Llovía, llovía, diluviaba. Los Pagos vomitaban cielo y agua, la Rivera vencía al horizonte, el Regajo era un mar ruidoso, el Arruillo no sabía por dónde tomar, si buscar la Fontiña o el Albahacar. El pueblo se quedaba aislado del mundo, ni mirar a Santa Bárbara ni saltar a Portugal ni caminar a la Puebla. Los caminos se hundían sin puentes por donde pasar. Los cercados, encumbrados con tanto furor, apenas vieron el golpe del cielo que los anegaban. Otro invierno de agua, y el pueblo solo.
Tío Manuel Porto sabía que así no se podía salir al corral, con atender las palanganas todo el día era suficiente. Los perros ni ladraban. A las dos ovejas que tenía tampoco se les oía, las demás se murieron hacía apenas un año cuando tuvieron que dejar la finca. Nadie se las compró, nadie se atrevió. El año estaba siendo malo. Tío Borrero había muerto arrollado en su capote, dicen que iba borracho y que la yegua lo tiró. Apareció con el vientre hinchado, mirando al castillo, rodeado de ovejas, cochinos y cabras, todos ahogados de tanta agua. Nadie podía salir del pueblo, ni siquiera de casa.
En aquellas noches tío Manuel se sentaba delante de la candela y, mientras sus hijos removían las ascuas, él recitaba romances y fábulas con la mirada perdida en el fuego. Había aprendido a leer, nadie supo cómo. Fue en una de esas noches de agua cuando le vino a la memoria el cuento que le escuchó al cura en la misa por la muerte de su niño. Un muchacho se quejaba a Dios y le pedía que calmase su ira, que le dejase respirar siquiera un poco:
“Este vivir muriendo noche y día,
así me enfada ya, que sin respeto
la rienda soltaré a la lengua mía”
Su mujer, sus hijos y su hermano Fernando, el viudo, le escuchaban boquiabiertos. Y Manuel que le encantaba impresionar a los más pequeños se metió debajo de la chimenea y gritó:
–“Un joven se puede morir pero un viejo, un viejo no debe vivir”.
Tío Patiño se despertó sudando. Lo había soñado tan clarito. No era el aguardiente, había sido tío Manuel Porto. Había muerto hacía más de cincuenta años y lo había venido a ver. En la finca Santa Rosalía, cuando era un muchacho esquiló muchas ovejas en la cuadrilla de tío Manuel. Y ahora, a sus noventa años, aún recordaba aquellas mañanas cuando el más viejo de los Portos les contaba cuentos y más cuentos, y cuando todos estaban embelesados él acababa con un lamento:
–“Un joven se puede morir pero un viejo, un viejo no debe vivir”.
Recordaba la lágrima en la cara arrugada de tío Manuel y recordaba la sonrisa de su hijo Lorenzo, ¡habían jugado tantas veces juntos! Eran quintos. En la escuela, con apenas diez años, don Emilio mandaba a Lorenzo a enseñar las capitales del mundo a los que ni las sabían ni tenían el más mínimo interés en aprenderlas. El maestro leía el periódico, mientras miraba de reojo la clase con una lastimosa sonrisa. Hacía pocos días que había recibido la noticia de que su hijo había muerto en el frente del Ebro. El telegrama era escueto: “Teniente Pérez Macías. STOP. Caído. STOP. Defensa de Dios y España”.
Aún estaba esperando el cuerpo y ya el nuevo alcalde le había propuesto poner una calle a nombre de su hijo.
–“¿Una calle?”
A don Emilio le importaba un carajo Dios, España y la calle. Su niño tenía dieciocho años y no era ni nacional ni rojo, estaba haciendo el servicio militar en Sevilla, se había ido voluntario, y llegó Queipo de Llano y dijo lo que dijo e hizo lo que hizo. Pero ni eso podía decir en el casino Don Emilio cuando le daban el pésame. Él era conservador y monárquico pero no cómplice de asesinos. La mano blanda y el gesto compasivo de Doneduardo le sacaba de quicio, no soportaba verle como se palpaba con la otra los imperativos de la entrepierna bajo la sotana. Ahora le había tocado a su hijo como dos años antes el cura había señalado a otros hijos. Miraba en silencio el periódico pero ni leía ni quería saber nada de la batalla del Ebro ni de Franco ni de los acuerdos de Múnich.
No lo pensó, cogió una mañana a Lorenzo Porto, el sobrino de Antonio, un fusilado, y le preguntó si quería jugar a ser maestro. Y Lorenzo, con apenas diez años y su bata blanca, con una sonrisa inocente como la de su hijo, le contestó:
–“A sus órdenes, don Emilio”.
A los niños les gustaba como Lorenzo les recitaba las capitales. Era como su padre, empezaba con un cuento. Su tío había estado en la guerra de África, y gritaba: “¡Qué batalla la del Rif!” Y desde el monte Gurugú los llevaba al desierto, después se iban a Sidi Ifni y bajaban hasta Senegal, y de allí a Fernando Poo y Santa Isabel. En Guinea –la ecuatorial- descansaban. Y volvían por Tombuctú hasta Orán, y por la costa unas veces se acercaban a Egipto, otras se volvían trotando a Tetuán.
Don Emilio les daba permiso para salir a la calle, delante de la escuela, pero muchos seguían a Lorenzo que con la vara en alto y señalando el castillo gritaba:
-“Rumbo a El Cairo”.
Y allí se iban, a saltar por las murallas parduzcas, a luchar como mamelucos contra los portugueses. Satisfechos del triunfo, con algunos heridos tras la cruenta batalla pero sin ninguna baja, regresaban a la escuela un poco tarde. Y don Emilio los recibía palmeta en mano.
Lorenzo se murió en los brazos de su padre, desangrado. No había cumplido todavía los once años. Había sido un invierno de mucha agua, y tío Manuel no consiguió meter la mula por el camino mientras abrazaba a su niño, cada vez más blanco, cada vez más frío. Estaban de arriendo en Romanera y tenían que llegar al pueblo, don Sebastián lo curaría, todo había sido tan rápido, el niño empezó a orinar sangre y más sangre.
La noche antes había venido al pueblo con el carro a buscar al médico.
–“Mi Lorenzo, que está con fiebre, ¿podría usted venir?”
–“Te dije que mientras no dejéis la finca no tendría más trato con los Portos. Iros ya. Y no olvides que tu mujer es hermana de rojo fusilado, y su sobrina Dolores, ¡Qué vergüenza! ¿ya no te acuerdas como iba por la calle? Además, los ingleses me pagan mucho más”.
–"Nos vamos, dejamos la finca, no nos devuelva el arriendo, venderemos las ovejas, pero venga usted a ver al niño”.
–“Traémelo mañana”, dijo don Sebastián mientras con el brazo de la criada cerró de un golpe la puerta.
Tío Patiño se sobresaltó. Nunca había tenido un sueño tan clarito. No pudo levantarse, y volvió a recostarse en el sillón. El aguardiente, tenía que haber sido el aguardiente, se había tomado sus cuatro copas de mediodía, como siempre. Cerró los ojos y vio otra vez a tío Manuel Porto.
-“Pero Patiño, ¿a dónde vas?”
-“Rumbo a El Cairo, tío Manuel, rumbo a El Cairo”.