Julio Camba ya es lo que siempre quiso ser. O, al menos, aquello a lo que aspiró convertirse, aunque sólo fuera a ratos: el personaje único de su literatura. Tal consagración, sin embargo, no está exenta de costes. El más evidente: que te recuerden durante toda una eternidad como el último misántropo del Hotel Palace, a sueldo del financiero Juan March, más que como un escritor rabiosamente independiente. Camba fue estas dos cosas, pero en edades distintas. Al final de su vida fue conocido como columnista de la prensa conservadora; mucho antes ejerció como un joven e indocumentado anarquista que, tras embarcarse como polizón en dirección al Gran Buenos Aires, a su regreso, dos años más tarde, aún ambicionaba participar en la inminente revolución libertaria que nunca llegó. Un perfecto burgués con espíritu incendiario. Un revolucionario que terminó entusiasmando a las solteronas católicas. Ninguna de estas dos imágenes, ambas ciertas, definen por completo a Camba, cuyo carácter fue tan dual como guadianesca resultó su carrera literaria.
Podríamos decir sin duda que el periodista gallego se convirtió al término de sus días en un hombre de fama, esa cosa tan efímera, sobre todo entre las gentes de su propio gremio. Todo un mérito en el país de la envidia. Más o menos desde entonces, y por aclamación, está considerado por crítica y público (menguante) como uno de los maestros del articulismo español, ese género prosaico con el que antes –y en algunos sitios, cada vez menos, todavía ahora– la literatura entra en el áspero territorio del periodismo. Su prosa minimalista ha resistido fresca y lozana el paso del tiempo, que es la única gloria para un escritor. Su periodismo –ingenioso, irónico e inteligente– sobrevivió incluso a su pereza, que –según el mito– en su caso era algo así como un animal mítico. Aún pueden leerse sus crónicas y artículos sin esfuerzo y con deleite, admirando la exactitud de quien sabe mirar el mundo desde la esquina del escepticismo, que es el tono figurado con el que perpetró la mayor parte de sus piezas, las famosísimas mediascolumnas.
Imagen de Julio Camba en su juventud
Lo asombroso de Camba, que como cualquier escritor de periódicos que se precie escribía allí donde le pagaran, sin tener excesivo conflicto con la línea editorial del correspondiente diario que lo acogía, es que en su juventud primera –con sólo 19 años–, ya mostraba la extraña solidez de quien sabe perfectamente lo que hace, algo nada frecuente en periodismo, oficio dado al ensayo y al error. El escritor gallego, sobrio y contenido al escribir, y todo lo opuesto a la hora de comer, logró la proeza, en una profesión tan efímera, de convertirse en un auténtico poeta en prosa; un sonetista –como diría Umbral– del articulismo. Pero, como señala el refrán, para ser fraile conviene haber sido antes cocinero. Es una ley casi exacta: los mejores columnistas no suelen ser los escritores de ficción, ni los especialistas en algo, sino los simples gacetilleros de periódicos. Dominan mejor el estilo de la brevedad, son expertos en lograr el milagro de la condensación de un texto –sugerir lo máximo con las menos palabras posibles– y conocen la realidad como sólo permite hacerlo el periodismo.
De la cocina del joven Camba, que son los lejanos años de hace ahora algo más de un siglo largo, ha resucitado Abelardo Linares, exquisito librero sevillano que capitanea las editoriales Renacimiento y Espuela de Plata, todas sus crónicas parlamentarias en una edición integral a cargo de José Miguel González Soriano. El volumen, impreso en Salamanca y presentado dentro de la magnífica Biblioteca de la Historia con la que Linares recupera clásicos contemporáneos hispanoamericanos y universales, recoge los dos ciclos de artículos parlamentarios que Camba escribió entre 1907 y 1909 para los diarios España Nueva, El Mundo, El Intransigente y La Correspondencia, aunque de estos últimos hay sólo algunas piezas complementarias.
Camba relata sus impresiones personales sobre el parlamentarismo de la última etapa de la Restauración, ese antecedente de nuestra posterior Transición. Una época marcada por el caciquismo, la cultura agraria y el casticismo de la antigua España de casino. El periodista gallego, un moderno para su tiempo, disecciona el espectáculo desde el Congreso, el templo de la importación y la farsa donde la España oficial prescinde de la real y se dedica a sus asuntos, mayormente el lucimiento oratorio –que Camba ridiculiza con indudable ironía– y la discusión sobre las corridas de toros. Aquella España caduca es la que Camba se encuentra en las alfombras de la Carrera de San Jerónimo, por cuyos pasillos era obligatorio andar con chistera y podías encontrarle –así le sucede– con diputados como Galdós, que lo convida a café mientras le confiesa que la vida parlamentaria no es más que un teatrillo, igual que el sistema electoral entero, donde cada uno de los dos grandes partidos fabrica su propia mayoría electoral comprando el voto de los vivos y hasta de los muertos, asunto sobre el que Camba firma un artículo antológico.
Ejemplar del diario España Nueva, donde Camba publicó sus primeras crónicas parlamentarias
España Nueva acogió estas primeras crónicas, subtituladas como Diario de un Escéptico. El escéptico es Camba, por supuesto, que entonces venía del naufragio de fundar su propio periódico –El Rebelde, cuya cabecera iba en la última página en lugar de en la primera para hacer honor a su nombre– y de colaborar en El País, el viejo periódico republicano. Como no sentía especial entusiasmo por las lides políticas, Camba decide variar el modelo de crónicas parlamentarias de Galdós, que ya cultivó este mismo género con maestría en el periódico Las Cortes, y se entrega a lo que en el oficio llamamos –todavía– la crónicas de color. Una mirada subjetiva al circo de la política sin necesidad de tener que hacer extracto, que es como entonces se llamaba a la reproducción de los discursos parlamentarios.
Camba no busca trasladar a sus lectores la literalidad de los parlamentos de los ministros y demás ralea. Se dedica a enunciar a su aire la vida parlamentaria, igual que en su momento hizo –con prestigio pero mucha menos gracia– Azorín. El escritor gallego busca lo accesorio y lo convierte en categoría. Y retrata, a partir de pequeños e ínfimos detalles, la lucha política de su tiempo, más parecida a la vida de un casinete de provincias que a la sede –ficticia– de una soberanía popular que entonces seguía en las manos del Rey.
El turnismo es una mina periodística para Camba, que en su primer artículo llama “sofistas, ergotistas y retóricos” a los parlamentarios, esos bobos solemnes. “Un diputado” –escribe– “es un ser organizado exclusivamente para el ejercicio de la palabra hablada, y allí donde haya un diputado –como no sea un diputado de la mayoría– tiene que haber un discurso. En la sesión de hoy no había ninguna necesidad de hablar (…) pero los diputados deben hablar siempre, sin motivo y sin finalidad; deben hablar por hablar, así como cantan los pájaros y como hacen versos los poetas (…) el oficio de los diputados, como el de los loros, es precisamente el hablar mucho y el hablar siempre”.
Soberbios son también sus retratos del natural sobre los perfectos ministeriables, aspirantes a la gloria que consiste en asentir con la cabeza, usar chaqué y prosperar, o de los exministros, seres melancólicos que nunca dijeron nada valioso en la tribuna de oradores pero se recuerdan a sí mismos como demóstenes. Camba humaniza con sus caricaturas a la fauna de los próceres de principios de siglo, sospechosamente parecidos a los contemporáneos. Esa gente que dice representarnos y tiene “exactamente el cerebro que necesita”. Ni un gramo más.