Juli Vallmitjana forma parte de esa tribu loquísima de la Barcelona de fin de siglo, cuando el modernismo aún chorreaba. Nació en el distrito de Ciutat Vella, en 1873. Era el hijo de una familia de plateros con obrador propio. Un muchacho de la burguesía creciente. Un mozo criado entre buenos paños. Comenzó a dibujar joven, estudió en La Llotja y, desde allí, hizo cuadrilla con Isidre Nonell, Ricard Canals, Joaquim Mir y Pablo Picasso. Viajó a Ginebra, París y Limoges para perfeccionar la técnica de la pintura en esmalte pero, a los treinta y tres años, puso pie en el arrabal, abandonó las artes plásticas y se dedicó a escribir extrañas novelas y obras de teatro.
Antes de aquel episodio se sabe que Vallmitjana despachó por un tiempo querellas y entusiasmos desde una de las mesas del café Les Quatre Gats, donde el dueño aceptaba de la fiel parroquia el pago en especie: dibujos, cuadros, esculturas y demás artefactos de aquella población fluctuante de su establecimiento, que era uno de esos locales que mantenían la noche abierta. El joven aprendiz de pintor dejó un puñado de retratos y paisajes pero, a falta de genio, optó por acampar en el escalón inferior de la orfebrería. Eso sí, a partir de ese día, apuntó con la brasa del cigarro hacia la montaña de Montjuïc y al barrio de Hostafrancs, donde se arremolinaban, entre la miseria, los gitanos.
Fotografía de gitanos de Barcelona, junto al autor de ‘Els zin-calós’ / MAE | INSTITUT DEL TEATRE | MARTA VALLMITJANA
Desde allí levantó una imaginería de lo suburbial cifrada en unas cuantas piezas literarias ahora recopiladas por Joana Mansó en el libro Teatro de gitanos y de la vida (Athenaica). Lo que sale de ahí es una representación cruda, realista, descarnada, sin rastro de bohemia, de una ciudad furtiva a medio decir, a medio ver. También un censo del desamparo entre aquella humanidad que tenía el hambre y la supervivencia muy incubadas al fondo. Acaso para entender del todo aquella Barcelona sea necesario acudir a la escritura de Vallmitjana, porque una ciudad no es lo que se cuenta de ella, sino aquello tan grande que se descubre cuando se mira en sus esquinas pequeñas.
Aquel flâneur echó a andar por esas veredas hacia 1906, acaso favorecido por su trabajo en la platería y en la acuñación de monedas. Allí registró una forma de vida y un lenguaje, el caló, casi hermético entonces, levantado a modo de cordón de seguridad para sus hablantes. “Para los gitanos, su lengua era un modo de defensa ante los otros y, sobre todo, ante la policía. No querían enseñarla porque era de las pocas cosas que poseían y preferían no ser totalmente legibles para los demás”, ha explicado Joana Mansó, profesora de la Universitat de Barcelona (UB). También arrastró hasta allí a Nonell y Picasso, que llenarían algunos sus cuadros con seres de aquella tripulación.
La aventura, además, ganó impulso con la travesía que ya habían emprendido por el mundo de la marginalidad algunos otros escritores. Balzac, Baudelaire, Rimbaud y Verlaine, entre ellos. “En aquellos antros de perversidad se siente la falta de la bienhechora mano de la civilización. Mientras damas encopetadas organizan asociaciones benéficas o tómbolas con fines caritativos, cuando en realidad no responden más que a un verdadero afán de exhibición, relegan al olvido aquellos barrios”, denunció Vallmitjana, quien repartía monedas a cambio de que le desvelaran el significado de aquellas palabras: arondo, burlí, estreta, grasnar, jurba, peringat, rumboi…
A partir de ahí, en su obra se instaló una raíz de denuncia social pero, a diferencia de otros, él fue el único que estuvo allí, que aprendió caló. En las fotos, Vallmitjana destaca –un payo con sombrero- entre aquella población expuesta al desamparo. De ahí que sus textos constituyan un trabajo de carga revolucionaria: el descubrimiento del otro. “No a la manera de Lévi-Strauss, que se fue a Haití, sino conociendo al extranjero interior, al vecino de Montjuïc. Y lo escribió desde la ficción”, reivindica Masó, quien ha puesto en claro en su edición, junto a la conferencia Criminalidad típico local, las piezas Los churdeles, La gitana virgen, La mala vida y Los zin-calós (Los gitanos).
Juli Vallmitjana, con sombrero, con los gitanos de Barcelona / MAE | INSTITUT DEL TEATRE | MARTA VALLMITJANA
Entre ramalazos costumbristas, sus textos dramáticos tenían algo de contraorden. De un lado, se atrevían a exponer una realidad que el público acaudalado ignoraba. Del otro, tenían algo de vocación experimental, de planteamiento renovador: las obras eran, por lo general, de acto único, sin hilo narrativo ni protagonistas definidos. Era la época de las vanguardias, y Vallmitjana acuñó en su teatro algunas de aquellas novedades. Y lo hizo, al parecer, sin anunciarlo, sin saberlo quizás. Lo que parecía costumbrismo de extramuros tenía, en realidad, mucho de protesta. “El piadoso artista de la miseria ciudadana”, lo llamó la crítica teatral de Barcelona.
“Precisamente por la falta de un argumento claro fue criticado en la época. Pero su teatro está en una línea de vanguardia que enlaza con Samuel Beckett o Antonin Artaud. Cabe recordar que él escribió en paralelo al cubismo o el futurismo”, ha señalado la profesora Joana Masó, quien ha detectado también esa rebelión en el uso del habla caló: “Una lengua que no tenía literatura de pronto pasó a formar parte del teatro catalán”. Acaso esas píldoras de osadía condenaron a la fugacidad a esas obras teatrales de Vallmitjana, quien también exploró el lado de la narrativa en novelas como Sota Montjuïc (1908) y La Xava (1910).
Del éxito sólo disfrutó con Els zin-calós (Los gitanos), estrenada en el Teatre Principal de Barcelona el 16 de mayo de 1911. La actriz Margarita Xirgú, que debutó sobre las tablas en una adaptación al catalán que Vallmitjana realizó de la obra de Émile Zola Thérèse Raquin, interpretó el papel de La Chavita pintándose de negro el rostro para agitanarse. En agosto de ese mismo año, el dramaturgo confesaba por carta su satisfacción por el triunfo de su obra teatral: “En este país, [los gitanos] no gozan del menor prestigio y he tenido la suerte de hacerlos interesantes a muchísima gente”, decía Juli Vallmitjana, quien fallecería al comenzar la Guerra Civil, el 5 de enero de 1937.