Hace años, en una presentación de mi primera novela, que tiene claras referencias autobiográficas, uno de los asistentes compartió con el resto del grupo que también él quería escribir una historia personal, pero que no se atrevía a hacerlo por temor a la gente de su entorno más próximo que, necesariamente, formaría parte de la trama. “¿No te dan miedo sus reacciones? ¿Y si se molestan? ¿Cómo has lidiado tú con esta situación?”, me preguntó con un tono de voz preocupado. No supe bien qué responder. En mi caso particular, me había inspirado en algunas de las personas que me habían acompañado durante los años que viví en Nueva York, pero el libro salió a la luz una vez que yo ya había regresado a España. Así pues, lo había tenido facilísimo; un océano separaba a mis personajes de mi obra.
No obstante, la cuestión ha seguido presente en mi cabeza desde entonces. ¿Es lícito retratar a los de tu entorno sin su previo consentimiento?
En el prólogo de Léxico Familiar, Natalia Ginzburg responde a este interrogante antes incluso de que el lector se sumerja en el contenido: “Todos los lugares, hechos y personas que aparecen en este libro son reales. Nada es ficticio. Siempre que, debido a mi costumbre de novelista, inventaba algo, me sentía obligada a destruirlo. Hasta los nombres son reales. Al escribir, sentí tan profunda intolerancia por cualquier invención, que no he podido cambiar los nombres verdaderos. Me han parecido inseparables de las personas que los llevan. Puede que a alguien no le guste encontrarse aquí con nombre y apellido. Pero a esto no puedo responder nada”.
Pero a esto no puedo responder nada; así de sencilla y honesta es la respuesta que Ginzburg le hubiese ofrecido al asistente preocupado ante las consecuencias de su proyecto en ciernes. Como si no existiese justificación posible. Como si, siendo consciente de los daños colaterales que pueda ocasionar cualquier relato cuyo objetivo sea desentrañar la realidad, se viese igualmente incapacitada para plantear una solución. En este tipo de literatura no se puede proteger a los tuyos, porque precisamente se basa en todo lo contrario, en mostrar el entorno y sus circunstancias desde un prisma de sinceridad y con la mayor nitidez posible. Es una escritura salvaje en la que los parches no tienen cabida.
Sin acordar nada
Hay quienes han intentado salir indemnes respaldándose en la ley, como es el caso de la exmujer de Emmanuele Carrère, quien, tras la separación, le hizo firmar un contrato a partir del que debía controlar las revelaciones de carácter íntimo; contrato que el autor no tardó en incumplir con su libro Yoga. Lo mismo le ocurrió a Carmen Laforet, quien al casarse con Manuel Cerezales, tuvo que firmar un documento con el que se comprometía a no escribir nada acerca de su vida conyugal.
El caso de la escritora y periodista estadounidense Joan Didion consistió en todo lo contrario. En el documental El centro cede, disponible en Netflix, el entrevistador menciona las múltiples ocasiones en las que ella y su marido, el también escritor John Gregory Dunne, hablaron el uno sobre el otro sin tapujos, exponiendo la intimidad de la pareja tanto en novelas de no ficción como en artículos publicados en diferentes revistas. “¿Qué acordasteis acerca de escribir sobre vuestra vida personal?”, le pregunta. “No acordamos nada. Pensábamos que no necesitábamos acordar nada… ni dejar de hacerlo. En general, coincidíamos en que uno solo podía escribir sobre el material que tenía a mano. Escribías sobre lo que tenías”, responde Didion.
En el libro Pura pasión, la reciente ganadora del Premio Nobel de Literatura Annie Ernaux apunta: “Él me había dicho: “No escribas un libro sobre mí”. Pero no he escrito un libro sobre él, ni siquiera sobre mí. Me he limitado a expresar con palabras lo que su existencia, por sí sola, me ha dado”.
¿Escribir para que te quieran?
Hay una cierta incomodidad inherente a la escritura autobiográfica, como si un escritor solo tuviese derecho a navegar en las aguas sosegadas de lo imaginario. Personalmente, no creo que la literatura pueda ni deba ser inofensiva. El escritor no está adueñándose de la vida de los otros a fin de crear una visión propia. No es un acto vampírico ni descaradamente egoísta, tal y como se podría considerar. En realidad, lo que está haciendo es reaccionar a unos hechos, a una realidad, a un entorno y a una sucesión de experiencias personales que, al fin y al cabo, componen la vida de la que es testigo. Mi modo de concebir la literatura se basa en entretejer lo real con lo ficticio a fin de transmitir una reflexión que rezume verdad. Tal y como Chéjov defendía, “el artista no debe convertirse en juez de sus personajes ni de sus palabras, sino en un testigo desapasionado”.
En la última novela de Paco Tomás, Coto de infancia, el periodista y escritor mallorquín indaga sobre los abusos que sufrió en el colegio desde una edad muy temprana a causa de su condición sexual, haciendo hincapié en la pasividad que adoptó su familia ante el conflicto. Era un tema que, hasta la publicación del libro, en su casa se había mantenido silenciado. Así pues, en el libro quedan expuestas las heridas que nadie quería ver, las heridas que, a pesar del tiempo que había transcurrido desde los hechos narrados, seguían abiertas. “¿Qué supuso para tu familia verse reflejada de esta manera?”, le pregunto al autor. “Cuando uno apuesta por este tipo de literatura, “la escritura peligrosa”, tal y como la define Tom Spanbauer, tiene que asumir que va a herir a otras personas, del mismo modo que lo hacemos con nosotros mismos. Hay que aceptar que te conviertes en el traidor del contexto que narras porque estás rompiendo el código de silencio impuesto. Para mi familia no fue sencillo, especialmente para mi madre. Aun así, de alguna manera hemos aprovechado la oportunidad para tender puentes. Hasta ahora manteníamos una relación cordial de puertas afuera, pero basada en muchos silencios y rencores que por fin han quedado atrás. Tras la publicación de Coto de infancia, estamos diciéndonos “te quiero” por primera vez, estamos reencontrándonos en lugares que no habíamos transitado. En el fondo, y a pesar de lo doloroso que ha sido, ha resultado ser un proceso constructivo. He sido lo más fiel que he podido ser y la verdad es que no ha salido mal: he encontrado comprensión y perdón”, me responde Paco Tomás.
Si tuviese la oportunidad de volver atrás en el tiempo y ubicarme de nuevo en esa presentación en la que no supe responder a la cuestión que se me planteaba, me adueñaría de las palabras que Milena Busquets recoge en su novela Las palabras justas, y simplemente contestaría: “Si escribes para que te quieran, estás frito”.