Los Estados hasta hoy desenvueltos en la historia constan de tres términos: la familia, el municipio y la nación: entre estos dos últimos existen siempre otros círculos intermedios, llámense estados, reinos, provincias, departamentos o regencias [...].
La nación diverge sin duda de los demás círculos inferiores por el límite cuantitativo de su esfera, pues contiene siempre por necesidad a estos círculos, sin los cuales no hay nación alguna. Así, no lo eran, por ejemplos, las repúblicas municipales antiguas, ni la de la Edad Media, por más que se hallasen como en estado de naturaleza independientes entre sí y sin suponer común que respondir a la idea de nacionalidad.
Pero a esta diferencia se agrega otra: la nación es la suprema personalidad territorial hasta hoy constituida, salvo los ensayos que, ora por la vía de la federación, ora de unión personal monárquica, preludian de una manera igualmente imperfecta intentos de superiores organizaciones, que habrán de fundarse en vínculos harto más objetivos que el mero pacto de voluntades arbitrarias [...].
La nación, el único órgano territorial hoy independiente, ejerce una tutela más o menos eficaz y extensa sobre los restantes que le están sometidos (...) La unión del carácter de la acción gubernamental con el de necesidad, coadyuda a aquel género funesto de ilusiones que atribuye tan inmensa eficacia a la acción de órganos específicos. Los principios sancionados por dicha clase de Estados son exteriormente obligatorios, deben ser cumplidos por los miembros de la sociedad sin remisión ni excusa, sujetándose en otro caso a la penalidad ordenada.
Las reglas de fe declaradas por las autoridades de una comunión religiosa obligan también a sus individuos, pero nunca más allá de hasta donde ellos libremente quieren someterse, quedándoles siempre, en el caso de negarse a la obediencia, el recurso de abandonar la asociación para ingresar en otra, o en ninguna. Mas como la incorporación a un Estado territorial cualquiera es absolutamente forzosa, sin que la libertad individual tenga otros derechos que el de opción, la acción de sus autoridades aparece siempre con un carácter, no sólo imperativo, sino eficaz y superior a toda voluntad contraria [...].
Hoy estos Estados no son Estados para los fines de la nación, como sociedad total o territorial, sino a la vez, como tutora de los restantes círculos y como órgano supremo de la sociedad fundamental humana.
GINER DE LOS RÍOS, Francisco: La persona social. Estudios y fragmentos (1899), Ediciones La Lectura, Madrid, 1912. Extraído de GUERRA SESMA, Daniel [Edit]: El pensamiento territorial del siglo XIX español, Athenaica, Sevilla, 2018.