La mirada de Álvaro Mutis expresó así la herencia literaria de Octavio Paz: “la  eficacia y belleza inagotables del idioma (el castellano) y una certeza en el hallazgo, rescatado de las más turbias corrientes del sueño y del delirio”. Es el Octavio de Tiempo nublado, El arco y la lira, entre otros títulos, o el de su última recopilación poética a modo de resumen: Árbol adentro. A Paz se le combatió injustamente desde las trincheras políticas; recibió varapalos y algún desplante significativo, como el que le dedicó Juan Rulfo en el festival Horizonte 82, en Berlín, cuando, en pleno discurso inaugural, el genial autor de Pedro Páramo se levantó y abandonó discretamente la sala.

Aquel día, Paz se granjeó la profunda desafección de muchos al atacar a la literatura comprometida y al no referirse en ningún momento a la Guerra de Las Malvinas. Hacía pocos días que los paracaidistas británicos habían fusilado a un pelotón de soldados conscriptos y todavía resonaban las palabras del entonces ministro de Defensa de Margaret Thatcher, el anglo-español Michael Portillo, hablando de proteger a las islas de un ataque por parte de Argentina. Ocurrió en plena dictablanda de Galtieri, subsiguiente a la tiranía macabra de Rafael Videla, que enmascaró el genocidio argentino bajo el nombre oficial de Proceso de Reorganización Nacional. 

Siempre es tiempo de recordar a Octavio Paz, pero en este año Cuauhtémoctano lo es especialmente. El Cuauhtémoc Cárdenas (impulsor del movimiento Morena), que labró el camino de López Obrador (PRD), ganador de las últimas elecciones, es el mismo que en 1988 levantó una escisión del PRI para crear un partido capaz de unificar a la izquierda con los postulados de la revolución mexicana, pero sin filiación comunista. El hijo del mítico Lázaro Cárdenas no llegó al poder, pese a que tenía el  permiso del ultramundo que gobiernan los poetas.

En la interrelación política-literatura, la guerra ideológica contra Paz nunca amainó. Heterodoxo conspicuo, Paz acusó a Castro de caudillo sátrapa y saludó desde Vuelta al sandinismo en Nicaragua (hoy sería implacable contra Daniel Ortega), casi en el mismo momento en que se adentraba en el bosque sin retorno del espíritu, con la lectura de Sor Juana Inés de la Cruz. Su larga cambiada llegó precisamente con la publicación de Sor Juana Inés de la Cruz o las trampas de la fe, donde se muestra defensor del orden católico que “cobijó la soledad del indio” tras la Conquista. Y sin embargo, este mismo orden, expresión de la  “infecundidad del catolicismo colonial” (El Laberinto de la soledad), había obstaculizado  la modernización de México asentándolo en sus piedras al sol en descomposición. Clamó en el desierto sobre la ineficiencia de su país y viene a cuento recordar aquí que el Octavio Paz de sus primeras despedidas alertó ya sobre el fatídico destino de varias generaciones destrozadas por los clanes de la droga y por el muro cainita de la frontera en Río Grande.

México es un país en el que la voz de los muertos se oye entre las grietas del subsuelo; “es la tierra de las madres”, escribió un día el mismísimo Goethe. Octavio alcanzó su estabilidad después de hacer las paces con sus mayores: su padre, Octavio Paz Solórzano, un ex colaborador de Emiliano Zapata, y su abuelo Ireneo. Cuando el poeta y pensador le dio la vuelta a todo se sentó a la mesa con sus dos progenitores: “el mantel olía a pólvora y a libertad.”, destaca Enrique Kreuze en El Poeta y la revolución, una biografía intelectual del Nobel.

“Retracciones, excomuniones, reconciliaciones, apostasías, abjuraciones, embrujos y desviaciones: mi historia”, grita Paz, desde el fondo de los centenares de apuntes que dejó su peripecia vital. Su segunda mujer, la pintora Marie José (Bona) Tramini, había ido desplazando a la figura de la escritora Elena Garro, la primera esposa de Paz; pero puede decirse que ambas contribuyeron al perfil más hondo del artista total. Paz había conocido a Tramini en su etapa de embajador en la India; se casaron en Nueva Dehli, el 20 de enero de 1966. Por su parte, Elena (él la llamó siempre Helena) Garro acabó maravillando a Paz, tras 22 años de atormentado vínculo matrimonial. Fue en el momento en que Garro publicó Los recuerdos del porvenir, un libro emparentado con el universo onírico de Juan Rulfo.

Paz combatió al régimen de los milicos argentinos; denunció a Stroessner en Paraguay y a Pinochet en Chile. Se parapetó detrás de la verdad, como lo hizo al abandonar su cargo de embajador en la India tras la matanza de Tlotelolco. No perdonó la masacre de estudiantes bajo el poder de Díaz Orgaz , y celebró la versión metafórica de los hechos a cargo de Fernando del Paso, en Palinuro de México, un libro exuberante y polifónico que podría bien aplicarse sobre el México actual. La masacre tuvo lugar en la Plaza de de las Tres Culturas de la capital azteca, en 1968, año de los Juegos Olímpicos de México. Aquella cita olímpica dejó  para la historia la imagen de los velocistas afroamericanos, puño en alto y  boina calada de los Black Panters, en el momento de recibir las medallas, con las barras y estrellas como decorando el fondo. Octavio lo vivió con euforia, ¡que nadie se llame a engaño!; hablamos del 68, el mismo año en que Luther King cayó asesinado en Memphis. 

Mucho antes, Paz había vivido el clima de Guerra Civil en España junto a Elena Garro, en casa de León Felipe y de sus esposa mexicana, Bertha (Bertuca) Gamboa. León Felipe, el poeta de las trincheras, era un ser venerado por todos, que le mostró a Paz la huella profunda del “me duele España”. El impacto se reflejó muy pronto, en su famosa Oda, estampada por el poeta mexicano: “no es el amor, no, no es./ Mas tu clamor, oh, tierra/ trabajadora España, /universal tierra española,/ conmueve mis raíces...”. A él también le dolía su patria: “México me duele, pero yo les duelo a los mexicanos”, escribió a  propósito del escaso éxito de su libro Los hijos del limo, una antología publicada en España sobre el ocaso de las vanguardias.

Estábamos ya en pleno desencanto respecto a la izquierda casposa que mantenía simbólicos lazos con Moscú; y fue este clima el germen de la pelea entre Paz y Pablo Neruda hasta llegar a las manos en un restaurante de México DF. Paz había publicado Laurel, una antología de poesía española que no se ajustaba a los patrones de Neruda, cónsul de Chile y defensor del realismo socialista (una doctrina que jamás se aplicó a sí mismo, como puede verse en 20 poemas de amor y una canción desesperada o en Los versos del capitán). El chileno detestaba a los “celestes, gidistas, rilkistas miserizantes, amapolas surrealistas”.

Y fue contestado por Paz en Tierra Nueva: “la política contamina a la literatura y viceversa por mera complicidad amistosa. Y así, mucha veces (referido a Neruda) no se sabe si habla el poeta, el amigo, el funcionario o el político”. La enemistad, que sellaron ambos, sería para siempre. Era un camino si retorno en el que Paz se consagró a la idea de separar la letra del cetro. Deslizó en Plural los dos caminos (política y letras) bifurcados: “..de Coleridge a Mayakowski, la Revolución ha sido la gran Diosa, la amada eterna y la gran Puta de poetas y novelistas”. Sin embargo nunca, ni de viejo, se quitó de encima aquel olor a pólvora zapatista, como se vio en el regreso puntual de la llama.

En 1994, México despertó ante el anuncio de una insurrección indígena al sudeste del país, en un no man’s land impenetrable de vaguadas y cenotes, traspasada la línea de San Cristóbal de las Casas. Paz reaccionó de manera contraria frente a la recaída ilusa de la inteligencia mexicana, criticó con decisión el uso de la violencia y adoptó un papel aprendido del liberal Cosío Villegas, aquel economista humanista, que fundó el Fondo de Cultura Económica. Pero con el tiempo, fue deslizándose en su pluma una simpatía innata por el frente de Chiapas. Paz había reclamado una y mil veces la vuelta del indigenismo y ahora lo tenía allí mismo, invocando a Zapata, algo que hacía él desde niño perdido en el laberinto de las ideas. Es difícil creer una anécdota ocurrida en la redacción de Vuelta en aquellos segundos años 90. Un grupo de escritores vinculados a la revista le preguntaron: ¿Por qué ha escrito usted más sobre Marcos que sobre ninguno de nosotros? Paz contestó tajante: “Porque ustedes no se han levantado en armas”.

Luego confió en los intentos del presidente Salinas de Gortari y acabó por impacientarse ante los zapatistas monotemáticos emboscados. Marcos había seguido al pie de la letra al Guevara boliviano cuando habló de confundirse con el indio, de hacerse piedra y selva, reencarnarse en un nuevo mundo hecho de sal y sombra verde. Paz estaba lejos de aquello y lo reconoció muchas veces antes del fin. El Nobel había roto mucho antes con la Cuba de Fidel y el Che; se apartó ya en 1961, después de Playa Girón. Pero, en honor a la verdad, conviene recordar que el subcomandante y Paz se habían conocido con antelación  en Plural cuando el joven Rafael Sebastián Guillen Vicente (el nombre real de Marcos) publicó en la revista tras terminar  su tesis con un trabajo sobre Louis Althusser. La juventud de Marcos coincidió con la madurez de Paz. Siempre seguía oliendo al pólvora.

Con el fin de Plural llegó el renacimiento de Vuelta, revista-trinchera y taller literario. Paz respondió a la increpación de Alfonso Reyes que se quejó de la ausencia de México en el banquete universal de las letras (Correspondencia Alfonso Reyes /Octavio Paz (1939·1959), preparada por Anthony Stanton).  A lo que el Nobel contestó con absoluta contundencia: a Vuelta llegaron las firmas de Ortega, Camus, Breton, o Sartre. Pero no quiso un anclaje apenas histórico. En sus páginas aparecieron Borges, Kundera, Irwing Howe, Brodsky o Miloz; atrajo a Semprún, Goytisolo o Vargas Llosa y hasta luchó contra los embrujos post sartrianos al invitar a su programa de televisión a Bernard-Henry Lévy y André Gluksmann. En Vuelta y antes en Pural firmaron los mejores del medio siglo: Carlos Fuentes, José Emiliano Pacheco, Ramón Xirau, Luis Villoro, Julieta Campos, Elena Poniatowska o el filósofo Alejandro Rossi en su sección fija, Manual del distraído.

En la letra de Paz no hay ni un gramo de complacencia. No corresponde a este fragmento libre sobre su trayectoria, pero es imposible avanzar un milímetro sobre la huella de Octavio Paz sin advertir al lector-buscador que el poeta no cayó ni una sola vez en el juego lírico. La actualidad de Paz nos dice que no todo está perdido. Y una parte importante de esta pequeña batalla se la debemos a Pere Gimferrer, que mantuvo una correspondencia de tres décadas con el Nobel mexicano en la que se despliegan la velas mayores de la filosofía, la política, la religión y la literatura.

Este intercambio epistolar está contenido en Memorias y palabras, editado por Seix Barral y bien podría considerarse un texto prolongado de 1980, año en el que Ginferrer ganó el Premio Herralde de Ensayo con Lecturas de Octavio Paz. La relación entre Paz y Gimferrer empezó cuando este segundo, a sus 22 años, publicó su primer libro Arde el mar, en 1966, merecedor del Premio Nacional de Poesía. Gimferrer decidió envíale un ejemplar al poeta que admiraba y que sería una influencia importante en su vida. Paz había cumplido los 50 y era reconocido por obras ya citadas o por otras, como Libertad bajo palabra o Salamandra. La relación  se interrumpió solo a la muerte de Paz, pero el resumen completa algunas de las mejores, más conmovedoras, más bellas y más apasionantes páginas de prosa que haya escrito jamás Octavio Paz”, en palabras de Gimferrer.

La deslumbrante cosecha de Paz es una constante batalla por atraer hasta nuestra cotidianidad  las mejores perlas del otro lado, un imaginario Parnaso. Lo descollante de Paz no es el logro sino los centenares o miles de objetos traídos de más allá del sueño para ser trasplantados y verlos crecer entre nosotros. Esta conversión de lo mágico en cotidiano fruto del esfuerzo fue su motor interior. Tramini, su Bona, le acompañó hasta donde pudo: “tú eres mi Valle de México” le susurró Paz  en el momento de su despedida, el 19 de abril de 1998.