Desde la economía teológica de Fray Luis de León, heredada de Maimónides, Ibn Arabí y Tomás de Aquino, hasta los primeros economistas científicos hay un cruce que pasa por la Pontificia de Salamanca. En esta universidad, impartió clases Joan Sardà Dexeus y allí identificó la herida abierta en 1936 por el rector Miguel de Unamuno –“venceréis pero no convenceréis”– ante el general Millán Astray. En su paraninfo está escrito con letras de molde el justiprecio, sujeto de la economía. La teoría del valor de David Ricardo liquidó la base ética que imperaba desde la Edad Media en la formación de precios. Pero la auténtica revolución de los conceptos no llegó hasta Jevons, Schumpeter, Marshall, Walras o Keynes, y se hizo patente en España con Antonio Flores de Lemus o con el mismo Sardà, maestro y alumno, en el laboratorio de ideas que era y sigue siendo el Servicio de Estudios del Banco de España.
Al fijar el precio de una mercancía conquistamos un mercado, pero si desentrañamos el precio de una divisa conoceremos el valor de un país entero. Y eso es lo que mostró Joan Sardà Dexeus en 1960. La convertibilidad de la peseta permitiría a los mercados españoles trabajar en dólares y abrir cuentas en divisas. Así cayó la autarquía económica y se anticipó el cambio de modelo por encima de las contingencias políticas (tardofranquismo y Transición). Para entonces, el monetarista Sardà Dexeus, lo más parecido que hemos tenido a Harry Dexter White, movía los hilos del poder monetario, clave de bóveda del modelo económico.
Unos meses antes, Alberto Ullastres y Laureano López Rodó habían presentado el Plan de Estabilización en las Cortes, lo que desencadenó una respuesta del sector duro del poder. La escena siguiente se produjo en la lucecita del Pardo, cuando Sardà, Ullastres, Navarro Rubio y Fabián Estapé le presentaron al general el hecho casi consumado: contar en dólares la balanza de pagos; convertir a la Renta Nacional en sujeto de derecho internacional. Franco aceptó aquel día que un dólar valía 60 pesetas y abrió sin saberlo la puerta de la libertad; confirmó al Hayek de Camino de servidumbre, el gran tratado de economía, escrito casi dos siglos después de la fundación de la ciencia económica, con la Riqueza de las naciones de Adam Smith.
Durante la II República, Sardà completó su formación en Munich con Adolf Weber y en la London School of Economics con T.E. Gregory; políticamente, flirteó con la CEDA de Calvo Sotelo. En plena contienda fue movilizado por el ejército republicano y huyó por Francia hasta la zona nacional. Acabó en Burgos trabajando para Serrano Suñer. Reapareció en la Complutense y en la Pontificia de Salamanca, donde tuvo alumnos como Velarde, Ramón Tamames o Fuentes Quintana, el sabio de Carrión de los Condes. Fue coetáneo de Romà Perpiñà Grau, el dedo económico de Francesc Cambó, fundador del primer servicio de estudios privado. En 1949 ganó una cátedra en Santiago e inició relaciones con el Fondo Monetario Internacional, que lo instaló en el Banco de España como el que le coloca los ojos del mundo en la línea de flotación de una economía retardataria, dispuesta a reinventarse.
La reunión del Pardo había supuesto un punto de inflexión: las tasas de crecimiento anuales se situaron de alrededor del 7% durante la década de los 60 y primeros años 70. Sardá nos enseñó que las economías se reactivan a base de liberalizaciones, un dato fundamental en un modelo como el español basado en el intervencionismo bajo el peso del Estado. En su momento, fue el único economista que vio la necesidad de acometer reformas liberalizadoras y que tenía los conocimientos para emprenderlas. Sardá era el único que en aquellos años sabía cómo funcionaban los mercados, las monedas y los organismos internacionales.
Sin haber dejado una escuela propia en sentido estricto, su obra ha marcado profundamente toda una generación de economistas españoles. En su larga lista de acólitos hay que incluir, además de los citados, a Pedro Martínez Méndez, Raimundo Ortega, José Pérez, Pedro Tedde, Antonio Sánchez Pedreño, José Luis Sampedro, José Luis García Delgado, Antoni Serra Ramoneda o Lucas Beltrán. Su trayectoria en el FMI dejó un surco que han aprovechado otros investigadores de mérito, como Joaquim Muns y más recientemente el profesor de Columbia, Xavier Sala Martín, que aparte de ser una referencia teórica del soberanismo catalán, protagonizó un debate con Jefrey Sachs (vinculado al Banco Mundial y autor de El fin de la pobreza), sobre el crecimiento de las economías excluidas, que algunos comparan con la gran polémica entre los cuantitativistas de Chicago, liderados por Friedman, y John Kenneth Galbraith, el liberal americano por antonomasia.
El exgobernador del Banco España Luis Ángel Rojo escribió que no se debe ver aquel momento de la convertibilidad de la peseta como una mera operación técnica, “porque abrió las puertas a nuevas formas de producción y de vida, cuyo resultado habría de suponer un cambio social acelerado en los años siguientes”. Fabián Estapé escribió en sus memorias la confesión de Sardà antes de morir (en 1995): “En aquel momento decisivo, pecamos, y yo el primero, al priorizar la estabilidad sobre el crecimiento”. Una rectificación en toda regla, algo no tan corriente entre las gentes de la economía, que presumen en vano de despejar incertidumbres.
En sus últimos años, instalado en su piso de la alta Diagonal, Sardà fue objeto de una peregrinación tranquila de los que le reconocían como el economista más influyente del siglo XX. Le visitaban casi diariamente Ernest Lluch, Estapé y Jacint Ros Ombravella; también se acercaban a menudo ex ministros, como Boyer o Solchaga, y los llamados minesotos, doctorados en universidades norteamericanas, como el ex secretario de Estado Alfred Pastor y Josep Oliu, ex jefe de planificación del INI y actual presidente del Banc Sabadell.
Su libro La crisis monetaria internacional se tradujo y difundió por el planeta. Había tenido una relación directa con Hayek a través de la Mont Pelering Society, creada en Illinois, y refugiada después en los Alpes suizos, donde se celebraron sus reuniones de científicos dispuestos a combatir la fiebre keynesiana que invadía las economías industrializadas, pero sin entrar nunca en la real politik de los estados. La Mont Pelering, germen de los actuales think tanks, vivió en semipenumbra debates económicos y sociales de gran calado. Uno de sus fundadores, Salvador de Madariaga, trató infructuosamente de convertirla en el núcleo liberal europeo, pero chocó con la determinación apolítica de Hayek.
Sardà ejerció una influencia notable en los economistas de la pasada centuria a quienes animó a continuar sus estudios fuera de España, especialmente en Estados Unidos y Gran Bretaña. Su biografía académica está marcada por su paso por Londres, Cambridge, Múnich y Venezuela. Su libro La fluctuación de la economía española en el siglo XIX, publicado en 1948, sigue siendo un punto de referencia fundamental para los investigadores. En el Banco de España puso en marcha los boletines estadísticos que hoy se conocen como libros verde y marrón.
Sus relaciones en los organismos internacionales crearon el ambiente necesario para convencer a las burocracias pretorianas del antiguo régimen de que había llegado la hora de iniciar la apertura que precisaba España. Su gran baza fue la amistad trabada en Venezuela con Gabriel Ferras, director gerente del FMI en aquellos momentos; hasta el punto de que el Fondo financió nuestra crisis de liquidez en el medio siglo con créditos del organismo monetario en los que la simple palabra de Sardà cubrió el aval del riesgo-país.
Poco antes de obtener el plácet para poner en marcha el fixing diario del tipo de cambio de la peseta, España atravesaba la inminencia de un default. Nuestras reservas estaban a seis meses de agotarse y siendo un país sin fuentes de energía fósil, Sardà escribió: "Pronto tendremos que volver a los vehículos de tracción animal". Afortunadamente lejos del pesimismo del 98, habíamos olvidado la influencia de un laissez faire que acabó por destruir la cohesión social en media Europa. En demasiadas ocasiones, los poderes económicos liberales habían utilizado el adagio del mercantilista francés Colbert, cuando preguntó ¿qué debemos hacer para ayudaros? y le respondieron “dejarnos hacer”. Nuestros economistas intuyeron que había llegado su momento, querían intervenir y lo hicieron siguiendo con humor inteligente la divisa utilitarista de Bentham: laissez-nous faire. Actuaron, con Sardà Dexeus a la cabeza, para superar la triste moral y la mano férrea del mercado bajo el relumbrón de aquella ciencia, que Carlyle calificó de lúgubre.