Juan Bonilla (Jerez, 1966) es escritor y periodista. Premio Nacional de Narrativa de 2020 por su novela Totalidad sexual del cosmos, ha escrito también Los príncipes nubios (2003), Prohibido entrar sin pantalones (2013) y los libros de cuentos –El que apaga la luz y Una manada de ñus–, así como los libros de poemas Partes de guerra, Cháchara y Horizonte de sucesos. En unas de sus recopilaciones de relatos publicada en 1999 aparece El mejor escritor de su generación, un cuento que se concibió como una novela breve. Revisado y ampliado por su autor, El Paseo Editorial lo publica por vez primera, dentro de su colección dedicada a rescatar las óperas primas de narradores contemporáneos, como lo que en su origen debió ser: una novela autónoma e independiente.
La narración de Bonilla trata sobre los avatares de un joven escritor promesa que se encuentra en mitad de una crisis creativa tras llamar la atención con su primera obra de creación. El protagonista tiene un contrato con una editorial que le obliga a escribir y publicar otra novela, pero se siente totalmente incapaz de hacerlo a pesar de las presiones y sugerencias de su madre, su entorno más próximo y su nueva editora. Perdido, el autor de ficción (o quizás no tanto) copia compulsivamente siluetas de las mujeres del dibujante Robert Crumb –una de cuyas ilustraciones ha sido cedida como portada del libro– e intenta desarrollar un relato contado por un personaje que siempre le rondó por la cabeza, un viejo aristócrata con una historia tan fascinante como decadente.
El libro intercala estos dos planos narrativos –la novela en proceso y la narración sobre el escritor bloquedado– para configurar un discurso satírico y humorístico donde se parodian instituciones como la familia, la literatura o los amores ideales. Letra Global ofrece, a modo de adelanto editorial, uno de sus capítulos.
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El padre y la madre del muchacho fueron conducidos de inmediato a una checa. Los de la banda se dedicaron a desvalijar la casa. Metieron la biblioteca en cajas de fruta y cargaron una camioneta. Al muchacho la criada le dio su uniforme y le ordenó que se lo pusiera.
—Madre mía. Me pone.
—Ayyy.
—Sigue y no te quejes más.
El muchacho se vistió de criada mientras apreciaba una extraña pena en los ojos de la criada y demasiada ternura en la voz, como si de verdad sintiese tener que humillarlo, como si fuera una actriz a la que el director hubiera dado órdenes de que convenciera con la mirada al espectador de que ella lo hacía porque tenía que hacerlo, en defensa propia y en contra de su voluntad. Avisado días antes de que algo así podría ocurrir, su padre le había dicho: "si nos pasara cualquier cosa, corre a casa de Betancourt, él te ayudará".
Betancourt era un librero del barrio de Salamanca al que el joven Tormoye detestaba. No había ocasión en la que el librero no aprovechara para tirarle algún pellizco, soltarle incluso algún piropo del tipo: Hay que ver lo alto y atlético que se nos está poniendo el futuro barón, da gloria verlo. Y luego lo desafiaba a que alguna vez se animara a acompañar a su señor padre a la Casa de Campo para que jugaran un partido de tenis o incluso echar unas carreras en la piscina. Es cierto que también le regalaba libros de Tarzán, ediciones originales que el muchacho agradecía y guardaba en su cuarto sin sentir nunca la menor gana de enfrascarse en la lectura de aquellas aventuras para niños, cosa que había decidido dejar de ser.
—¿Que habías decidido dejar de ser niño?
—Ayyy, por favor, ahí más suave.
—Sólo a alguien muy creído se le ocurre eso de decidir dejar de ser niño. Y Tarzán no es para niños, por Dios, con lo buenísimo que está el que hace de Tarzán.
—Johnny Weissmüller.
—Ese era en tu época, que eres más viejo que el que inventó la puerta. Ahora hay una versión nueva y el tiarrón que hace de Tarzán está para que te entren muchas dudas sobre si merece la pena seguir casada. Sigue.
Vestido de criada hubo de recorrer el muchacho Tormoye las calles vacías y apagadas de la ciudad para alcanzar la casa del librero. Muchas veces había acompañado a su padre en sus visitas al establecimiento de Betancourt, y de aquellas visitas siem- pre se había traído algún regalo: por ejemplo, el libro de García Lorca se lo había regalado el librero cuando el padre del muchacho le dijo que le recomendase algo de poesía. Luego, en una fiesta que su padre dio, apareció el poeta y al muchacho le encantó verlo tocar el piano y cantar canciones y se atrevió a pedirle la dedicatoria. Había ido haciéndose una pequeña colección de libros de poemas, Marinero en tierra de Alberti, La niña del caracol de Agustín de Foxá, que iba todos los domingos a comer a su casa, Imagen de Gerardo Diego, varios libros de Juan Ramón Jiménez, que era su favorito.
—Dale, barón, dale, que no hace falta hacer catálogo de reliquias.
—Sólo saborear esos nombres me hace olvidar lo bestia que eres.
—No engañas a nadie, en el fondo disfrutas. Lo noto en eso que te abulta ahí, barón.
—¿Qué habré hecho yo en otra vida para merecer esto? AYYYYYYY
—Algo muy bueno, sin duda, seguro que hiciste algo muy bueno.
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¿Cómo he llegado a involucrarme en este asunto tan perjudicial para mi salud?
Bueno, hace un par de años publiqué una novela de doscientas veintiséis páginas con letra de cuerpo catorce y anchos márgenes que obtuvo cierta resonancia y despertó el interés de unas cuantas editoriales grandes.
Aquella novela, dulcemente escrita, esculpida renglón a renglón, como si su última versión fuera a cincelarse en mármol, meditada y medida durante años, la firmé yo, pero no escribí ni una sola de sus insólitas líneas, ni siquiera me atreví a hacer una corrección banal si se recargaba alguna imagen, ni a intercalar alguna frase intrascendente que al menos fuera mía desde la mayúscula inicial hasta el punto con que concluía. El único cambio se efectuó en la dedicatoria: la enigmática leyenda caligrafiada del original fue suprimida y suplida por el escueto "para mi madre Mercedes y para mi padre que se llama como yo" que apareció impreso en la edición, después de que yo convenciera a mi renuente madre de que le debíamos al viejo, por lo menos, incluirlo en la dedicatoria, cosa con la que ella no estaba en absoluto de acuerdo; lo culpaba de habernos abandonado a nuestra suerte.
La novela la había escrito mi padre.
¿Cómo fue capaz de hacerlo? No lo sé. Mi padre no era, al menos que yo supiera, un buen lector, quiero decir un lector de obras prestigiosas. Cada semana devoraba decenas de noveluchas de género, novelas del Oeste que cambiaba los sábados en el mercado o novelas policiacas o novelas eróticas –esas las guardaba en un cajón de la cómoda de su dormitorio–. Ni siquiera era capaz de terminarse las novelas que leía mi madre para los talleres de lectura en los que se apuntaba por conocer mundo, según decía.
A pesar de esa voracidad en la lectura de productos de kiosco no intuía yo que le interesara la literatura, era de los que cambiaba de canal si en la televisión asomaba un novelista al que iban a entrevistar. Por supuesto, nunca conversamos de libros ni de escritores a pesar de que algo debía de apreciar él que la literatura me interesara cada vez más, pues solía encerrarme en mi habitación a castigar las teclas de la máquina de escribir y de vez en cuando le pedía dinero para hacer fotocopias porque quería enviar algún relato a un concurso o algún ensayo a una revista.
Sin embargo, cuando se le declaró una enfermedad que lo mantuvo postrado durante meses, decidió ir anotando en un cua- derno algunas ideas, escenas, diálogos que le sirvieron de base para la novela. Cuando terminó la narración, que caligrafió en un cuaderno de anillas, la guardó en otro cajón de la cómoda de su dormitorio. Logró caminar de nuevo, se refugiaba en los programas de televisión y en los periódicos deportivos, se tapiaba los oídos para no escuchar a su madre, quiero decir a la mía.
Luego supe –por su hermano– que de joven había sido un lector voraz de libros prestigiosos, o sea, que se había leído esa colección de distinguidas novelas que en cualquier taller literario, en vez de engañar a quienes se acercan a ellos para recibir vagas nociones inservibles y mandatos más o menos tarados sobre cómo se escribe un cuento o qué ha de tener una novela para funcionar como mecanismo de ingeniería, deberían imponer para transformar a un confuso adolescente en un ciudadano culto que acabara comprendiendo que, si uno no es capaz de agarrar a sus fantasmas por el cuello y exprimirles el alma negra para beberse esos borbotones y escupir luego algo de buena literatura, ya sea en forma de comedia descacharrante o poema apasionado o dramón familiar o quest de un ser excepcional, es mejor gastar las energías en otra cosa.
Mi padre heredó esa pasión de su padre, que en realidad era su padrastro, un maestro de escuela que había depositado en los dos hijos de la mujer con la que se casó, grandes esperanzas de poder algún día enorgullecerse de haber criado a algún escritor. Esa es otra novela que a lo mejor cuento en estas notas porque yo tuve que vender la biblioteca de ese hombre cuando murió y nos dejó la casa, a pesar de que mi madre se negaba a trasladarse aquí porque decía que esta casa debía de estar maldita por las cosas contra Dios que habían sucedido dentro (eso de que la madre de mi padre tuviera los mismos apellidos que sus hijos ya debió ser para ella motivo suficiente para no casarse con mi padre, pero "estuve torpe", decía, "debí darme cuenta antes").
Por circunstancias que no vienen al caso –y no vienen al caso sencillamente porque no las sé– mi viejo no pudo ir a la universidad, el hombre se fue enfangando en una existencia en la que, después de unos años sobre los que apenas sé nada, sólo tuvo tiempo para dos cosas: trabajar y tratar de que mi madre le lastimara lo menos posible. Quizás por eso buscaba refu- gio en las novelas de acción, de sexo, del Oeste o de intriga barata: para borrarse de la mediocridad que lo rodeaba, en la que mi madre siempre le ponía a competir con su amo, pues ella servía en casa de un barón de Sevilla que representaba algo así como el verdadero hijo de Dios.
Lo empezó atendiendo como fisioterapeuta, que es a lo que ella se dedicaba, habiendo hecho cima cuando la contrataron en el Betis hasta que al parecer se extralimitó en sus funciones, y no sé si, porque también se extralimitaba en sus funciones, el barón decidió contratarla a tiempo completo. Pero esa es otra novela que también aparecerá en estas notas seguramente porque mi madre sigue hablando del barón como si aún viviese y aún trabajase para él. No hay día que no me diga que tendría que escribir la biografía de ese hombre, aunque siempre que lo dice se echa atrás ella misma con un: "aunque no creo que tú tengas prosa para algo tan grande".
Mi padre volvió a la novela pasados unos meses, en las horas de cierto regocijo, pues la escribió con regocijo entre sábanas en las que se sentía a salvo del mundo por la sencilla razón de que estaba creando un mundo deslumbrante, y sólo cuando una vez sanado, se reproducía ese estado de ánimo acudía a ella para arreglar algunos párrafos, peinar alguna metáfora, retirar alguna insignificancia, potenciar escenas que no terminaban de satisfacerle.
Concluyó la novela meses antes de morir de un infarto. Le dio tiempo a copiarla en limpio en otro cuaderno de anillas.
Con aquella obra había conseguido algo que no había logrado en los sesenta años escasos que duró su existencia: crear una criatura de verdad.
Supongo que de niño no llegué a obsesionarme con el asunto aunque estoy convencido de que debió despertar mi curiosidad durante algún tiempo, el hecho de que mi abuelo no llevara el mismo apellido que mi padre –y el mío–. Cada vez que me asaltaba esa pregunta y la trasladaba a mi madre o mi padre se me respondía: "cuando seas mayor para entenderlo te enterarás". No tenía demasiadas opciones para investigar por mi cuenta, pues toda investigación pasaba por el único familiar de mi padre, su hermano, y por lo tanto para saber algo más tenía que recurrir a las afueras del círculo familiar en pos de algún caso similar de persona que hereda el apellido de la madre y no el del padre. Los amigos a los que yo contaba el caso inventaban siniestras ficciones cuya base fundamental era la misma que yo había estipulado por parecerme la más obvia: mi abuelo no era padre de mi padre, por mucho que éste lo tratara como tal. Y en ese caso crecía una nueva pregunta inevitable: ¿quién era el padre de mi padre?
Era necesario deducir que ya que mi abuela llevaba el apellido de mi padre y el mío (de hecho, aparecían como hermanos en el libro de familia), el verdadero padre o no lo había reconocido como suyo o bien no se sabía siquiera quién había ayudado a mi abuela a engendrarlo. De esta posibilidad cabía inferir que mi abuela había tenido trato con varios hombres y conducir por esa senda, en una época en la que eso no sólo no era frecuente sino que estaba destinado a perjudicar el honor familiar, llevaba a un terreno plagado de arenas movedizas que entre mis amigos suscitaba controversias y burlas ante las que ya tenía que ponerme serio. Con lo fácil que sería que me contaran la verdad, pensaba alguna vez cuando me escocía el ansia de querer saber y no poder alcanzar el conocimiento que destejiese el manto de la duda, en cuyo interior hacía tanto frío.
Preguntarle al propio encausado era la opción más sensata y supongo que después de alguna tarde de burlas en la que alguien dijo "claro, como tu abuela era puta", subí a casa con ganas de saber de una vez y preguntarle a mi padre, que me dijo: "Cosas que pasan". Hubiera sido lógico que una vez entrado en la adolescencia uno hubiera satisfecho todas sus dudas, bien exigiéndole a mi padre que contase lo que supiese de su verdadero padre, o bien conminando a mi madre a que me contase lo que averiguó ella o buscando a mi tío Andrés. Pero en mi casa el silencio sobre el pasado fue siempre norma muy respetada, apenas se agrietaban en las cenas de Navidad o celebraciones similares donde salía a relucir un jugador del Betis del que estuvo enamorada mamá, uno al que fichó el Barcelona, aunque no llegó a figura, o la suma de casualidades que llevaron a mis padres a salir –mi padre trabajaba de revisor en el tren Cádiz-Sevilla-Cádiz, mi madre hacía ese trayecto a diario–.
Siempre me ha sorprendido mucho que mis amigos tengan tantas cosas que contar acerca de sus familiares, se saben las his- torias de sus padres de principio a fin, y agregan las de tíos, abuelos, bisabuelos legendarios, detallan sus episodios y aventuras que se memorizaban a través de las generaciones; podían dibujar el itinerario de los viajes de bodas de sus abuelos y el de sus padres, con dedos ágiles sacaban de la chistera del pasado el famoso episodio en que, después de echar varias cucharadas de sal al café de su mejor amiga, la abuela materna le dijo mirándola fijamente a la cara que estaba al tanto de sus pretensiones con respecto al hombre que iba a ser su marido y que se tomara el café de un buche y no volviera nunca más por aquella casa, o el no menos renombrado capítulo en el que el tío Juan o Ernesto o Guillermo condujo desde Zaragoza a Lugo sin frenos, o la vez que una rata mordió en el precioso tobillo a la prima Angélica o Lourdes o Carmen.
A mí nunca me contaron nada, no atesoraba grandes historias de ninguno de mis, por otra parte, escasos familiares. Ya digo que apenas sé cómo entablaron amistad mi padre y mi madre, supongo que de tanto verse en el tren, supongo que ante la evidencia de que el jugador del Betis nunca iba a hacerle caso a mi madre, porque se iba a Barcelona sin proponerle que la acompañara, no sé.
No hay fotos de su viaje de bodas o si las hubo yo no las vi, y desde luego mi madre, después de la muerte de mi padre y al descubrir su manuscrito, decidió quemarlas. Sí sabía que mi padre se libró de la mili cuando me declaré objetor de conciencia –la haptofobia ya había aparecido en mi vida, ya había empezado a inadaptarme–. Me enteré en una larga conversación en la que el hombre intentó que yo cambiara de opinión y evitara meterme en líos (porque todavía no se había aprobado la ley de objeción de conciencia y por tanto te declaraban insumiso y te juzgaban y enchironaban), pero ni siquiera me informó de las razones por las que se libró del ejército. La historia de la familia parecía empezar con mi propio nacimiento. A partir de ahí empezaban las fotografías y en alguna de esas fotografías aparecía en efecto yo: el tiempo antes de mi nacimiento no se agigantaba lo suficiente como para causarme vértigo. Antes de eso, apenas una cartulina en blanco y negro con mi padre y mi madre forzando una sonrisa en los asientos de una noria.
Cuando murió mi abuelo se decidió que sus pocas propiedades se venderían para que pasáramos a ocupar la casa después de pagarle la mitad que le correspondía a mi tío Andrés: los muebles se regalaron, y me tocó ocuparme de la venta de una pequeña biblioteca integrada por enciclopedias varias, colecciones de libros de bolsillo en los que había igual un tratado de ufología que una historia de los juegos olímpicos, y muchas biografías de grandes hombres, emperadores romanos, dictadores del siglo xx, políticos macilentos y lentos mártires legendarios.
Era un coleccionista de grandes vidas escritas con prosa de urgencia, anecdotarios más o menos jugosos sobre los héroes de la Historia: mi abuelo era uno de esos seres que hubiera tenido grandes posibilidades en uno de esos programas concurso de televisión donde lo mismo pueden preguntar acerca de los carolingios que de botánica. Traté de salvar algún volumen que me conviniera o apeteciera conservar o que pudiera vender aparte, pero no logré más que rescatar los cuatro volúmenes de la Historia de la Segunda República Española de José Pla, con su estuche y todo.
Un montón de recuerdos se barajaban en mi interior, pero no conseguía dar a las sensaciones esa intensidad que acaba des- florándose en melancolía. Hay, que yo sepa, dos tipos de memoria visual: una se nutre de aspectos generales –hacía frío, era verano, estaba amaneciendo, un hombre alto, una mujer gorda– que no saben descender al terreno de las sensaciones concretas, de los detalles exactos; la otra es capaz de reproducir una instantánea del pasado con detalle suficiente para, a partir de ellos, reinventar con pletórica verosimilitud las sensaciones concretas sentidas al vivir la experiencia recordada.
En aquel caso las reminiscencias eran de carácter general, podría decir que aquel era el sofá en el que en mi infancia se apilaban montones de periódicos viejos o que en aquella esquina había una columna de estuco terminada en una bailarina de bronce, pero eso no eran más que datos que con cautelosas piruetas el recuerdo, usando de trampolín el lugar, sacaba después de zambullirse en la pecera de la memoria sin apenas mojarse.
Algo similar me pasaba con los rasgos del dueño del lugar: podía describirlo sin problema con unas cuantas impresiones generales que sirvieran para que quien nunca lo vio pudiera hacerse una idea aproximada de su aspecto –no muy alto, flaco, con el rostro aguileño, las cejas pobladas, un rostro duro– pero precisamente esos cuantos rasgos que yo hubiera podido aportar a la petición de descripción suya que alguien me hiciera habían sustituido por completo la imagen del hombre al que conocí, no podía pintar con colores vivos su rostro en la pantalla de mi memoria, sólo podía alcanzar a dibujar un retrato robot en el que, probablemente, él mismo no se reconocería.
Las enciclopedias, algunos de cuyos tomos me sirvieron en su día para solventar deberes del colegio o el instituto, eran lo que más valor podría alcanzar de toda aquella mercancía. Me puse a ojear algunos tomos, porque las enciclopedias son muy agradecidas, siempre tienen algo que contar. Con la excusa de revisar si estaban completas, si no faltaba ningún tomo, empecé a curiosear aquí y allá mientras llegaba el librero, y de repente incrustado en uno de los tomos apareció un cuadernillo que me plantó en la base de la espalda una sierpe eléctrica cuya cabeza no tardó un segundo en morderme la nuca mientras la cola avanzaba brincando alegremente hacia el coxis.
Se trataba de un ejemplar de una revista titulada Tomorrow’s Men y tenía el tamaño y grosor de un pasaporte. Era, aparentemente, una revista de culturismo, editada en San Francisco en noviembre del año 58 y dedicada a mostrar a su clientela cómo desarrollar un cuerpo atlético y sano. Pero ésa no era más que la excusa que empleaban los editores y compradores de la publicación para burlar las leyes que impedían el tráfico de revistas eróticas. En puridad, se trataba de una revista para gays, lanzada para que una muchedumbre de criaturas consideradas enfermas por los dogmas imperantes pudieran emplearla a fin de saciar su apetito sexual entregándose a las ensoñaciones que les inspiraran los modelos fotografiados en playas y gimnasios en posturas elocuentes y desnudez casi absoluta –la excepción inalterable eran los minúsculos taparrabos que apretaban sus sexos–.
Una insolente tristeza me invadió entonces, después de no poder reprimir un gesto de incredulidad. De repente me acordé de las muchas tardes que aquel hombre me llevó al cine a ver películas de romanos, cuánto péplum me tragué, Dios santo, Gigantes de Roma, La batalla de Maratón, Legiones del César, Escipión el africano. Y de un solo golpe creí entenderlo todo. Ni siquiera le concedí una oportunidad al azar, ese bromista, a la casualidad pendenciera –mi abuelo podía haber comprado esa enciclopedia de segunda mano y el ejemplar de la revistilla podía haber viajado hasta su salón sin que mi abuelo interviniese en su adquisición–.
Registré otros volúmenes con la certeza de que habría de dar con otros ejemplares de esa publicación o alguna semejante, y así fue, aparecieron más cuadernillos, otros números de la misma revista escondidos en los tomos de las estanterías más altas. Revisé uno por uno los tomos de todas las enciclopedias y fueron saltando dos docenas de números de aquella publicación –después me enteraría en las memorias de Terenci Moix que esas revistas costaban en España una fortuna, y que sólo se vendían en un par de kioscos de las Ramblas de Barcelona a los que llegaban gracias a unos cuantos viajeros intrépidos que regresaban de la dorada California con las maletas llenas de cuadernillos prohibidos aquí: Adonis, Hércules, Beauty, Tomorrow’s Men eran sus títulos, catálogos de culturistas o muchachos disfrazados para ocasionar la admiración de los compradores–. California, claro.
Me acordé de haber visto en el mueble de la entrada, donde se apilaban libros de viaje y guías de ciudades, una guía de California, y me imaginé a mi abuelo venciéndose a sí mismo y a su vida oscura y amarga, sacando sus ahorros del banco y atreviéndose a viajar a California, la California dorada que ocupaba con su sol hiriente los hundidos sótanos de su imaginación y sus sueños inconfesables. Aquella California de la que tan sólo le llegaban estampas de hombres hermosos que él –y qué cara pondría, con qué gesto encararía al vendedor de las Ramblas al que compraba las revistas– tenía que esconder cuando llegara a su casa. No resultaba complicado deducir, con los retales de información que poseía, una solución para el enigma familiar del que nadie había querido hablarme; no resultaba arriesgado armar, con aquellos cuadernitos en los que lucían lozanas criaturas que, o hacía tiempo habían muerto o ya no eran más que sanos vejesto ios, una historia con principio y fin.
Una madre soltera, dos hijos fruto de una relación con un hombre seguramente casado que no podía reconocerlos pero que juró ocuparse de ellos, un hombre que huyendo de su tierra natal necesita mantener escondido un secreto y descubre su salvación en aquel trío formado por la madre soltera y sus dos hijos. Ahora bien, de todos los elementos de la historia, el único que queda en el fondo sin corregir es el último: porque la madre soltera dejó de serlo, los niños adquirieron un padre, pero el hombre, aunque consiguiera parapetarse integrando una familia, haciéndose respetar mediante esa institución, seguiría poseyendo el mismo secreto que antes de que variara su situación. Y lo poseyó hasta el final de los días.
¿Supo algo mi abuela de su condición? ¿Lo intuyó mi padre? ¿Mi tío Andrés? Tuvo que atesorarlo en silencio a sabiendas de que hacerlo emerger significaba destruirse. Y pensar en eso multiplicaba la insolencia de la tristeza que me había ganado, aun sin entrar en detalles –como el hecho del coste de las revistas, pues siendo muchacho pobre, habría seguramente tenido que sacar de donde no había para procurárselas–.
La salita aquella, con sus tomos de enciclopedia a punto de ser engullidos por la camioneta del librero, sus libros de bolsillo y el secreto de tantos años, se me presentó, no como el lugar más triste del mundo, sino como la sede misma de la tristeza. Que ahora en esa salita mi madre se reúna con sus amigas para hacer un club de lectura me resulta una especie de traición a la memoria de aquel hombre, pero ya me dirás cómo le digo a mi madre que se reúnan en otro sitio. Era una de esas tristezas extrañas que a veces nos calan desdibujándolo todo alrededor, como si lo primero que nos afectara no fuera el corazón, plantando una burbuja en nuestro pecho, sino directamente los ojos.
Esa tristeza que tal vez se limita a señalar el momento en que algo desconocido, sobre lo que no tenemos dominio, contra la que no podemos hacer nada, un ejército de soldados invisibles cuya presencia se manifiesta sólo cuando aciertan a golpearnos, penetra en nosotros, nos sacude, nos desabastece de nosotros mismos, genera un clima de extrañeza alrededor, hace enmudecer nuestros sentimientos y produce como un repliegue de la realidad misma del que surge un silencio que lo contamina todo, que nos abate porque no somos capaces de anularlo, porque nos llena de vacío y ya se sabe que en el vacío las voces no se propagan y todo grito, toda petición de auxilio resulta un esfuerzo tan doloroso como gratuito.
Esa tristeza inexplicable que hace llorar a un niño sin que sepamos por qué y sin que él pueda decírnoslo. Aquella salita la había habitado alguien condenado a no poder ser lo que hubiera deseado ser, alguien condenado a convertir su intimidad en un recinto amurallado, alguien que, seguramente, cada vez que un intruso, como yo, se metía allí y avisaba que iba a buscar algo en una enciclopedia, temblaba ante la posibilidad de que el azar lo descubriera. En mi interior hervían preguntas y recuerdos, no como dos batallones dispuestos frente a frente, dominados a la par por el miedo a la derrota y el ansia de gloria, sino como elementos hermanados por una circunstancia, escaques de distinto color que se conjuran para formar la perfección de un tablero de ajedrez.
Incurriría en artificio si verbalizara ahora las preguntas que bullían en mi cabeza, a cada una de las cuales respondía un recuerdo impreciso que no pertenecía a aquella pobre memoria visual que se agarra a los datos generales sino que es capaz de proyectar en la pantalla del cerebro con extraordinaria exactitud una escena, a sabiendas de todas formas de que es una escena inventada a partir de un detalle exacto.De repente, una criatura a la que los años –y mi madre– habían distanciado hasta hacerla un mero borrón del horizonte más remoto de mi pasado se me volvía presente, no con los disfraces de enton- ces, no con la identidad con la que había tenido que protegerse, sino desvelado en su intimidad.
Identidad e intimidad, dos brazos que están echando un pulso constante, la una acaba siendo lo que somos ante los demás, el conjunto de rasgos y razones que nos constituyen ante los otros, su lugar es el mundo; la otra es lo que sabemos que somos, la caja donde vamos guardando todos los secretos que nos miden, su lugar es el espejo o la cueva que antecede al abismo del sueño. Claro que no tienen por qué contradecirse, claro que ante el mundo uno puede mostrarse y ser lo que es ante el espejo, claro que ambos brazos, en vez de mantener ese pulso, pueden dedicarse a cosa más efectiva, como tocar el piano, el brazo izquierdo marcando el fondo de una composición y el derecho pulsando las teclas que pronuncien una melodía.
Pero en el pulso constante que esos dos brazos habían mantenido utilizando la existencia del dueño de aquellos libros que ahora iba a vender, la intimidad había tenido que mostrar su fiera debilidad hasta el punto de que, seguramente, en los peores momentos, se dejó avasallar por la identidad en el territorio que le resultaba menos propicio: el propio espejo. Seguramente aquel hombre se había mentido a sí mismo más de una vez, bueno, sí, todos lo hacemos, o se había repugnado por su debilidad, por desear lo que deseaba –y el nombre de California tatuado en las paredes de su sótano, en las lámparas de sus sueños– lo que en su época era considerado una maldición y la peor de las enfermedades.
Había encerrado su intimidad en un sótano. Un sótano de revistas americanas llenas de cuerpos esculturales: arriba, en la primera planta, tras la puerta cerrada con llave del sótano, estaba la vida cotidiana, la mujer con la que nada tenía que ver pero a la que había salvado por salvarse, los niños que nunca podrían quererle y a los que nunca podría querer.
Llamaron al timbre. Era el librero. Puse las revistas que había descubierto junto a los tomos de la Historia de la Segunda Repú- blica para salvarlos de la venta. Lo metí todo en una mochila. Luego solventé el asunto oyendo el despreciable precio que me ofrecían y aceptándolo. La sala se vació enseguida de libros. No quise permanecer más tiempo en la casa en la que pocas semanas después nos vendríamos a vivir. Eché un último vistazo. No creo en fantasmas pero al salir sentí la fría palma de una mano muerta en el cuello. Y creo que desde entonces no soporto que me toquen.
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[El mejor escritor de su generación. Juan Bonilla. El Paseo Editorial, Sevilla 2021. Serie Ópera Prima. 192 páginas. 16,95 €]