En literatura suele decirse que los grandes escritores inventan su propia tradición. Como todas las frases rotundas, es una verdad a medias que, sin ser mentira, requiere un sinfín de matices. Luis Cernuda, de cuyo nacimiento se cumplen ahora 115 años, poeta del exilio permanente, ha gozado tras su muerte de una generosísima atención. Su obra es objeto de una constante reinterpretación al calor de los logros generacionales del grupo del 27, la llamada edad de plata de la literatura peninsular.
No podemos decir que el poeta sevillano, profesor desganado en el frío mundo anglosajón, homosexual sincero, tipo difícil y retorcido, siempre presto a clasificar los agravios de los demás --la vida, al cabo, no es más que eso: la suma de los desprecios ajenos--, haya pasado inadvertido durante el tiempo en el que su existencia se ha convertido en un recuerdo. Rara vez, sin embargo, se ha prestado atención suficiente al factor que lo convirtió contra todo pronóstico --nunca volvió a pisar España desde su marcha por la Guerra Civil; tampoco gozó del reconocimiento de los medios culturales institucionales--, en el poeta más importante de su tiempo, con el permiso de los devotos de Lorca.
El mito de 'Ocnos'
José Ángel Valente es quizás quien mejor situó a Cernuda en su verdadero contexto, que al mismo tiempo que es español deja de serlo de inmediato para convertirse en otra cosa. A Cernuda se le tiene, sobre todo entre sus paisanos, a los que dedicó un mítico corte de mangas en un poema --"No me queréis, lo sé, y que os molesta / cuanto escribo"-- por un ser amargado y resentido que, sin embargo, nunca dejó de evocar con nostalgia la ciudad en la que nació, la Sevilla de 1902. De esto, según la visión localista, trata Ocnos, el libro donde la ciudad fluvial que le vio crecer como una criatura extraña no es citada por su nombre en ningún momento pero respira en cada página, en cada línea. Nada más satisfactorio para el onanismo hispalense que los cantos de ausencia fúnebre. Lo cierto es que Cernuda no quería de Sevilla ni el polvo de las calles en las alpargatas, como había dejado dicho muchos siglos antes Santa Teresa cuando conoció de primera mano la doblez del indígena autóctono. Ocnos no es exactamente un libro sevillano, siéndolo en realidad por completo. A lo sumo, se trata de un poemario --escrito en prosa-- que resulta imposible de entender para quienes confunden el idealismo con el barroco y los bordados con la escritura. Cernuda habla en él de su infancia, del precioso tiempo perdido, de la recuperación imposible del pretérito. De sensaciones universales.
Todo esto, en su caso concreto, tuvo lugar en un espacio geográfico, pero la evocación del libro es más espiritual que terrenal. Por eso ha resistido tan bien el paso de los años. Es un libro eterno cuya fortaleza procede de su honestidad, de su brutal sinceridad, que es la cosa menos sevillana del mundo. Cernuda descubrió su tradición lejos de su origen. En el Norte Grande. Primero, en Gran Bretaña; más tarde, en Estados Unidos. Sobre su periplo infinito escribió una excelente biografía en dos tomos Antonio Rivero Taravillo que recibió el Premio Comillas. Es curioso: a veces uno tiene que marcharse lejos para descubrir lo que tenía a la vuelta de la esquina. O en la biblioteca. El factor que ha conservado sin corromper la poesía cernudiana tiene poco que ver con el barroco y los soniquetes meridionales. Es resultado de una anomalía absolutamente personal: la de un niño inseguro, narcisista e hipersensible que nunca pudo soportar a la Eterna Sevilla, tan cruel con los diferentes, y que, en su larga huida, descubrió, curiosamente en un país donde no dejaba de llover, que menos siempre es más si se tiene realmente algo que decir. Si se ponen todas las cartas encima de la mesa.
Exilio, soledad, prosaísmo
Para llegar a esta conclusión hizo falta todo un exilio, la soledad y el milagroso descubrimiento de los poetas metafísicos ingleses del XVII y de los románticos del prosaísmo (Wordsworth, Coleridge, Keats), recuperados, entre otros, por T.S. Eliot, que los utiliza para crear su propia tradición. De ellos proceden casi todos los rasgos que han hecho eterna la poesía de Cernuda: la conversión del verso en una meditación íntima, la voluntad de trascendencia, el sentimiento puro que provoca el aislamiento y los sonidos del silencio, que son los que se esconden en sus poemas.
La tradición nórdica, a la que llegó de la mano de Hölderlin, lo alejó de sus balbuceos líricos iniciales, afectados por el simbolismo más tardío, y lo situó --como vieron con acierto Octavio Paz y Harold Bloom-- en un sendero que, en apariencia, es más europeo que español si lo comparamos con la obra de Machado y Lorca, sabiduría y vanguardia. Cernuda aprendió a escribir sin énfasis, sin redundancias, sin ruido. Se convirtió en un metafísico sevillano, que es la cosa más extraña del mundo. En sus poemas no hay juegos de palabras, sino una honda reflexión espiritual. Un material precioso que no caduca. El desvío nórdico, paradójicamente, le hizo descubrir su tradición, la española, que no es la de sus contemporáneos, sino un linaje más antiguo que incluye a Garcilaso, a Fray Luis de León, a San Juan de la Cruz y a Jorge Manrique. Poetas con la vocación de trascendencia que sólo permite la meditación interior.
Para seguir este recorrido hay que bucear no tanto en el poeta como en el Cernuda crítico. Especialmente en dos ensayos literarios --res poetas clásicos (1941) y Tres poetas metafísicos (1946)-- dedicados a sus antecesores. De sus enseñanzas, guiadas en buena medida por la lectura del célebre ensayo The Poetry of Experience de Robert Langbaum, un libro capital, surge la síntesis milagrosa: la destilación que convierte al poeta sevillano en un metafísico español, capaz de iluminar a poetas posteriores como Fernando Ortiz, su paisano sordo, Juan Luis Panero o Jaime Gil de Biedma, cuyo elegiaco prosaísmo es el resultado de esta estirpe desconocida que, como descubrió Octavio Paz, a muchos les parece nueva, siendo simplemente novedosa. Un salto que va desde la Grecia clásica a los novísimos. Un viaje estético guiado por lo pagano, la única realidad invisible, que ha hecho de Cernuda un poeta tan grande como para que no tenga una estatua en su honor en Sevilla, la ciudad de la alegría.