Me cuesta mantener la mirada fija en la persona que lleva cuarenta y cinco minutos hablando. Me desconcentro. Las diferentes ventanas que llenan la pantalla de mi ordenador me resultan más cautivadoras que las palabras del profesor. Me fijo en el estado en que encuentro hoy las habitaciones de mis compañeros, menos en las de los discretos que siempre eliminan el fondo con un filtro. Somos doce integrantes de la segunda promoción del posgrado en la Enseñanza de la Escritura Creativa. No estamos aquí para que nos enseñen a escribir; lo que esperamos es que nos enseñen a enseñar a escribir. Es una formación innovadora puesto que, antes, uno se convertía en profesor de escritura por méritos propios, pero la Escuela de Escritores de Madrid junto a la Universidad de Alcalá han creado este programa para ofrecer una alternativa más académica. Tras recibir 238 horas de formación virtual, obtienes un diploma que te acredita como profesor de escritura.
De pronto, sale a colación el nombre de Lucia Berlin. Dejo de husmear en viviendas ajenas y desvío los ojos rápidamente al centro de la pantalla, donde está el profesor en su despacho. Lo veo asentir tras la mención hasta que, al poco, comparte con nosotros que disfrutó bastante la lectura de Manual para mujeres de la limpieza, pero que le sorprendió muchísimo descubrir en la biografía de la autora que había sido profesora de escritura en diferentes universidades estadounidenses. "Considerando que escribía exclusivamente sobre su vida, me pregunto qué podría enseñar ella sobre un oficio que consiste en algo diferente", le oigo decir.
Me quedo perplejo.
La mayoría de discursos que llevo meses oyendo en boca de los diferentes profesores giran en torno a las técnicas narrativas. Hay quienes analizan los textos desde tres espejos que no logro diferenciar del todo, y también los hay que hablan del eros sagrado, del eros intelectual y del eros del corazón. Algunos miden la intensidad de cada escena en porcentajes y otros empiezan cada frase haciendo referencia a la estructura aristotélica. Esta clase de planteamientos me provocan deseos de desconectar el wifi. Temo que si sigo participando en el empeño por teorizar los procesos creativos me terminará pasando lo mismo que con el cine. Muchos años antes me formé como guionista, pero resultó ser una disciplina tan recta que noté que la creatividad quedaba asfixiada por simplezas como que el primer punto de giro debe estar en la página treinta o que justo antes del clímax tenemos que encontramos con el shitpoint del protagonista. Hoy en día, cuando hojeo los viejos cuadernos de mi época como aspirante a cineasta, me parece estar viendo cálculos matemáticos en lugar de los esbozos de una historia.
En el libro Me llamo Lucy Barton, la protagonista —que tiene mucho en común con la autora, Elizabeth Strout— asiste a un taller impartido por la escritora Sarah Payne. Cuando están comentando las primeras páginas del proyecto de la alumna —una historia autobiográfica sobre la relación tóxica que compartía con su madre—, la profesora le dice lo siguiente: "Si mientras escribes esta novela te das cuenta de que estás protegiendo a alguien, recuerda una cosa: que no lo estás haciendo bien". No le habla de técnicas ni de espejos ni de egos… y ni mucho menos de porcentajes. Payne se limita a ofrecerle un consejo sobre la valentía que va a exigir el proyecto recogido en una sola frase, una frase breve, directa, una frase que puede sonar sencilla e inofensiva, pero de la que dependerá por completo el éxito o el fracaso de la novela.
Un oficio artesanal
Cambio de posición una y otra vez en la silla, cruzo las piernas, las vuelvo a descruzar, tiro las gafas sobre la mesa, me las pongo de nuevo. La crítica sobre las aptitudes docentes de Lucia Berlin me ha enfurecido y hago lo posible para que el profesor lo note. Si en lugar de a él, llevase cuarenta y cinco minutos escuchando a la autora que escribía exclusivamente sobre su vida, doy por seguro que mis ojos no se habrían desviado en ningún momento del centro de la pantalla. Querría memorizar cada una de sus reflexiones, que imagino siendo igual de concretas y acertadas que la de Sarah Payne. Tan llenas de sabiduría. Tan marcadas por la experiencia.
La frustración que me ha provocado este comentario lleva a plantearme lo que me he estado preguntando desde la primera clase del programa: ¿Realmente se puede enseñar a escribir? Me resulta inverosímil la idea de que un hombre como el que veo de brazos cruzados en su despacho sea capaz de eso. En el libro Escribir narrativa personal, Vivian Gornick defiende que todo intento de enseñar a escribir, al margen de todo aquello que el profesor conozca personalmente más que teóricamente, está condenado al fracaso: "A mí las teorías sobre la escritura creativa me parecen aún más perjudiciales que las cuestiones acerca del oficio". Antonio Muñoz Molina coincide con Gornick cuando expone que es difícil que tú puedas enseñar algo en lo que tú siempre estás aprendiendo: "Creo que no se puede enseñar eso que llaman técnica. La técnica es una palabra excesiva en un oficio tan artesanal como este".
Mantengo el debate conmigo mismo aun siendo consciente de que yo empecé a tomarme en serio esto de la escritura a partir de un taller intensivo en el que me apunté a los dieciséis años y no abandoné hasta seis años después. Si estoy cursando este posgrado es porque mi experiencia como alumno fue reveladora. Todavía hoy, cada vez que me enfrento a la hoja en blanco, recuerdo con nostalgia el impulso intrépido que motivaba mis primeros intentos. El aprendizaje no se extraía de las lecciones teóricas ni de las diatribas del profesor; lo que realmente marcaba el proceso individual de cada alumno era el hábito de la escritura. La escritora Sabina Urraca imparte desde hace años talleres de escritura creativa, a partir de los que ha descubierto a talentos como Andrea Abreu. A pesar de que sostiene que los talleres de escritura son la prueba de que para que salga algo solo hay que ponerse a ello, me cuenta que en la primera clase siempre avisa a sus alumnos de que ella no puede enseñar a escribir a nadie, porque ella misma no está nada segura de saber hacerlo y porque sabe que ese estado de duda será perpetuo: "Casi diría que debe serlo".
En el libro Isaac Bashevis Singer: su obra y leyenda hay un fragmento que tengo subrayado a lápiz y con varios signos de exclamación en los márgenes. El autor, Sergio Nudelstejer, recoge esta reflexión de Bashevis Singer: "Si un hombre construye una casa sabrá cómo construir diez casas. Pero no es así para el escritor. El escritor puede escribir seis libros y no saber cómo escribir el séptimo, que puede resultar en un terrible fracaso. Cada libro es un problema en sí mismo. Cada libro exige una forma diferente, una técnica distinta. Y nunca aprende uno bien esta profesión. Cada vez que uno escribe un libro, es un milagro si sale bien».
Una empresa anárquica
Celebro cada uno de los dardos lanzados contra la ortodoxia en la escritura. Así pues, ¿por qué estoy invirtiendo 238 horas para obtener mi diploma como profesor?
Considerando que escribir es el oficio más solitario del mundo, puede que los talleres existan exclusivamente como espacios donde compartir. En la novela Doctor Pasavento, Enrique Vila-Matas apunta: "La soledad es el afrodisíaco del espíritu, así como la conversación lo es de la inteligencia". Quizá sea en la conversación originada en un aula donde uno pueda detectar sus puntos débiles y así hacerles frente. Quizá sea a través del debate libre y honesto entre compañeros de batalla donde exista la posibilidad de entrenar la mirada, mantener viva la motivación y aspirar a una mayor destreza. Escribir es una empresa anárquica y del todo impredecible en la que uno solo puede aventurarse a ciegas, desarmado y en la más estricta soledad. No obstante, se necesita del otro para forjarse una idea verdadera de lo que se ha escrito.
Lo demás, tal vez no sea más que una pretensión fallida de poner orden en el corazón del caos.