Si es vocacional, un ingeniero metido a empresario no deja nunca de ser ingeniero e impone a su actividad empresarial un tono de alta cualificación técnica. Ocurre así en el caso que nos ocupa. José Orbegozo desarrolló a lo largo de su vida una importante faceta como emprendedor relacionado con la electricidad, pero aún más relevante fue la huella que dejó al impulsar la constitución y permanencia en el tiempo de una auténtica escuela de ingenieros españoles forjados en la dura lucha por controlar y explotar la energía del río Duero.
Nació el 16 de diciembre de 1870 en San Sebastián, ciudad en la que vivió hasta que a los quince años se trasladó a Madrid para preparar los estudios de ingeniería. Formado como uno de los primeros ingenieros españoles especializados en cursos de electricidad, comenzó su carrera profesional como técnico del Estado, pero pronto decidió ponerse por su cuenta ofreciendo sus servicios a empresas privadas y organismos públicos. En esta actividad independiente cosechó un gran éxito y obtuvo encargos de importantes compañías como la Papelera Española, Unión Española de Explosivos, la Sociedad Española de Construcción Naval, el Banco de Bilbao o el Ferrocarril de Triano. Así, trabajando para algunos de sus negocios, conoció también al empresario Horacio Echevarrieta, a quien se uniría en la creación de los Saltos del Duero, la empresa a la que Orbegozo dedicó todos sus esfuerzos desde su fundación en 1918.
La fundación de Saltos del Duero
Los orígenes del interés por la fuerza del río Duero se remontan a 1897, cuando el ingeniero Federico Cantero Villamil realizó el primer proyecto para su aprovechamiento hidroeléctrico. Años después, en 1906, entró en escena el también ingeniero Eugenio Grasset, quien invitó a su amigo Orbegozo a visitar la zona para que se hiciera una idea de las enormes posibilidades que ofrecía. Don José planificó una explotación global del río y de la mano de Grasset y Echevarrieta ofreció el negocio al Banco de Bilbao, deseoso de entrar en el sector eléctrico para seguir los pasos de su competidor, el Banco de Vizcaya, que tenía en su órbita a Hidroeléctrica Ibérica, Hidroeléctrica Española y Electra del Viesgo.
Así nació, con un capital de 150 millones de pesetas, la Sociedad Hispano-Portuguesa de Transportes Eléctricos, más conocida como Saltos del Duero. Lo hizo mediante la unión de un grupo de ingenieros, un empresario con intereses eléctricos y un socio capitalista que suscribía la mayoría de las acciones. Sin embargo, entre su constitución y el comienzo de las obras de la primera central eléctrica hubieron de pasar diez largos años que se invirtieron en vencer la resistencia de Portugal a firmar pactos para la explotación del tramo internacional, y sobre todo en derrotar al Banco de Vizcaya, que desde el principio decidió emprender una agresiva campaña contra la nueva compañía, a la que veía, no sin razón, como una amenaza para sus bien establecidos intereses en el sector eléctrico.
La amenaza de una “solución española” que evitara la explotación del tramo internacional convenció al Gobierno portugués de que debía rebajar sus exigencias para no quedarse fuera del aprovechamiento del Duero, y el apoyo del Directorio de Primo de Rivera y especialmente del ministro de Obras Públicas, el conde de Guadalhorce, hizo que los intereses de Saltos del Duero prevalecieran sobre los del Banco de Vizcaya y los agricultores y regantes castellanos afectados. Por fin, en 1928, y tras dar entrada en su capital a intereses americanos –la United Electric Securities, filial de General Electric- Saltos del Duero había vencido definitivamente a todos sus oponentes y Orbegozo podía iniciar las obras del salto de Ricobayo, sobre el río Esla.
Nace Iberduero
Sin embargo, y a pesar de que se imprimió un ritmo acelerado a los trabajos para compensar el tiempo transcurrido y calmar a los accionistas, la presa de Ricobayo se convirtió en un constante quebradero de cabeza para Don José debido a los accidentes que tuvieron lugar en su aliviadero, asentado, siguiendo informes geológicos erróneos, sobre una ladera frágil. La obra sufrió graves destrozos y amenazó incluso con venirse abajo en las grandes avenidas que se produjeron en 1934 y 1935, lo que retrasó la terminación de la presa y la central y minó de manera definitiva la salud de Orbegozo, que hubo de abandonar la dirección general de la empresa en septiembre de 1934. Justo en torno a esa fecha, venciendo anteriores enemistades, Saltos del Duero llegaba a un acuerdo con los grupos hidroeléctricos del Banco de Vizcaya y del Banco Urquijo para repartirse el negocio de tal forma que el primero se convertía en el principal productor de energía y los segundos en sus distribuidores.
Este reparto de papeles, cuyo objetivo era evitar la competencia entre ellos, tuvo en la década de 1940 una consecuencia inesperada, pues la decisión de construir nuevas presas fue retrasada por Saltos del Duero, temeroso de realizar fuertes inversiones sin que se garantizase la colocación de su producción. Tal aplazamiento fue en parte responsable de la falta de energía eléctrica que sufrió dramáticamente la economía española de postguerra, y estuvo detrás de los intentos estatalizadores del régimen de Franco, que sólo pudieron ser evitados con la fusión de Saltos del Duero e Hidroeléctrica Ibérica para crear Iberduero en 1944.
El proyecto continúa tras su muerte
José Orbegozo ya no vivió esos acontecimientos. Ingresó en el sanatorio suizo de Kreuzlingen mientras su mano derecha, Ricardo Rubio, asumía la dirección de la empresa. Después de varios años de convalecencia, y cuando ya estaba curado de su depresión nerviosa y se disponía a volver a España, falleció de neumonía a la edad de 68 años, el 1 de enero de 1939. Su gran obra, el salto de Ricobayo, en la que puede decirse que dejó su vida, fue continuada por los de Villalcampo, Castro, Saucelle, Aldeadávila y Villarino, cumpliéndose así su magno proyecto inicial de aprovechamiento integral del río Duero y sus afluentes.