En España, que es un país culturalmente ingrato, las grandes gestas intelectuales son hijas del silencio. Obras (caritativas) de la soledad. Cuando hace 526 años, mediado el mes de agosto de 1492, unas semanas antes de que las tres naves de Colón arribaran a las Indias, Nebrija, un humanista meridional formado en Italia y catedrático en Salamanca, dudoso dueño de una imprenta anónima cuya titularidad ocultaba de las inquisiciones ajenas para no ser denunciado por incumplir la ley de incompatibilidades de la época, publicó la primera Gramática de la Lengua Castellana, sus contemporáneos lo ignoraron con la misma tranquilidad con la que oían misa. Su libro, el primero que otorga a una lengua romance el tratamiento noble propio del latín y del griego, ni siquiera encontró el apoyo decidido de Isabel la Católica a pesar de que su prólogo estuviera lleno de requiebros en su honor y el proyecto augurase indudables beneficios políticos.
Nebrija escribió entonces la frase por la que ha pasado a la posteridad –“siempre la lengua fue compañera del imperio”– pero de sus sílabas contadas no obtuvo mucho beneficio concreto. Tan sólo un magro nihil obstat. Se vio obligado a buscarse un mecenas –Juan de Zúñiga– que, a cambio de su sumisión perpetua, costeó la impresión y soportó la sorprendente ausencia de nuevas ediciones. Las pocas que se hicieron se demoraron tanto tiempo que necesitaron valedores distintos a Zúñiga. Semejante desinterés en relación a esta obra capital se debió únicamente a la estupidez del linaje, que no conoce límites ni fronteras.
Estatua de Elio Antonio de Nebrija en la Biblioteca Nacional de Madrid / BNE.
Nebrija era un sevillano raro, hijo de judíos conversos, una procedencia más que inquietante en la Castilla del siglo XV. Eligió hacer carrera en el ámbito de las letras, pero llevaba la vocación mercantil en la sangre. Fue el primer intelectual que reclamó públicamente derechos de autor por sus Introductiones latinae (1481), un tratado que se convirtió pronto en un best-seller. Los mil ejemplares de la primera tirada se vendieron en apenas unas semanas entre las clases cultas europeas. En vida de su autor, la primera versión de cincuenta hojas apretadas en letra gótica llegó a alcanzar más de cuarenta ediciones. Un absoluto hito editorial. La obra incluía como extras el primer vocabulario latín-español –Lexicon seu parvum vocabularium– y un diccionario geográfico. Gracias a él los humanistas españoles aprendieron latín, que entonces equivalía a saber leer. En la lengua de Roma estaba escrita la Biblia, los fueros, el Derecho y la Medicina. Todo el saber universal y el conocimiento práctico. La cultura entera. Si no dominabas el latín, sencillamente eras un analfabeto aunque supieras leer.
Nebrija fue un personaje peculiar por dos razones: profesaba una curiosa afición cosmográfica –antes de la época de los grandes descubrimientos– y, como en su día desveló Francisco Rico, solía incluir en las listas de las grandes urbes del Occidente cristiano a Lebrixa (Lebrija), su pueblo, ubicado según sus coordenadas y latitudes exactas. Sin duda, una manía indígena que evidencia sus aspiraciones de grandeza y confirma que la procedencia y la cuna, en aquellos tiempos extraños, valían tanto o más que un pasaporte a las Américas, que todavía no habían sido descubiertas. El filólogo conocía muy bien el poder de las palabras. Tanto que decidió inventarse un nombre artístico alterando el topónimo de su pueblo. Su verdadero ser –Antonio Martínez de Cala y Xarana– fue reemplazado así por Aelius Antonius Nebrissensis. Sólo conservó el nombre de pila. Debió parecerle adecuado para las estatuas.
Puede parecer algo asombroso, pero este intelectual ocupaba tanto tiempo al estudio de los clásicos como en reivindicar sus méritos como humanista. Su Gramática nació por un impulso purista –creía que si no fijaba las reglas del castellano el latín terminaría corrompiéndose de forma irremediable– y, entre otras innovaciones, incluía (en su libro quinto) el primer manual de castellano para extranjeros de la historia. Su enfoque pedagógico distaba, en todo caso, de ser inocente: el humanista sevillano buscaba dar un segundo pelotazo editorial tras el éxito de las Introductiones. Aunque esta vez no lo consiguiera. Hasta entonces Nebrija explotó el mercado potencial con una habilidad. En 1488 redactó una ampliación para que las monjas –¡de un país lleno de iglesias y cenobios!– pudieran aprender latín sin mediar varón. El negocio era envidiable y requería, si no el entusiasmo, al menos la tolerancia de la Corona, a la que había que elogiar sin rubor. Por supuesto, ante testigos o por escrito: las loas intereadas deben sobrevivir siempre a sus protagonistas para que las relaciones de dominio no se pierdan con el infinito flujo a la historia. Nada que no siga ocurriendo más de cinco siglos después.
Prólogo de la primera edición de la 'Gramática de la Legua castellana'. / BNE
Con razón, el humanista sevillano confesó una vez que había decidido abrir una "tienda de la lengua latina” como actividad paralela a su carrera universitaria, donde hizo fortuna gracias al apoyo de la Iglesia, que a través del obispado de Córdoba le pagó una beca en Bolonia. A su vuelta lo contrató el arzobispo de Sevilla, Alonso de Fonseca, para que diera clases de latín en una capilla del Patio de los Naranjos de la Catedral. En 1473 consiguió dar el gran salto a Salamanca, como profesor de Retórica y Elocuencia, y se casó con Isabel Solís de Maldonado. El casamiento buscaba evitar el oprobio social más que el amor verdadero. “Quiso la fatalidad que la incontinencia me precipitase en el matrimonio”, escribió. No es necesario entrar en detalles. La elipsis ya lo dice todo. Hasta el siglo XVIII su Gramática no fue objeto de elogio académico a pesar de su trascendencia histórica y su claridad conceptual: la división general de la disciplina fijada por Nebrija –ortografía, prosodia, etimología y sintaxis– y sus correspondientes taxonomías perduran hasta nuestros días.
La lengua –sostenía este gramático prodigioso– podía ser un instrumento para impulsar la modernización de Castilla. Su acierto fue aplicar el estricto patrón del latín culto a una lengua que entonces no se tenía por tal, aunque hoy cuente con más de 570 millones de hablantes. Si Nebrija no inventó el castellano, al menos podemos decir que lo sacó adelante pese a ser un hijo avillanado y mayormente oral. El idioma de la calle. Toda una gesta perpetrada en tierras de Extremadura –el tratado fue redactado durante un retiro en Zalamea de la Serena– y sin la cual la Castilla de su tiempo no se hubiera convertido en la deslumbrante España del Siglo de Oro, preludio de una modernidad (efímera) cuya magnífica literatura todavía habla de todos nosotros como si nos conociera. Su Gramática pretendía “desarraigar la barbarie de los hombres de nuestra nación”. ¿Cabe objetivo más noble para un intelectual? Nadie le ayudó en la tarea, pero el tiempo terminó dándole la razón. Nebrija fue un tipo lo suficientemente listo como para practicar la filología en tres idiomas distintos dos décadas antes que Erasmo de Rotterdam y lo bastante humano para burlarse de la erudición escolástica, tan querida por nuestras élites intelectuales. Practicó la excelencia de los sabios y la agudeza del Mediodía, tierras solares castigadas por el sol de la ignorancia.