Generaciones de periodistas han salido de la universidad sin haber estudiado un nombre de mujer. Este libro, escrito por Carolina Pecharromán, con prólogo de la periodista Anna Bosch, y editado por el sello sevillano Renacimiento, que dirige Abelardo Linares, pretende reivindicar la trayectoria de todas las mujeres que comenzaron a escribir en los periódicos cuando tenían todos los elementos en contra.
Además de figuras como Emilia Pardo Bazán o Carmen de Burgos, cuenta la historia de otras como Matilde Cherner o Consuelo Álvarez Pool, que construyeron el camino para que el periodismo fuera una profesión para las mujeres. Las primeras periodistas, que llega a las librerías esta semana, recorre la apasionante historia de más de sesenta mujeres en España, y otras tantas en Francia y Reino Unido –cunas de la revolución de las ideas y de la revolución de la economía–, durante el siglo XIX hasta 1931.
Letra Global ofrece a sus lectores, por cortesía de Renacimiento, un extracto del libro.
LAS PRIMERAS EN LA PRENSA ESPAÑOLA
A mediados del siglo XIX se produce en España una explosión de la industria editorial y de la prensa. Nacen multitud de cabeceras de todo tipo y se multiplican las dirigidas a las mujeres, que ya empiezan a ser consideradas potenciales lectoras. Mantienen el estilo de las revistas de modas y salones que ya hemos visto y en ellas aparecen ya con una cierta frecuencia firmas femeninas: las de las poetas románticas que comienzan a publicar su producción en prensa y que –si tenían éxito– editaban después poemarios.
Las primeras son de sobra conocidas, Carolina Coronado, Gertrudis Gómez de Avellaneda y Josefa Massanés; pero muchas otras se suman pronto a este movimiento: Amalia Fenollosa en Valencia y Madrid, Robustiana Armiño en Asturias, Dolores Cabrera en Aragón, Manuela Cambronero en Galicia, Vicenta García Miranda en Extremadura, Rogelia León en Andalucía y Victoria Peña en Baleares. Todas ellas difunden su obra poética arropadas por el rampante Romanticismo, que ligaba poesía con el sentimiento del amor y con el sentimentalismo que se presuponían al sexo femenino.
Ellas ya existían para el arte como seres inspiradores, pero dieron un salto para constituirse en productoras de contenidos. Las revistas femeninas, siguiendo la moda del momento, introdujeron en su listado de autores de ficción y poesía a estas mujeres que principalmente escribían sobre temáticas de las consideradas también femeninas, como el amor, la descripción de la naturaleza o los sentimientos religiosos. Eran, en su mayoría, muy jóvenes y eso precisamente hace más interesante la labor de apoyo entre unas y otras que destacó Susan Kirkpatrick. La que ella bautizó como «hermandad lírica» era una red de patronazgo y sostén mutuo que tiene como el mejor ejemplo la relación de Carolina Coronado con Vicenta García Miranda, a la que presenta en 1846 en El defensor del bello sexo.
Coronado ejerció en la práctica como madrina de ese grupo y artífice de la red que constituyeron, llamando ya en 1844 a las poetas a colaborar en periódicos como el Ateneo de Badajoz fundado por su hermano Pedro o con El Pensamiento. Debido a la distancia geográfica que había entre ellas, las escritoras se relacionarán por cartas en las que intercambian consejos, frases de aliento y alabanzas. También se dedican sus poemas publicados, incluso con referencias encendidas a sentimientos más que fraternales, podría entenderse que amorosos.
Ellas eran conscientes de estar abriendo un camino y generando un espacio propio. En efecto, de muchos de sus escritos se desprende un sentimiento de libertad, de comprensión mutua diferente de la que vivían en sus medios habituales: «Las mujeres escritoras parecen encontrar en el trato con otras mujeres una complacencia y una afinidad espiritual que no se da en su relación con los hombres y que provoca en ocasiones un entusiasmo sentimental que si no es enamoramiento lo parece», explica Marina Mayoral.
Esa colaboración contrasta con la actitud de competencia que suele ser habitual en el ámbito masculino. Ellas no se sentían rivales y hacían lo posible por ayudarse, una solidaridad femenina imprescindible para sobrevivir en un medio en el cual –pese a la moda romántica–, los prejuicios sexistas estaban contra ellas. En España se seguía considerando antinatural, incluso inmoral, el que las mujeres escribieran o se dedicaran a tareas intelectuales, al contrario de lo que ocurría en otros países europeos, donde en un determinado nivel social leer y escribir y mantener una conversación variada se veía como un rasgo aristocrático y de buen tono.
Las escritoras también se defendieron ante los ataques que recibían por su actividad literaria pública. En los primeros años del reinado de Isabel II, fue el liberalismo político el que defendió la participación de las mujeres en la vida cultural, pero sin rupturas. Pretendían distanciarse del sistema ultraconservador sin cuestionar la sumisión de la mujer al varón; su modelo de mujer era transmisora de valores, instruida y alejada de la tutela clerical, pero en la práctica la ausencia de derechos y la mística de la domesticidad eran los mismos.
La evolución de las primeras poetas que publican sus versos variará mucho, desde las que abandonaron la pluma completamente hasta las grandes escritoras como Carolina Coronado y Gertrudis Gómez de Avellaneda. Esta última siguió produciendo novela y teatro y publicando en prensa poesía, cuentos, leyendas y artículos en los que solía defender los derechos de las mujeres desde una perspectiva igualitaria distanciada del feminismo de la diferencia que propugnaban sus compañeras.
Carolina Coronado abrió la opresión femenina como temática de sus poemas y las «cadenas» que ataban a las mujeres estaban presentes en muchos de ellos, como es bien conocido. Uno de los más famosos es el llamado precisamente «Libertad» y que reproducimos por dos motivos: la descripción que hace de esa contradicción entre los principios liberales y la situación femenina y por el llamamiento a la sororidad del resto de las mujeres, excepcional hasta el momento en España:
Risueños están los mozos, / Gozosos están los viejos / Porque dicen, compañeras, / Que hay libertad para el pueblo. [...]
«Muchos bienes se preparan, / Dicen los doctos al reino, / Si en ello los hombres gana / Yo, por los hombres, me alegro»; Mas por nosotras, las hembras, / Ni lo aplaudo, ni lo siento, / pues aunque las leyes se muden, / Para nosotras no hay fueros. / ¡Libertad! ¿qué nos importa? / ¿qué ganamos, qué tendremos? / ¿un encierro por tribuna / y una aguja por derecho?
¡Libertad! ¿de qué nos vale / Si son los tiranos nuestros / No el yugo de los monarcas, / El yugo de nuestro sexo. ¡Libertad! ¿pues no es sarcasmo / El que nos hacen sangriento / Con repetir ese grito / delante de nuestros hierros? [...]
Pero, os digo, compañeras, / Que la ley es sola de ellos, / Que las hembras no se cuentan / Ni hay Nación para este sexo.
Su discípula Vicenta García Miranda mantenía el nivel y publicaba en 1851 este poema en la poco sospechosa de feminismo Gaceta del Bello Sexo.
¡Oh mujeres! Luchar a vida o muerte / sin que el ánimo fuerte /
desmaye en la pelea a que briosas / algunas se han lanzado / del sexo esclavizado / por romper las cadenas ominosas.
Antes incluso de plantearse derechos civiles o políticos como sus colegas francesas o inglesas, estas autoras debían pelear por la posibilidad misma de escribir y publicar su producción. Debían enfrentarse al principio ampliamente aceptado de la inferioridad intelectual de la mujer y al consiguiente cerrojazo a su formación intelectual y su participación activa en la cultura.
Como sucedería luego con el acceso a la educación superior o al voto, se argumen- taba que la producción intelectual –en este caso literaria– excedía la naturaleza femenina y la distorsionaba. Que las mujeres escribieran, y sobre todo que lo hicieran de forma pública, ponía en riesgo la misma esencia de la feminidad y su función dentro de la familia y la sociedad.
No obstante, además de esta oposición frontal también hubo ejemplos de una recepción positiva. Las autoras románticas tuvieron el apoyo de liceos e instituciones literarias y culturales de capitales de provincia y también hubo escritores y editores que actuaron como mentores o padrinos intelectuales, como Víctor Balaguer, que apoyó a muchas de ellas y publicó la primera antología de poesía femenina en España junto a El Pensil del Bello Sexo, la revista que dirigía.
Hasta finales de siglo la pelea se mantendrá de forma constante. La rebeldía se extenderá desde las que rebaten un aspecto específico del ideario doméstico hasta las teóricas feministas que cuestionan el pensamiento patriarcal en su totalidad. Compar- tían la crítica a la idea de la mujer como ser sentimental e irracional y el esfuerzo de cambiar el discurso de la diferenciación sexual y la posición de inferioridad y sometimiento en la que se mantenía a las mujeres en la sociedad.
Uno de los textos inaugurales de esa revuelta protofeminista es el artículo de costumbres de Gertrudis Gómez de Avellaneda «La dama de gran tono», publicado en 1843 en El Álbum del Bello Sexo. El razonamiento de Avellaneda se parece bastante al que desarrollaban las pensadoras de la Ilustración. Al compás del relato de un día cualquiera en la vida de esa dama de la alta sociedad, Avellaneda critica la supuesta discapacidad intelectual de la mujer y la achaca a la falta de educación. En una imagen común a otras escritoras, habla de las «cadenas de la ignorancia y degradación» y pone su esperanza en que los progresos de la Ilustración saquen de su error a los que oprimen a las mujeres.
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Las primeras periodistas (1850-1931). Carolina Pecharromán. Editorial Renacimiento, Sevilla, 2023. Prólogo de Anna Bosch. 380 páginas. 23,66 Euros.