A finales de los años setenta del pasado siglo, dos artistas barceloneses en busca de un suplemento semanal a sus magros ingresos --el pintor Manel Valls y el conceptual Carlos Pazos-- tuvieron la brillante idea de alquilar los fines de semana el Salón Cibeles, un vetusto dancing de la calle Córcega, para organizar unos bailes retro en los que la gente pudiera emborracharse con cierto estilo. Como amigo de los organizadores, uno podía beber gratis y, con lo que yo bebía en esa época, les aseguro que se agradecía muchísimo el ahorro.
La cosa se convirtió en un éxito de manera casi inmediata: era la época en que la bebida, que nunca había pasado de moda, intentaba imponerse o coexistir con el hachís y otras drogas que tomaban los jóvenes para distinguirse de las generaciones que les habían precedido. Pazos era un dandy, fan de Bryan Ferry y David Bowie, que aspiraba a disponer de un espacio en el que se sintiera como el gran Gatsby en su mansión de los Hamptons: nunca bailaba, limitándose a observar al personal desde un palco y con cara de estar perdido en sus propias ensoñaciones. Manel, siempre un hombre práctico, se conformaba con ganar dinero mientras lo perdía invitando a copas a los amigos, pero también le encantaba ejercer de simpático anfitrión de una casa que no era suya.
Durante los pocos años que duró la experiencia, algunos nos pasamos los fines de semana en el Salón Cibeles, bebiendo, hablando, bailando (en general, las chicas; los responsables siempre disponían de algún amigo gay que sacara a bailar a sus novias sin peligro de que les tocaran el culo), elaborando planes profesionales imposibles que de noche parecían muy razonables, escuchando a Ricardo Solfa --que era el alter ego lechuguino de Jaume Sisa--, a la orquesta del cubano Raúl del Castillo (sin perder de vista a su hija, belleza caribeña de mucho fuste), a La Voss del Trópico --que siempre saludaba a Juanjo Fernández, director del Star, con la frase “Hombre, si está aquí el star por casa”, que a mi jefe no le hacía puñetera gracia-- o al bongosero Ramoncito, un negro enorme del que se decía que controlaba a un par de furcias del Barrio Chino y que nunca salía de casa sin la navaja en el calcetín, por lo que resultaba aconsejable llevarse bien con él.
Acabada la velada, Manel y Carlos, con los bolsillos literalmente llenos de billetes, se nos llevaban a los íntimos a otra parte para continuar la farra. Solíamos acabar en Bocaccio, ya iniciando su decadencia. Y en una de esas visitas, Manel cometió el error de confiarme un fajo de billetes que yo --era la época punk, no lo olvidemos-- arrojé al techo y me quedé viendo como se desparramaban por el suelo. De hecho, no recuerdo este bromazo, pero Manel y Carlos me lo han recordado varias veces desde entonces, incluyendo cómo tuvieron que arrojarse al suelo a cuatro patas para recuperar los monises.
El sueño a lo Gatsby de Carlos, todo hay que decirlo, no duró mucho. En pocos meses, en el Cibeles ya no había dress code ni hostias, abundaban los tipos sudorosos en camiseta, las gordas con pelo en el sobaco y los camareros se sacaban un sobresueldo con el alcohol de garrafón que metían de matute en las botellas de Gordons. La noche en que un paralítico melenudo y en samarreta se lanzó a bailar con su silla de ruedas en la pista, el pobre Pazos --que no tenía nada contra los paralíticos, pero ustedes ya me entienden-- archivó el concepto de borrachera elegante y se conformó con ir cobrando hasta que la cosa pasara de moda.
Durante unos pocos años, los viernes por la noche no hacía falta llamar a los amigos porque sabías que te los encontrarías en Cibeles. Entrabas allí sabiendo que te esperaban tres o cuatro horas de risa de la buena, pero también de conversaciones profundas con Carlos y de proyectos cinematográficos irrealizables con Manel y de conatos de ligue con muchachas embutidas en vestidos preciosos que se malograban por exceso de alcohol (¿cómo vas a seducir a alguien a la que le acabas de vaciar el vaso en el zapato sin darte cuenta?).
Se acabaron los Bailes Selectos y el Cibeles sobrevivió unos cuantos años más con su clientela habitual, las parejas de la tercera edad. Hasta que un día el local pasó a mejor vida, puede que junto a sus provectos visitantes.