¿Quién ha dicho que los intelectuales no saben ofrecer imágenes que nos expliquen con claridad lo que pretenden decir? Vamos a ello. Mark Lilla es catedrático de Humanidades en la Universidad de Columbia, y un constante articulista en The New York Review of Books. Es autor de La mente naufragada (Debate), y acaba de publicar un libro sencillo, corto, de 150 páginas: El regreso Liberal, más allá de la política de la identidad (Debate). Se trata de una bofetada en la cara al progresismo, a los liberales de Estados Unidos, que se identifican con el Partido Demócrata, pero que es extensible a los socialdemócratas europeos.
¿Por qué? Para despertarlos, para recordarles que no se puede menospreciar a quien no es como tú, y que para cambiar las cosas lo primero que hay que hacer, ¡vaya sorpresa, aunque también se ha olvidado!, es ganar y ganar y ganar elecciones, en todos los niveles, local, estatal y federal. Y ello requiere trabajo. Ahora vamos a pescar y a presenciar la imagen que nos propone Lilla, en relación a esos progresistas que se han refugiado en las políticas de la identidad, en los derechos individuales en función del género, de la orientación sexual o de otras características, dejando de lado el bien común y el concepto de ciudadanía en toda su extensión. Un hecho que se remonta a los años sesenta, y que tuvo su culminación en Europa en el mayo francés de 1968, hace cincuenta años, cuando se propuso una defensa de derechos individuales de autoafirmación.
O vas a pescar o te haces vegano
La idea del autor de El regreso liberal es que la política electoral se parece a la pesca. Nos levantamos pronto, vamos donde están los peces, no a donde nos gustaría que estuvieran. Echamos el cebo en el agua (el cebo se define –dice Lilla— como algo que quieren comer, no como elecciones saludables). En el momento en el que los peces se dan cuenta de que están atrapados, resisten, se oponen. ¿Entonces, qué hacemos? “Déjalos, suelta hilo. Al final se calmarán y podrás tirar de ellos lentamente, con cuidado para no provocarlos sin necesidad”.
Los manifestantes frente a la policía francesa en París durante las protestas de Mayo del 68.
Lilla plantea el dilema, oponiendo lo que harían los liberales de la identidad (el Partido Demócrata ha quedado atrapado en esa cuestión desde hace décadas), y lo que debería hacer un partido liberal progresista, el mismo Partido Demócrata que triunfó en la época de Roosevelt): “El enfoque de la política de la identidad consiste en permanecer en la orilla, gritando a los peces sobre los errores históricos que les ha dado el mar y la necesidad de que la vida acuática renuncie a sus privilegios. Todos con la esperanza de que los peces confiesen colectivamente sus pecados y naden hacia la orilla para introducirlos en redes. Si es así como entiendes la pesca, más vale que te hagas vegano”. Provoca una sonrisa, pero se entiende todo.
Esa es la historia. La dicotomía, en el mundo occidental –veremos cómo deriva la experiencia de países autoritarios como China o Rusia y el tipo de democracia particular que puedan constituir— se ha establecido entre unas fuerzas políticas de derecha que apelan a los derechos individuales, y que plantean un estado débil, pequeño, y las fuerzas políticas llamadas de izquierda que ni saben ganar elecciones ni tienen ideas para cambiar luego la situación. Están atrapadas en lo que Lilla llama la política de la identidad.
Ganar y ganar elecciones
En Estados Unidos esa experiencia es muy clara. A partir de los años sesenta se desarrolla en las universidades centros de pensamiento que influyen en el Partido Demócrata y que apelan a los derechos individuales, a la necesidad de autoafirmación de diferentes colectivos, mujeres, negros, homosexuales, latinos o asiáticos. Toda persona debe defender el colectivo al que pertenece. ¿Pero y el conjunto?
Se pasó de lo que Lilla llama la Dispensación Roosevelt, desde el New Deal hasta la década de 1970, en la que el centro de todo es el proyecto colectivo, el ciudadano, el proyecto común de una sociedad, a la Dispensación Reagan, donde lo que prima es el individuo, la recompensa individual, no ya como ciudadano, sino como consumidor. Esa era, para Lilla, se cierra ahora con el “populismo oportunista” de Trump, que ha provocado, justamente, una reacción en el sentido colectivo que defiende este profesor, sin saber en qué podrá concretarse.
Franklin D. Roosevelt.
Lilla insiste en que la prioridad es ganar elecciones, ser paciente, trabajar poco a poco, ir a buscar a esos electores --no esperar que lleguen, como los peces a la orilla--, escucharles, saber cómo viven, entender sus preferencias, encontrar puntos de contacto. La respuesta no puede ser la defensa de colectivos, a la manera de un abogado que denuncia ante los tribunales de justicia. Se les debe defender claro, pero dentro de una idea de ciudadanía global, como ciudadanos estadounidenses con derechos y obligaciones.
¿Pero qué ha pasado? Que ese trabajo es lento y duro. Y que se prefiere despreciar al pez, porque no se ha acercado a la orilla con prontitud. Lo explicaba con enorme talento un periodista fallecido en los últimos años, Joe Bageant en un libro que se acaba de reeditar: Crónicas de la América profunda (Los libros del lince). Su tesis era la misma que la de Lilla, con críticas afiladas a los demócratas que no sabían beber una cerveza con el trabajador blanco desahuciado de las ciudades y pueblos del interior del país.
Sin wifi y con café malo
La paradoja es enorme. En esos campus de las grandes universidades norteamericanas, con imágenes de postal, se puede discutir sobre la situación de los trabajadores de Vietnam, o de otras tierras remotas. Ningún liberal los desprecia. Se interesan por ellos y se organizan campañas de solidaridad. ¿Pero qué pasa en el pueblo de al lado, qué pasa con los conciudadanos que han acabado entregándose a Trump? Piensen en cualquier situación local, piensen también en esa superioridad moral en lugares como Cataluña donde se pone el grito en el cielo porque en un determinado lugar se vota al PP o al PSOE, a pesar de todos los problemas internos de esos dos partidos, sin pensar que, por la misma razón, muchos catalanes confiaron durante décadas en Jordi Pujol y en CiU, ante la desesperación de los más modernos socialistas del PSC o de ICV.
Lila nos ofrece otra imagen: “Si quieres quitarle el país a la derecha y producir un cambio duradero para la gente que te importa, es hora de bajar del púlpito. Y en cuanto bajemos, hay que aprender a escuchar y a imaginar. Tienes que visitar, aunque solo sea con el ojo de la mente, lugares en donde no hay wifi, el café es malo y no tendrás ganas de subir una foto de tu cena en Instagram. Y donde comerás con gente que dará las gracias de verdad por esa cena en sus oraciones. No los desprecies”. El regreso liberal puede ser una pequeña biblia para aquellos que se tomen en serio la política como instrumento para transformar la realidad. Lo que ocurre es que es trabajosa, ingrata a corto plazo, sorda, y los tiempos están para otra cosa. ¿Quién se atreve?