcar (sugar) --contestó Graiford, el manager del chico.
Fue así como el púgil más famoso de Harlem, Walker Smith, quedó apodado con un nombre que convertiría en leyenda: Sugar Ray Robinson (1921-1989). Lo de Ray Robinson le vino por exhibir la acreditación de un amigo, para poder subir al cuadrilátero con tan sólo 14 años.
Adoro este tipo de historias. La de esta figura mundial del boxeo es una más entre tantas otras del pugilato, como la del Loco de Louisville (Ali 1942-2016), que tiró su oro olímpico a las negras aguas del río Ohio porque se le negó el desayuno en un bar de blancos. El box es tan atractivo que cualquier vida, cualquier combate se convierte en carne de crónica. Son tantos los escritores abducidos por la narrativa del ring, que es más accesible disfrutar del boxeo en las letras, que por la tele o yendo a una velada. Steimberg, Hemingway, Heinz, Wolfe, Mailer, Cortázar; "menudos cagatintas", pensaría uno de los tipos del cuento de Hemingway Cincuenta de los grandes. "Pueden que sepan escribir, pero eso es lo único que saben hacer", decía el púgil King sobre los del gremio del autor.
Cuando le preguntaron al campeón de pesos plumas Barry McGuijan (1961) por qué se había hecho boxeador, respondió: "No puedo ser poeta. No sé contar historias". Maldito insensato, no era consciente que llenaría páginas y páginas, y que cada asalto iba a ser un drama sin palabras. Un acto que se escribe en la lona con letras bermellón, ante el griterío de un público que, como lectores ensimismados, no se les permite ni parpadear para no perder prenda de la mímica pugilística. En el cuadrilátero los peleones avanzan con la barbilla clavada al pecho, lanzan un uppercut, sueltan la derecha, mantienen la distancia con la izquierda, se agachan, esquivan el golpe, se aferran al contrario como a un toro mecánico y cuando les asalta esa sensación de cansancio, en la que no pueden mantener el brazo o ni tan siquiera cerrar el puño, se esfuerzan para no dar con las narices en la lona.
Los capítulos, como asaltos de un libro
En el box los asaltos son capítulos de libros publicados por entregas: 4, 8, 10 o 12 asaltos. Lo expuesto en el ring como lo que se publica en papel, no es nada más que el producto final de un arduo y agotador periodo de preparación. W. C. Heinz recoge en El profesional todos los preliminares de la pelea: carreras de madrugada, guantes en el gym, dietas y mucho aislamiento. La reclusión que experimenta el valiente Jack en la granja de Hogan en Cincuenta de los grandes, sólo puede ser equiparable a la soledad que experimenta Patrick Leight Fermor, cuando se encierra en una abadía normanda para escribir Un tiempo para callar. La caminata hacia el estadio de Tom King en el cuento de Steimberg Por un bistec, podría ser algunos de los paseos meditabundos de Thoreau en Walden o Stevenson en Excursiones. Todos los resultados de ese periodo de creación se puede leer en el ring.
En la "dulce ciencia del aporreamiento", como así lo definió Ali, no todo son narices aplastadas a fuerza de golpes, ni ganchos que te llevan a las cuerdas, ni fisionomías marcadas como esculturas florentinas, también hay mucha aptitud. La aptitud de controlar los impulsos más nocivos, la de sobreponerse al instinto de supervivencia dejándose pegar.
Es curioso lo rápido que se piensa cuando hay tanto en juego. Los boxeadores poseen una conciencia extraordinaria, responden ante el cambio de estrategia del contrario e incluso modelan, como creadores de textos, los ánimos del público. Cuando Mailer decía que, para Ali recitar poesía se equipararía a un intelectual tratando de tirar un buen golpe, se equivocaba de pleno. Los puños del loco eran pura poesía, y en cuanto a lo de los intelectuales se ve que tuvo la suerte de no probar los directos de Arthur Cravan (1887-1918), poeta, boxeador y filósofo.