Diciembre de plenitud en el María Guerrero de Madrid, con un Calígula de Albert Camus o el poder diseccionado a cargo de Mario Gas, y fin de fiesta en el Macba barcelonés con Jaume Plensa, repuntado por los Invisibles del mismo artista en el Palacio de Cristal del Reina Sofía para los paladares exquisitos. En algún punto de mi España dialogan ambas muestras; exposiciones, por fin, del escultor, grabador, dibujante, artista plástico, fotógrafo, escenógrafo de la ópera, Jaume Plensa, excelencia del arte contemporáneo; “el mejor” en palabras, que recordaré del gran galerista desaparecido Ignacio Lassaleta, patrón de sí mismo en un amplio principal con ventanales al patio de manzana de la Casa Trias Fargas, en la Rambla Cataluña de Barcelona.
Había que ver al veterano Lassaleta defender y difundir a Plensa --con la misma pasión que lo hizo en su día con su gran amigo, Benjamín Palencia, cumbre de la Escuela de Vallecas-- cuando Tokio, Chicago, Londres, Montreal o Berlín exponían las figuras de Plensa, efigies blancas de mujeres invisiblemente bellas, ovejas golosas, en el cielo abierto de los centros urbanos más transitados del planeta, frente al silencio español; un gesto muy nuestro, descreído y desaprensivo con lo bueno, si no está rubricado por alguna congregación sacerdotal de mandarines.
Plensa es la rectitud moral del arte con mayúsculas, como Fellini fue el homenaje al circo y a la piedad de sus payasos, en algún lugar del non sense, donde habitan las musarañas y son atrapadas las musas del arte mundano, menor. Lo primero que ve el visitante en el Macba, unos pasos más adelante de una fotografía del artista con esbozos y maquetas, es la imponente Firenze, una estructura de metal en forma de interrogante. El simbolismo concreto.
La formateó hace un cuarto de siglo y ahí sigue, como introito de un arte rotundo que llega en sucesivas fases, hechas para descubrir más que contemplar la cara oculta de Plensa, con la intención de sorprender y rechazar el estilo pequeño burgués del curioso que reconoce sin vibrar, solo como forma elegante de capturar la taxonomía de lo comúnmente aceptado. No encontarán estos últimos las piezas resinas icónicas del autor, que si aparecen es escondidas detrás de las apariencias o juego de espejos borgiano, donde abunda, como siempre en Plensa, el misterio de la esfera.
Plensa reclama el silencio, lo exige con autoridad de artista completo ante el ruido de la calle y de los medios, en nuestro tiempo, herido por la cólera de los nuevos absolutistas, que pasean su indignidad por parques y jardines, portadores de estandartes en los que se rinde, dicen, el culto a la patria lacerada, hipérbole de un final trágico.
En todo ello ha puesto mucha atención Ferran Barenbilt, director del Macba y comisario de la muestra. Y a él hay que preguntarle más allá del autor, un hombre recto que entra y sale de tu mente como un amigo placentero de mirada torva, que se pasea en el sueño bajo los soportales de tu galería. Te dice como Shakespeare que “el sueño es el bálsamo de la vida”. Impacta el peso de Mémoires Jumelles la pérgola-escultura formada por enormes barras que reclaman la espiritualidad del peligro inminente o la dualidad entre la vida y la muerte, como hechos azarosos; tambien Prière, el hierro y el cañón del poema homónimo de Baudelaire.
El artista merece el silencio que reclama, frente al ruido que a menudo impide oír el sonido oculto de la piedra cincelada. Y exige del visitante el tacto, porque al arte “hay que tocarlo”, dice Plensa. Tocarlo boquiabierto delante del enorme artefacto de la retrospectiva plensiana que reproduce con letras de hierro la Declaración Universal de Derechos Humanos. El silencio lo impone la ley internacional de la vergüenza ajena, ante el Mediterráneo, mar muerto, y ante los campos de la Libia sangrante, hija espuria de Vladimir Putin y Donald Trump, encañonada desde el cielo por ángeles exterminadores de inocentes desarmados.
Esta retrospectiva de Plensa, acompasada por su hermana madrileña en el Sofía, es una plegaria más que una denuncia, porque ante tanta indignidad no hay nada que denunciar. El exterminio del siglo XXI actúa como una gota malaya, tal como se ve en Rumor, otra de las grandes piezas del artista. Él artista lo vive hacia adentro; diríamos que interioriza el drama humano para no tener que mirar a la calle, para no distraerse con el incidente de viaje que arruina el verdadero viaje interior, el mismo para todos (no hay categorías ex ante), pero marcadísimo por el estigma personal de cada uno.
Aquel “artista de rotondas”, argumento utilizado como forma de insulto contra la materia humana esparcida en la urbe de Antonio López o del mismo Plensa, se revuelve ahora en una retrospectiva que fulmina. Su bonhomía es letal como el rayo. Es el autodidacta que se abrió camino internacionalmente con el hierro fundido como un peón de colada hirviente en los altos hornos; es la nueva manifestación, metaforizada por la creación artística, de lo que los historiadores económicos llamaron le feu catalán.
Nacido de la fundición y de la piedra, su trazo se pelea con la liviandad de Giacometti, para reclamar también al Greco, y a Modigliani, según sus palabras. Para algunos, Plensa será a la escultura del siglo XXI lo que Constantín Brancusi, ha sido en el XX, al autodefinirse el rumano como artista-artesano-obrero. Pero el nuestro huye de la comparativa y la diversión analógica de los tratadistas.
Si queremos más Plensa tendrá que ser el próximo año en Moscú (junio de 2019) en el deslumbrante Museo de Arte Moderno de la capital, neo-templo de la cultura laica, sin desmerecer para nada la tradición bizantina de la santa Rusia, de Tolstoi y Lérmontov. Recorre el mundo y es extranjero en su ciudad, una sensación guardada en lugares felices de la memoria, como el día que estaba en el Camp Nou, viendo un partido del Barça como un anónimo aficionado más y un señor le reconoció.
Era de Chicago, dijo haberse emocionado con su pieza al aire libre The crown fountain y se hicieron juntos una foto, con el norteamericano desentendiendo el Sur europeo tan creativo como apócrifo y Plensa gozoso de sentirse querido y saberse nadie entre los suyos. No puede decir que no le hayan tendido la mano; tuvo de mecenas a Isaak Andik, y ocupa un puesto de honor en la colección privada del dueño de Mango. Siempre se ha dicho que quien le quiere monetariamente es el Valley californiano de los grandes patronos de la economía digital. Se siente bien pisando las calles de Madrid, como muchos de nosotros, también barceloneses, y se confiesa honrado por el esfuerzo del Ayuntamiento de Carmena y de la Fundación Masaveu, que han expuesto durante un año una de sus gigantescas cabezas en la Plaza de Colón.
Para recibir a Plensa, el Macba se ha abierto esta vez al patio de las esculturas, comunicado con el Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona (la antigua Casa de la Caridad), tal como lo anticipó Josep Ramoneda en su etapa de director del CCCB. Allí parecen haber crecido por generación espontánea figuras y palabras escritas que abrazan troncos de árboles seleccionados por el artista. De nuevo al aire libre es donde mejor se manifiesta la energía del creador. Plensa pertenece, él lo sabe muy bien, al espacio público, este lugar tangible, tratado por los artistas con el respeto que les falta a sus gestores del confuso atril de la política, en un mundo enfermo de ideología.