Apenas faltan unos minutos para que empiece la jornada escolar y en la sala de profesores, entre los cafés prescriptivos, las correcciones y algún dulce lamentar, mis colegas hablan acerca del trabajo que ha  presentado uno de sus alumnos. La tarea encomendada consistía en escribir un pequeño ensayo que reflexionase sobre los derechos del lector propuestos por Daniel Pennac (Casablanca, 1944) en su libro Como una novela (Anagrama). El autor francés, reconocido mal estudiante durante su infancia, esgrime unas ingeniosas tablas de le ley que dinamitan buena parte de los dogmas que diariamente sostenemos en muchas aulas. La cosa va más o menos así: 

1. El derecho a no leer

2. El derecho a saltarse las páginas

3. El derecho a no terminar un libro

4. El derecho a releer

5. El derecho a leer cualquier cosa.

6. El derecho al bovarismo (enfermedad de transmisión textual)

7. El derecho a leer en cualquier lugar

8. El derecho a hojear

9. El derecho a leer en voz alta

10. El derecho a callarnos

El caso es que el alumno en cuestión decidió escribir acerca del respeto que él todavía guarda hacia la literatura. De la necesidad que siente de leer los libros que empieza de cabo a rabo, independientemente de su aburrimiento. En el estricto orden que marcan las páginas. El joven argumenta que todo autor ha planificado su obra de acuerdo a un plan maestro y nuestro deber como lectores es intentar seguirlo lo más fielmente posible. “Qué ingenuidad más encantadora --he comentado, un poco en broma, un poco en serio--,  esa de pensar que los autores saben lo que hacen en todo momento, que no existe el error o el relleno en las novelas o la poesía o los libros de cuentos. Mañana le paso Rayuela, que todavía está en la edad”. 

Mis colegas, ambos grandes lectores --algo no tan habitual, créanme-- me han respondido que no me pase, que hable solo por mí, que ellos difícilmente abandonan un libro y que nunca nunca se saltan ningún párrafo. Yo les he respondido lo mismo pero a la inversa,  que la verdad es que casi nunca me acabo un libro por placer y que nunca he conseguido, creo, no saltarme al menos un párrafo durante la primera lectura.

Biblioburro

“Por eso parece que leas tanto”, me responde divertida una de ellos. Y tiene razón. “Por eso lees a tantos contemporáneos modernillos, me dice el otro con divertida maldad. Y también la tiene. “Admite por lo menos que muchas de las cosas que lees cosas  muy reguleras”, sigue argumentando. Le respondo que sí, claro, pero que uno no siempre tiene ganas de comerse un menú de alta cocina con siete platos y postre, que en alguna ocasión también apetece comerse un frankfurt. “Algo rápido, fácil de comer, grasiento y adictivo. Hay tiempo y contexto para todo. De vez en cuando sienta de maravilla un poco de literatura frankfurt, un poco de novedades contemporáneas, de libros hechos vuelta y vuelta, para el presente”.

Ellos son más de ensaladas maravillosas, que es como llamaba mi excelente profesora --las buenas profesoras, como los buenos amores, nunca acaba de ser -ex-- Dolor Ollé (lo siento, profe,  todavía te debo aquel trabajo sobre T.S Eliot que te prometí hace quince años) a los clásicos. “Una cuando va un gran restaurante no suele pedir platos de ensalada, opta, digamos, por platos más aparatosos” decía, “pero cuando por cualquier razón lo he hecho, he descubierto lo maravillosa que saben las ensaladas de los grandes restaurantes y lo bien que sientan a posteriori. Pues leer a un clásico es lo mismo”. Otro día dijo: “Estoy encantada de tener cincuenta y seis años y haberme roto una pierna. Es la manera ideal de leer a Proust. Pasan los meses y mi salón se va llenando de marquesas y olor a té.”  

De ahí pasamos discutir la idea de la existencia o no de un canon en la actualidad. A los tres nos cuesta admitir que ya no existe, que lo hemos perdido para siempre. Que el sistema de castas propuesto por Harold Bloom en El canon occidental se está desmoronando. Precisamente porque sabemos que está desapareciendo, nos cuesta tanto dejarlo atrás. Sentimos nostalgia de un futuro normativo y claro, con maestros y aspirantes, con literatura de calidad que ocupa la centralidad del mercado --y no una esquina de las librerías comerciales-- y de las críticas.

Ilustración de Quentin Blake

Ilustración de Quentin Blake.

La realidad no hace más que recalcar la preponderancia del relativismo literario. Cuando dejamos a los alumnos --y a los adultos-- elegir un libro para leer, eligen casi siempre --perdonen la franqueza y el elitismo-- muy mal. Youtubers, influencers, presentadores de tele. Deportistas, confesiones, autoayuda. Política hooligan, protopoesía canallita, casi novelas negras. En fin, por eso queremos tener un centro. Un vértice inmaculado al tiempo y al espacio infinito.  

Entonces les he contado mi impresión de que hay obras que resultan buenas o malas dependiendo del contexto. Uno tiene la certeza --una certeza un tanto básica, para qué nos vamos a engañar-- de que  cuando cambia el contexto cambia el canon. Sí, Paulo Coelho también --reconozco que lo he dicho un poco para epatar, pero solo un poco-- puede llegar a ser un buen escritor. Para lectores primerizos, con dificultades para leer, en entornos con poco acceso a libros, mal que me pese, probablemente sea ideal para empezar a dar el salto entre la literatura juvenil y la adulta.

Igual que Mario Benedetti, --solo repetiré estas confesiones en presencia de mi abogado estético--, es menos cursi dependiendo de las circunstancias sentimentales y personales: catorce años, primer amor. Pero, eso sí, el contexto de la escuela debe aspirar a la literatura de primera calidad. Para eso nos tienen a los profesores de facilitadores o lo que sea.  

Mi compañero, guardián de la esencias canónicas, ha contraatacado de nuevo con una fantástica historia que refiere Alberto Manguel (Buenos Aires, 1948) en su libro La biblioteca de noche (Alizanza Editorial). La historia narra las vicisitudes de una de esas bibliotecas que va de pueblo en pueblo por el interior de Colombia. En este caso el bibliotecario vocacional transporta sus libros a bordo de un burro y se dedica a visitar diferentes comunidades indígenas.

En una de esas visitas descubre que los habitantes de una pequeña comunidad agrícola se niegan a devolver un libro. No  un libro de agronomía o riego. El libro que quieren quedarse es el volumen de bolsillo de la Ilíada de Homero. Al ser interrogados al respecto, uno de los campesinos explica que han decido quedárselo para el pueblo porque les parece que ese libro está hablando de ellos mismos: “ésta es nuestra historia: vivir en medio de guerras incomprensibles, permitidas por dioses dementes y egoístas” 

Y entonces ha sonado el timbre que marca el inicio de las clases.