Era la portada enmarcada de un diario francés del lunes 25 de septiembre de 1939: “En exil, en Anglaterre, le célèbre FREUD est mort ce matin” (por el 24). Y luego: “L’illustre philosophe, dont les théories ont bouleversé la psychologie, la psychiatrie et la littérature a succombé a quatre-vingt-trois ans après une longue maladie.” Después daba cuenta del penoso exilio en Londres, tras huir de la nazificación de Austria. Cedimos el sitio a otros visitantes que habían sentido la necesidad de leer precisamente esa portada.

Reparé en la gente, en sus zapatillas deportivas, en sus macutos y mochilas. Freud y su casa habían entrado en los circuitos turísticos de Viena en pie de igualdad con la Escuela de Equitación Española o el Café Central. Quizá por eso los que me rodeaban pasaban incólumes ante las figuras que a mí me habían conmocionado con su fuerza inaudita. Desatendían su poder, ignoraban que estaban cargadas como pilas eléctricas de una energía que a nadie ya aprovechaba. Por el contrario, como era de esperar, veneraban como auténticas reliquias los efectos personales de Freud, sus cortapuros, tarjetas de visita y hasta cepillos para la ropa. María se había quedado clavada ante una foto. Me acerqué: era el portal de Berggasse 19 coronado por una esvástica infamante. Decidí no interrumpir y pasé solo a la siguiente habitación.

Más presencias tras los cristales de las vitrinas. Un guerrero chino de terracota, de los que guardaban a los muertos en sus tumbas, custodiaba una tesis doctoral sobre la cocaína. Algunas frases manuscritas de Freud daban prueba de su fe en las propiedades del polvillo blanco. Unos genitales masculinos de arcilla amortiguaban las obras completas de Charcot, dedicadas de su puño y letra. Me quedé embobado ante un retrato femenino. María se acercó y se apoyó en mi hombro.

Lou Andreas Salomé.

–Sí. ¿Por qué atraería a hombres tan grandes? 

–O, ¿por qué le atraían hombres tan grandes? 

–Se hace extraño pensar que Freud era... este. 

Mi torpe observación, que temí de nuevo indescifrable, no lo fue esta vez. Quizá porque mientras la hacía tracé un vago círculo con el brazo que quería abarcar la habitación, la casa y mis reflexiones. Hasta tal punto María había comprendido que fue ella quien prosiguió:

– ...Y que, anciano, tuvo que hacer las maletas a toda prisa y abandonar esta casa, en la que había dejado medio siglo. Las masas, ahí fuera, acababan de aclamar al führer, y él supo que, a pesar de haber vivido como un modélico ciudadano de Viena, en realidad era un extraño. Es la eterna historia de los judíos.

Una dama sesentona nos sonreía. Era evidente que nos había entendido, aunque estaba seguro de que no era española. Empezó a hablar y, exactamente en la tercera sílaba, una dulce inflexión la descubrió argentina. Pero no. Cuando acabó su frase, la había tomado sucesivamente por rusa, alemana, estadounidense, magrebí:

–Lo notable es que entre los judíos de esta ciudad se contaban algunos de los mejores espíritus de su tiempo. También ellos vivían por lo visto en el error y se creían en casa. Viena la afortunada, que albergó a tantos padres del arte y del pensamiento, optó por la nada, por la muerte. Creyó que iba a eliminar a los culpables de todos los males y lo que hizo fue suicidarse. Hoy no existe. No es más que otra estrella desaparecida cuya luz sobrevive, por mucho que trate de arrogarse el esplendor inmortal de aquellos a los que no hace tanto negó, expulsó o asesinó.

Y, sin más, la mujer volvió a sonreír, apuntó una reverencia y se marchó.

Agotada la Rambla y esquivado Colón, hice detener el taxi. Recordé que allí acababan en otra época los paseos, cuando mudo frente al mar, y muy joven, aventaba una tristeza crónica que, como las brasas, lejos de apagarse se avivaba. Donde antaño la ciudad concluía, había ahora un puente de madera. Lo crucé y deambulé por el Maremágnum, por el acuario, por las tiendecitas de corbatas, bombones y bisutería. La mano derecha siempre en el bolsillo de la gabardina, agarrando el fetiche para que no escapara, o para convencerme de que ahora era mío, de que en un acto incalificable lo había hurtado.

Lo había hurtado en cuanto estuvimos solos en la sala del retrato de Lou Andreas Salomé. Fue fácil: desplazar ligeramente con el pulgar el cristal de la vitrina mirando hacia otro lado, sacar la figurilla sin mover el soporte de madera tallada y cerrar de nuevo. La operación no duró más de siete u ocho segundos. Ni siquiera María se percató; mucho menos los custodios de las reliquias. Aun así insistí en abandonar inmediatamente la casa-museo. Ella me pidió cinco minutos más y tuve que inventarme un mareo repentino para disuadirla. Dejamos atrás, en la escalera que había soñado, a la dama de los múltiples acentos. El corazón me dio un vuelco cuando me miró muy seria, afeándome algo en vez de contestar a mi saludo, aunque María aseguró que eran imaginaciones mías, y que la mujer me había respondido: See you.

La escenita en el hotel cuando saqué el fetiche fue de las que no se olvidan fácilmente. “Chorizo” es lo menos insultante que tuve que oír. Además de indignada, María estaba convencida de que nos descubrirían, nos detendrían y no podríamos regresar a España. Al principio lo eché a broma y fantaseé sobre las cárceles austriacas sirviéndome de las prisiones turcas de El expreso de medianoche. El humor no funcionó. Tuve que mostrarme totalmente arrepentido, y de forma creíble. La convencí de que devolver lo sustraído allí mismo, como ella pretendía, era demasiado peligroso. Era mejor enviarlo desde casa. Juré que así lo haría.

–En serio, María. Mírame, por favor. Lo enviaré desde Barcelona.

No volví a tocarla, con lo que el viaje acabó de estropearse. Tumbado junto a ella deseé su abrazo más que cualquier otra cosa en el mundo. Quizá el hecho de que no me lo concediera me empujó aun más a los dominios mágicos del ídolo.

[Continuará]