El mismo día en que salió a la venta Mi autobiografía de Carson McCullers fui a por un ejemplar. Años antes, me había entusiasmado la obra de esta novelista norteamericana, una de las más destacadas del sigo XX, que está invadida por personajes que habitan los márgenes, complejos y nada convencionales. Estaba impaciente por volver a sumergirme en su peculiar universo, pero también me encontraba algo desconcertado ante la ambigüedad del título. ¿Era una biografía o se trataba de una ficción? La dependienta de la librería me confirmó que había recibido el libro esa misma mañana. Tras localizarlo en la pila de las novedades, añadió: “¿Cómo puede ser una autobiografía de Carson McCullers sin estar escrita por ella misma?”. Reconocí en su pregunta un cierto tono de desconfianza, como si dudara de la fiabilidad del libro. Le comenté que, tal vez, se tratara de un proyecto similar al que había hecho Pilar Bellver en A Virginia le gustaba Vita, publicado en 2016 por el mismo sello editorial, Dos Bigotes. Aquella novela, que se inspira en la correspondencia entre Virginia Woolf y Vita Sackville-West, oscila entre la realidad y la ficción a la hora de trazar con plena libertad creativa la historia de amor entre las dos mujeres. La librera no pareció convencida de mi hipótesis y, a medida que hojeaba el libro con un mohín en la cara, llegó a la simplísima conclusión de que lo más probable era que la autora fuera otra de las millennials atrevidas que hoy en día se creen capaces de todo. Salí de la tienda con el libro recién comprado bajo el brazo, y más confundido aún de cómo había entrado.
Recelo de las biografías en general. Me cuesta creer que la esencia de una persona pueda retratarse sobre el papel. Los testimonios recopilados en el entorno del biografiado me resultan poco fiables, pues en el acto de sociabilizar es difícil no toparse con máscaras. También desconfío cuando el biógrafo se basa en los diarios o en la correspondencia más íntima de la persona objeto de su estudio. Tal y como defiende el escritor venezolano Carballo Velásquez, “la escritura impone la transformación, la manipulación de lo vivido”.
Por todo esto, tan pronto abrí el libro, me alivió encontrar que la autora, Jenn Shapland, también mantiene una visión escéptica al respecto: “He leído las suficientes biografías como para saber, con bastante seguridad, que se construyen sobre artificios y mentiras”. Y más adelante añade: “Los biógrafos asaltan la casa y reorganizan el mobiliario a su antojo”.
Lo que tenía entre las manos no era una biografía al uso, sino una exploración que toma un camino novedoso. En este libro traducido por Gloria Fortún, la reconstrucción se da a partir de las sesiones de terapia a las que Carson McCullers se sometió en 1958 junto a la doctora Mary Mercer. Por aquel entonces, ella estaba sumida en una depresión causada por la muerte de su madre y matizada por una crisis creativa que temía que fuera definitiva. En la biografía escrita por Josyane Savigneau se relata que no fue nada fácil para Carson tomar la decisión de encontrarse con la psicóloga; y es que diez años antes había tenido una mala experiencia en la clínica Payne Whitney, a la que acudió después de intentar suicidarse. Allí, el psiquiatra que la había tratado le explicó que la escritura era, en sí misma, una neurosis de la que debía librarse cuanto antes; algo inconcebible para una mujer que, a una edad muy temprana, ya se había consagrado en el mundo de las letras. Así pues, a pesar de su reticencia inicial, finalmente accedió a verse con la doctora Mercer.
Terapia: lo opuesto al escondite
Carson quiso grabar cada sesión para, así, poder utilizar más adelante ese material como fuente para unas memorias que llevaba tiempo planeando escribir. Al fin y al cabo, la terapia y las memorias transitan los mismos senderos. No obstante, cuando Carson tuvo la oportunidad de leer las transcripciones de esas sesiones, se sintió decepcionada al comprobar que mucho de lo que decía era incoherente y apenas descifrable. De modo que los documentos acabaron acumulando polvo en un archivo. En 1967, tras la muerte de la autora de El corazón es un cazador solitario, la doctora Mercer se negó a hacerlos públicos alegando que eran de máxima confidencialidad. No fueron accesibles hasta después de su muerte, en el año 2013. Jenn Shapland consideró que había dado con un tesoro cuando los encontró en la biblioteca universitaria de Columbus, Georgia.
Tomar la terapia como trampolín desde el que sumergirse en el carácter de una persona es muy diferente a hacerlo sirviéndose de testimonios, cartas o diarios. Cuando uno se encuentra frente a un terapeuta se proyecta con una honestidad tan brutal que sería peligroso que se diese en cualquier otro ámbito, y mucho menos en el social. La relación entre un profesional y un paciente se basa en el pacto de la autenticidad. Allí no cabe la pretensión de protegerse ni de ganarse la estima o la simpatía del otro. La única meta es excavar hasta el fondo de uno mismo.
En Yo, adicto, Javi Giner narra su paso por un centro de desintoxicación. En un punto de la novela de no ficción, comparte unas notas que tomó durante su estancia: “He notado que tengo muchísimo miedo a ser yo mismo, a no disfrazarme, a escucharme. Estoy muy acostumbrado a esconderme a la vista de todos. Condiciono todo lo que hago y digo a la aprobación de los demás”. Así pues, el punto de partida del itinerario del protagonista es un escondite. A lo largo de los meses que vive entre las paredes de la clínica, trabaja a jornada completa por salir de esa cueva oscura, por desprenderse de la máscara y, en su lugar, aprender a sostenerse sobre cimientos más sólidos. Lo logra a través de la terapia. La terapia es el lugar opuesto al escondite.
En un momento dado de Mi autobiografía de Carson McCullers me encuentro con un factor sorpresa que tumba de golpe mis altas expectativas de veracidad. Jenn Shapland narra que, a lo largo de las transcripciones, se aprecia un amor entre las dos mujeres que no hace más que intensificarse a medida que el tratamiento avanza. Carson McCullers quedó cautivada por la doctora Mary Mercer, por su singular belleza y su empatía. De hecho, se lo comunicó abiertamente al hacerle saber que, desde que se había enamorado de ella, su anhelo por viajar se había aplacado. Esto me hace pensar que la honestidad en estado puro es inalcanzable cuando el amor entra en la jugada. En una de las transcripciones, Carson le dice a la doctora que había desnudado su alma ante ella, que nunca había mostrado tanto de sí misma. Pero ¿y si esta desnudez quedaba supeditada al propósito de conquistarla?
Bucear en uno mismo
El amor es uno de los temas principales de este libro, y también de la vida y obra de la autora. En las transcripciones, figura que Carson le confesó a su doctora que todo lo que había amado había sido intocable. A pesar de contraer matrimonio dos veces con James Reeves McCullers, de quien se dice que era un homosexual en constante conflicto con su condición, ella vivió entregada al amor no correspondido hacia diferentes mujeres: Katherine Anne Porter, Erika Mann o Annemarie Clarac-Schwarzenbach son solo algunas de ellas. Nunca salía bien parada. En su relato La balada del café triste la autora apunta que “con mucha frecuencia, el amado no es más que un estímulo para el amor acumulado durante años en el corazón del amante. (…) El amado teme y odia al amante, y con razón: pues el amante está siempre queriendo desnudar a su amado. El amante fuerza la relación con el amado, aunque esta experiencia no le cause más que dolor”.
En la época de entreguerras, la homosexualidad era criminalizada, pero del lesbianismo ni siquiera se hablaba. La sociedad prefería mantenerlo oculto, agazapado en la oscuridad, como si fuera una posición inexistente. Seguramente por eso Carson no llegara nunca a definir su identidad sexual y se refiriese a sus mujeres amadas como “amigas imaginarias”. Los biógrafos de McCullers se han dedicado a silenciar sus romances con mujeres. Tal y como sostiene Shapland, en las biografías publicadas “todas sus relaciones emocionales profundas con mujeres quedaban descartadas o eran ridiculizadas”.
Lo que me hace confiar plenamente en este texto es que, en ningún momento, la autora lo considera una auténtica biografía. Desde las primeras páginas reconoce la posibilidad de estar transformando a Carson sin ser consciente de ello. Por eso va tejiendo la vida de la escritora desde su propia experiencia personal, tendiendo puentes entre las dos, como si emprendieran este viaje narrativo cogidas de la mano. De ahí el título, con ese prefijo aclaratorio, “auto”, que difumina los límites entre la biógrafa y la biografiada. Las dos mujeres se fusionan hasta el punto de que una no es más que la proyección de la otra. ¿Pero es que acaso no construimos al otro en base a la sombra que despliega sobre nosotros?
Tan pronto como terminé la lectura, fui a las estanterías del salón para desempolvar las novelas de Carson McCullers. La voluntad de releerlas se había acrecentado a medida que la iba sintiendo más y más cerca. Tal vez la única manera de conocerla realmente sea buceando en uno mismo gracias a su obra.