SEGUNDA PARTE
Nos echamos a la calle sin rumbo, y sucede. Sin darnos cuenta repetimos trayectos de un limitado repertorio. En el mío tengo itinerarios bien establecidos, dependiendo de la estación o del día de la semana, dependiendo quizá de los zapatos o de alguna otra inconsciente restricción. Son paseos rituales de ignota obediencia que, al final, jalonan o certifican la existencia. Las distintas etapas de mi vida se podrían explicar a través de los paseos favoritos de mis pies, y cada época acaba siendo, por encima de cualquier otra cosa, el resumen de las evocaciones caprichosas suscitadas por ciertas esquinas, arboledas, fuentes o escaparates.
¿Quién era yo cuando robé el fetiche? ¿Quién cuando partí, quién cuando regresé de Viena? No sé qué responder. ¿Lo ven? Apenas sé que era alguien que necesitaba acudir a la Plaza del Pino para acometer desde allí recorridos fijados por la costumbre. Sólo debía plantarme ante la iglesia, mirando al rotundo rosetón, con todos mis sentidos desplegados. Y con todas mis manos, mis infinitas manos en los bolsillos.
Manos de tañer las cuerdas, manos de pulsar las teclas, de empuñar las armas, de acariciar los muslos y de apretar los puños, manos de dibujar siluetas y de entrelazar otras manos. Manos de quedarse quietas, manos que eran yo, el hombre resumido que vestía su tabardo de improbable marino de Melville. Manos de abrir los libros. Manos que eran los ojos que recorrían el espacio encantado alrededor del punto preciso de la plaza, aquel que los turistas no distinguían y que, sin embargo, llevaba todo el tiempo allí. Oculto y a la vista, como la carta misteriosa de Poe. Para mí el secreto.
Transitaba despacio la calle de la Paja, hacia la Catedral. Mitad de paseo. Un momento que contaba, cada vez, con su propio ángulo en las agujas del reloj. Para los iniciados, digamos que el momento poseía un azar y un paradigma en las cerillas amontonadas o dispersas que caen para siempre de la caja de Jung en la academia.
Llegaba al claustro. Pisaba el mismo mármol de siempre, la misma losa bajo la que, al parecer, yacía un obispo desde hacía tres siglos, pero también tres minutos. Y mi ser era todo lo que veía, y era el sol tras las torres, que se debilitaba, y era una barahúnda de pájaros invisibles en las copas de los cuatro árboles, confirmándome que era ese el lugar donde ocurrían las epifanías.
Un paso y otro paso, como toda la vida, que transcurría sobre los zapatos y sobre las tumbas. Ya fuera por volver a posar las manos sobre los contrafuertes, ya fuera por la música callejera que aguardaba en la calle de la Piedad (la flauta travesera o el clarinete, lejanos), acababa saliendo antes de lo previsto. A esas alturas no podía engañarme, siempre más me tendría este entorno; a unos metros de aquí fui bautizado. Los pies habían dejado de gobernarme y el sol en su ciclo tomaba el mando: Ahora, al Ateneo. En la librería de viejo de la calle Canuda brotaban libros inesperados. Si mi ser era cuanto veía, también era, a la vez, nada. O algo invisible, hasta que la fuerza se manifestaba sobre las cosas quebrándolas, moviéndolas, doblándolas. O pasando las hojas de libros polvorientos.
Barrio Gótico, juventud que se acercaba y se alejaba, que espectral recorría las calles irradiadas. Y el chocolate con churros que podía tomar pero que no tomaba porque bastaban el olor y la puerta de vidrio, ante la cual mis muchas manos se detenían, a unos centímetros del tacto familiar, de la lisura.
Reconocía las huellas de los otros fantasmas, prematuramente liberados de sus cuerpos. Ahí estaban, cantando, todos ellos. Y una guitarra. Al fondo aguardaba el eterno ponche de la risa, en la champañería donde conocí a María una noche que nunca debió terminar. Allá arriba los arcos que regurgitaban sombras.
Llamo paseo a esta ceremonia porque el léxico se muestra cicatero con los embates del alma. Paseo, pues, que yo no daba sino que las calles me daban a mí, llevándome a escondrijos donde el tiempo no había pasado y todas las mujeres seguían siendo ella, todas juntas ella. Y la tienda de las figuritas, y la cerámica que desbordaría los tenderetes navideños cuando llegara el momento y María volviera a pedirme en broma el reloj de pared que no quería, el reloj en forma de sol, riendo entre el gentío de la feria de Santa Lucía. Era todo lo que necesita para aceptar que había vivido en un lugar y no en otro, que una ciudad me había tenido y no las otras.
Me dolían un poco las rodillas y sospechaba que en alguna juntura cuyo nombre debía averiguar comenzaba la vejez. Una maldición que nacía bajo la especie de la prudencia, que iría creciendo disfrazada de cansancio intermitente. La vejez aparecía en las rodillas para ir comiendo el cuerpo poco a poco, para correr pronto a los codos como un rayo, dejando levísimas molestias lumbares en su camino, para ir informando al hombre del justo alcance de los abrazos y de las zancadas. Todavía me encontraba en el primer estadio, pero sabía que un día ocurriría, que remitirían abrazos y zancadas, que se encogerían acortando su trato con el mundo y me obligarían a escapar hacia arriba, hacia la cabeza y el recuerdo, hacia proyectos desprovistos del tacto de las hojas, del correr de la arena entre los dedos, de la agitación. Y al fin ni la cabeza se libraría del encogimiento y del regreso, y desearía convertirme en un punto perfecto, sin espacio.
Pero aún no. Aún estaba la vejez naciendo en las rodillas, y aún era posible engañarla con alguna carrera y con alguna carcajada esporádica. Ignoraba si era la juventud la que se iba o era la senectud la que ocupaba sin contemplaciones el territorio de las expectativas. Había que huir como fuera, en cualquier caso. Localizar al enemigo detrás de las rótulas era el primer capítulo de la rebelión. Y ahora a caminar, a seguir caminando.
[Continuará]