El escritor es tan pronto un rey como un mendigo, y en este contraste de personalidades, en esta neurosis constante, pueden desatarse sus peores pesadillas. Y es que el estado emocional de un autor que está enfrascado por completo en un proyecto literario dista años luz del de aquel que está en pausa, en proceso de búsqueda, una búsqueda que fácilmente puede convertirse en una experiencia desesperada y desesperante. Carson McCullers y J.D. Salinger son solo unos pocos ejemplos de entre la infinidad de mentes creativas que, entre proyecto y proyecto, temieron perderse o se perdieron definitivamente. Muchos llaman a este estado de tránsito —a veces más breve y otras más largo— crisis creativa o el bloqueo del escritor, pero quizá sea recomendable no utilizar expresiones tan dramáticas y referirse a ello como el silencio necesario para oxigenar los mundos ficticios que habitan la cabeza del autor.
Dominar la técnica narrativa es solo uno de los requisitos que se precisan para escribir un libro. El otro es dar con una historia en particular —con el germen de una historia— que haga vibrar al escritor para que, de este modo, consiga transmitir la misma euforia al lector. Es probable que este último paso sea el más complejo, pues de alguna manera escapa al control consciente de uno mismo. Un escritor puede pasarse años intentando dar con una nueva trama a la que entregarse por completo, y así y todo no tener éxito. Cuando este hallazgo no se produce, ya puede estar las doce horas del día tecleando en el ordenador que, probablemente, no logrará escribir una sola frase que le conmueva ni le haga palpitar… Y es que cuando no hay fe en lo que se está creando, raras veces se consigue un resultado decente.
Escribir sin pasión es como ser religioso sin creer en Dios. En el libro Ven, sé mi luz: Las cartas privadas de la Santa de Calcuta, las palabras con las que la Madre Teresa de Calcuta describe su crisis de fe bien podrían salir de la pluma trémula de un escritor que, desprovisto de musas que enciendan su imaginación, se plantea su talento y, por ende, su misión en el mundo: “Llamo, me aferro, yo quiero y no hay nadie que conteste, no hay nadie a quien yo me pueda aferrar. No, nadie. Sola. La oscuridad es tan oscura y yo estoy sola. Despreciada, abandonada. La soledad del corazón que quiere el amor es insoportable. ¿Dónde está mi fe? Incluso en lo más profundo, todo dentro, no hay nada sino vacío y oscuridad. Qué doloroso es este dolor desconocido. Duele sin cesar. No tengo fe. ¿Me equivoqué al entregarme ciegamente a la llamada del Sagrado Corazón?”.
Soledad y desolación
En una carta que Sylvia Plath escribió a un amigo, sus palabras componen un mensaje igual de desmoralizado que las que preceden de la religiosa: “No solo resulta que soy incapaz de aprender taquigrafía básica, sino que tampoco he tenido una maldita cosa que contar al mundo literario porque no tengo vida, estoy vacía, no soy sabia ni he vivido ni leído lo suficiente. Me he vuelto incapaz de escribir. Me he vuelto inmune a las dosis de somníferos que tomo cada vez más”. Años más tarde, después de su primer intento de suicidio, respondió de este modo a otro amigo que le preguntó por qué lo había hecho: “He llegado hasta el punto de estar tan decepcionada por no poder cumplir mis obligaciones literarias que pensé que había perdido mi talento, que se había esfumado”.
Resulta que, en lo referente a este tema, hallo paralelismos entre la vocación religiosa y la artística. La noche oscura del alma es el título de un poema escrito por el poeta español del siglo XVI Juan de la Cruz, místico católico. En él, explica la fase previa a la iluminación y posterior plenitud divina; una fase llena de bruma y marcada por el mismo sentido de soledad y desolación que caracteriza la búsqueda creativa.
En 2018 asistí a una presentación del estadounidense Peter Cameron, autor de obras como Un fin de semana, Aquella tarde dorada o Lo que pasa de noche. En la Biblioteca de Poblenou Manuel Arranz nos contó que, entre que termina un libro y empieza el siguiente, suceden periodos de improductividad que pueden durar hasta cinco años. Al principio se desesperaba ante estas fases de aridez literaria, pues aunque no estuviera inspirado, el afán de escribir seguía más presente que nunca, atormentándole. Llegó un momento en el que encontró una solución de lo más saludable para paliar este malestar reincidente: decidió crear su propio sello editorial, Shrinking Violet Press, que publica tiras muy reducidas de libros hechos a mano, diseñados y editados por él mismo. A día de hoy, esta labor paralela le sigue garantizando el placer de crear literatura sin interrupciones, aunque no siempre pueda ser desde el rol del escritor.
En la correspondencia entre Gustave Flaubert y George Sand, comparten tanto sus ambiciones como las frustraciones inherentes a sus inquietudes respectivas, que la mayoría de veces no coinciden. Cuando Flaubert le escribe: “siento una repulsión invencible a poner sobre el papel cualquier asunto de mi corazón”, Sand le contesta: “No lo entiendo en absoluto, pero en absoluto. A mí me parece que no se puede poner otra cosa.” Durante una de las crisis del escritor francés —o mejor dicho: un periodo de irremediable espera—, George Sand trata de ayudarle orientándole en su búsqueda: “Aliméntate de las ideas y de los sentimientos que tienes en tu cabeza y en tu corazón; las palabras y las frases, la “forma”, que tanto te ocupa, llegará por sí sola de tu digestión.”
Un escritor solo puede mostrar su virtuosismo cuando da con una historia hecha a su medida, por eso, gran parte de su actividad consiste en excavar y excavar hasta que, al fin, reluce sobre la pala una semilla de valor. Y es que ya lo decía La Mala Rodríguez en una de las canciones más populares de su primer disco: “Si tengo tema salto y si no me callo”.