Me llega al buzón el Breviario antipedagogista de Alberto Royo (Plataforma Editorial) la misma semana que encienden el “claustro virtual” los titulares incendiarios y las soflamas nihilistas de la “pedagoga” Mar Romera: afirma que los deberes son “ilegales”, que son como la cocaína, sustancias tóxicas que perviven por inercia; y en otro medio afirma Romera que el sistema educativo solo “castra” al alumnado. Para qué seguir: ya es habitual esta profefobia cada mañana en los rotativos más importantes del país, este odio enconado contra todo lo que pueda significar saber reglado, estructura mental o academicismo.
¡Qué contraste esta prosa irónica y depurada de Alberto Royo con los eslóganes para el fomento de la ignorancia! Podríamos haber titulado este artículo Triunfo de la Ilustración, pero hubiera sonado más cursi, y sobre todo más grandilocuente, y con menos garra. Por contraste con los medios profefóbicos nuestro deber sería ir haciendo cada vez más caso de voces razonadas y reflexivas que de populismos que hablan de castrar y extirpar y arrasar, porque crispan un ambiente ya muy deteriorado para seguir recibiendo visibilidad amarillista y dividendos. Y voces sabias no nos faltan
Tiene especial cuidado Alberto Royo en todas sus intervenciones de distinguir entre “pedagogo” y “pedagogista”. Hay pedagogos ejemplares, personas que investigan, hurgan en el pensamiento para traer a colación posibles mejoras para el aprendizaje del alumnado. Las colecciones universitarias españolas contienen algunas joyas, de vez en cuando. Nunca deberíamos terminar de agradecer los beneficios de los libros de Gregorio Luri o Catherine L’Ecuyer, pedagogos auténticos. Lo que denuncia Royo como “pedagogismo” es un integrismo manipulado, una adulteración política de la pedagogía que persigue objetivos políticos relacionados con la infantilización de la población, la happycracia oficial o la ingeniería social tecnofeudal.
La frase de Samuel Beckett
No: los deberes de casa no son cocaína. Los deberes se han de graduar siguiendo criterios pedagógicos, según las necesidades concretas de un alumnado concreto. Abajo las generalizaciones como apisonadoras, fortalezas hirsutas del ego. Los docentes españoles no son narcos ni mafiosos ni autoritarios en su abrumadora mayoría. Dejen de intoxicar, dejen de desinformar. Es muy descorazonador ver a gobiernos y a medios generalistas axiales propagar estos mensajes de odio y desaliento. Seamos responsables. Como lo es Alberto Royo con enorme modestia, cuando proclama que la educación es un arte, que el alumnado disfruta aprendiendo y perfeccionándose, desarrollando sensibilidad y autodisciplina, gradualmente, con la velocidad adecuada y nunca a través de actividades desconectadas entre sí. El pedagogismo trata al alumnado español, trata a los alumnos pobres como si fueran mentecatos.
La depuración, la tendencia a la síntesis y la maniobra hacia la ironía ya impregnaban el libro anterior de Alberto Royo, Cuaderno de un profesor, un diario autobiográfico que nos acercaba sin intermediarios a un día a día dentro de las clases. En el fondo, de lo que se trata es de que la realidad quiebre la costra de tópicos y eslóganes que, en lugar de estimular la búsqueda de soluciones razonables, lo que hace es que nos estrellemos cada curso un poco más. Porque parece que en nuestro país tanto los políticos como los pedagogistas integristas que los asesoran se hayan apuntado en la frente esa frase de Samuel Beckett en la que decía: “Fracasa más, fracasa mejor”. Y ya va resultando imposible ocultar la realidad.
Pero dejemos que hable Royo a través de sus frases: “Es urgente desmitificar nuestro trabajo, volver a lo sencillo y despojar a nuestra profesión de todo aquello que no necesita y que perjudica a quienes son los auténticos beneficiarios o víctimas de nuestros aciertos y errores: los alumnos” (p.17); “No hacemos magia; aplicamos lo que sabemos y nos empeñamos en transmitirlo. No somos héroes, sino simples artesanos. Y no es algo a despreciar en estos tiempos de novolatría histérica el ser artesano” (p.19); a veces tiene tanta razón Royo en este mundo de vendedores de crecepelo: “Un profesor ha de ser esencialmente un experto en su materia. Nadie puede ser experto en enseñanza o experto en ser experto, porque probablemente eso querrá decir que no sabe nada” (p.21), y es que se les nota a la milla a los innovasaurios que suplen sus carencias con recursos pasivo agresivos, gesticulación, desdén, insultos, insinuaciones y apelaciones demagógicas.
Naturalmente, los primeros que se dan cuenta son los alumnos y los padres, los que nunca tienen voz.
Breviario antipedagogista es un antídoto eficaz contra el magufismo hegemónico: “A mí me haría ilusión y me llevaría a soñar con un futuro educativo sin gurús ni singermornings-changemakers, un futuro en el que la didáctica fuera auxiliar del saber y no sustituta, y en el que ningún profesor se avergonzara de enseñar” (p.23). Es verdad: en nuestro país se humilla al docente honrado, se le obliga a bajar la cabeza ante auténticos cabestros.
Escuchad, memorizad
Más; verdades como puños en cada una de las páginas del libro: “La educación se encuentra condicionada por intereses deshonestos” (p.30); o este pasaje sobre la dictadura happycrática: “La motivación no se dispensa en la escuela. No es como el soma de Huxley. Se lleva con uno mismo. Todos queremos disfrutar y ser felices. El profesor con sus alumnos. El alumno con su profesor. Pero solo lo conseguiremos si dejamos de proponérselo a todas horas y buscamos afrontar los desafíos que nos plantea cualquier aprendizaje” (p. 31). Podemos combinar esta sabiduría royesca con los trabajos de un gran investigador español, especialista en las coacciones perversas de la sociedad happycrática, Edgar Cabanas. Hasta que no entendamos que en nuestras escuelas habitan personas, y no esquemas, no haremos más que multiplicar los cuadros de ansiedad. Ansiedad que podría empezar a rebajarse a través de un ambiente pausado, auténticamente orientado al aprendizaje. Pero, por desgracia, los políticos en Occidente tienen otra idea: insisten en que a la población se le dé “soma” huxleyano en las aulas, para aborregar todo lo posible a cualquier disidente potencial.
Las leyes de educación sofocan la ciudadanía informada y crítica. Impiden, obstaculizan, condicionan burocráticamente el libre aprendizaje: “Nunca recuperaremos el respeto a la figura del maestro si no buscamos convencer a nuestros alumnos del valor del conocimiento a través del mismo conocimiento. Aquí no vale más campaña que aquella que entienda que no somos los protagonistas del proceso, sino que lo es el saber. Hagámoslo accesible, mas no lo regalemos. Valoremos su importancia. Prestigiémoslo. Y dejémonos de anuncios y de premios y de modas. El conocimiento es atemporal. El maestro no entiende de épocas” (p.33).
Cierto: entregando toda la visibilidad al cafre y al cabestro, al fanático y al nihilista, sólo estimularemos el extremismo, la hiperactividad hasta el frenesí estéril. Royo aconseja a las familias (¡pobres familias!, condenadas a enviar a sus hijos a novísimas catedrales del magufismo): “Cuando un experto educativo diga que es malo “escuchar, tomar notas, memorizar y reproducir información”, haced todo lo contrario: escuchad, tomad notas, memorizad y reproducid. Haced más cosas, claro, pero estas también” (p.132). Y pregunta a los demagogos antiintelectualistas: “¿Es coherente acusar a los demás de falta de empatía y demostrar menos empatía que Charles Manson?” Porque de lo que se trata aquí es de preservar el pluralismo, la diversidad metodológica totalmente imprescindible en un contexto democrático.
Restauremos la democracia ilustrada
En definitiva, hay que dejar de hostigar al docente especialista, al profesional honrado que hace avanzar la sociedad: “Se empieza difuminando asignaturas y se termina fumigando a quienes quieren enseñar” (p.72). El conocimiento hay que celebrarlo, extenderlo, convertirlo en una amenaza contra las rutinas burocráticas.
El actor Ramon Fontseré, el prologuista, ha escrito una buena caracterización del espíritu del libro: “Cuando el sistema entre aún más y más en un caos desorbitado, falso y grotesco gracias a los modernos gurús, guais y coleguis de la enseñanza, nos quedara este breviario antipedagogista como imprescindible viático para la salvación”. Igual que con los tres libros anteriores de Royo, que ya se han convertido en un símbolo de la resistencia civil ilustrada.
En la tarea de devolver la dignidad a nuestras aulas, la tarea de Alberto Royo, con sus cuatro libros, es digna de una medalla al mérito civil. También las de Pascual Gil, Jacob Guinot, Xavier Massó, Marina Garcés, Irene Murcia, David Rabadà, Ricardo Moreno Castillo, Emilio Lledó, Olga García, Carlos Fernández Liria o Enrique Galindo colaboran en esta tarea de restauración del conocimiento poderoso y del humanismo. En realidad hay más voces razonables que matones del pedagogismo, pero no hacen tanto ruido, porque intentan concertar una alternativa coral, pluralista. Que los marrulleros, testiculares, trileros, buhoneros, brujos y tecnovisionarios transhumanistas queden fuera de las conversaciones serias. Volvamos a debatir con sentido común. En realidad, cuando debaten profesaurios e innovasaurios en las redes la conclusión suele ser que, con los dogmatismos aparte, perseguimos lo mismo: el beneficio del alumno, no están los docentes tan alejados como se creen en la guerra civil desatada en las redes. Desterremos mitos y urgencias. Que regrese la alegría de la razón y se entierren las hachas de sílex. Sonriamos en lugar de dar martillazos contra el débil, con martillos de color rosa. Acabemos con el pedagogismo lenguaraz y restauremos la democracia ilustrada en su fundamento y base misma: el aula, el ágora.