El monólogo que escribió para mí fue cobrando cuerpo, a partir de unos primeros párrafos, en los propios ensayos, sobre la marcha, y se fue alterando con mis comentarios, objeciones y sugerencias. Él insistía en la necesidad de que yo no gestualizara sino que corporeizara lo que decía, para lo cual era imprescindible que comprendiera no ya el texto sino el efecto que debía causar en el público, especialmente en los momentos fuertes, en los eslabones dramáticos. Me instó a canalizar la violencia y la cólera, esos rasgos tan propios de quien yo era entonces, a jugar con ellos, a contenerlos y liberarlos de forma calculada.
Hizo una obra a mi medida, una obra que --reconozco sin vergüenza-- nunca llegué a entender, aunque es indudable que, de algún modo, me sentía cómodo representándola. Sostenía que yo debía aparecer en el escenario vacío dispuesto a desafiar al público. Eso no me iba a costar mucho. Tuvimos el valor de estrenar El último día del canalla con una escenografía inexistente y sin otro recurso que mi persona, un desconocido, y su texto, su primera y única obra. Julio afirmaba que ningún crítico iba a perder el tiempo cebándose en nosotros. Yo replicaba que ninguno iba a perder el tiempo con nosotros.
Un par de golpes de suerte, y una inexplicable decisión, nos permitió colarnos entre las obras presentadas en la Exposición Universal de Sevilla y repetir, muy poco después, al abrigo de la acogida favorable de un par de revistas extranjeras --que nosotros nos encargamos de exagerar-- en Barcelona, en el marco de los actos culturales que precedieron a los Juegos Olímpicos. Lo impensable se fue haciendo realidad y, en un sorprendente giro de la fortuna, pisé los escenarios de París y Berlín, de Montevideo y La Habana, de Tokio y Jerusalén.
Julio hablaba y bromeaba sin tregua mientras sobrevolábamos el Atlántico. Temeroso de algún cambio en mi carácter, se cuidó de que no me abrumaran las valoraciones de la crítica, las adjetivaciones a mi interpretación.
--¡Cruda, vehemente, sin adornos...! --leía y reía, removiéndose en el asiento del avión--. Ni adornos, ni decorados, ni música, ni luces...
Adela, una chilena lánguida y eficiente, se instaló con nosotros en una masía del Ampurdán. Estábamos dispuestos a trabajar y descansar, recapacitar y disfrutar. La relativa holgura económica nos resultaba nueva e increíble. Ella se encargaba de todas esas gestiones inherentes a nuestro recién adquirido estatus que tanto a Julio como a mí nos desbordaban.
Pero los días pasaban sin que acabara de definirse ningún nuevo proyecto. Adela, cada vez más inquieta, aplazaba entrevistas y daba largas a representantes y concejalías de cultura, deshaciendo una laboriosa red de contactos que ella misma había fabricado con no poco trabajo y con los ecos de El último día del canalla como único activo. Algunos encuentros con gente del teatro de Girona habían derivado, tras un inicial interés profesional, en veladas de copeo interminables. Cerrábamos todos los bares del Call, y la cosa se fue haciendo insostenible.
Si Julio --o Adela, que siempre lo supo-- me hubiera explicado lo que ocurría, quiero creer que no me habría marchado dejando al hombre a quien todo le debo enfrentado a su enfermedad. Pero por algún motivo me lo ocultaron y yo, cansado de ocio, tuve tiempo para ponerme a sospechar que el éxito no se repetiría cuando Julio finalmente escribiera algo nuevo para mí; así que, cuando me llamaron desde París para trabajar en el cine al lado de Depardieu, no lo pensé dos veces.
Pasé un año en Francia. En agosto del noventa y cuatro, hojeando la prensa española en un café de la Place des Vosges, resacoso como siempre, supe de una sola vez que Julio había muerto y que antes había pasado varios meses ingresado en un hospital de Girona con un sida terminal. Aunque hubiera salido vivo de allí, esta vez yo no le esperaba en el pasillo. La cabecera de la noticia se refería a él como el autor y director teatral que me había descubierto. Ese día soñé con sus pantalones de tergal y con su frente sangrante, y decidí que las grietas de su frente, que un día habían subrayado su dignidad, eran las grietas de la vieja casa, y que Padre y Julio seguían vivos en la herrumbre del agua para siempre. Por eso regresé a apuntalar los muros, a reponer las puertas, a pintarlo y restaurarlo todo. Aquí donde el sabor del hierro me obliga a permanecer.