En literatura existen dos formas de fascinación: la filigrana verbal y la sinceridad rotunda. No hay muchas más. Por supuesto, no se trata de caminos incompatibles, sino de fórmulas complementarias. El problema es encontrar a escritores con capacidad para navegar --como náufragos-- entre estas orillas extremas del lenguaje, que es la única patria de quien se dedica a la creación literaria. De ahí que las tribus de las letras, tan belicosas como otras muchas, acostumbren a alinearse por oposición en una de estas dos estirpes: las que creen que el léxico es una fiesta y, a veces, una orgía; y aquellas que destilan el idioma para seducir al lector, ahorrándole tiempo y, a los editores, espacio.
El estilo literario, en contra lo que se cree, no consiste en acumular adjetivos, complicar las frases y perseguir fatuos efectos obsesivos. La receta es otra: conducir al lector por el camino que el escritor desea, cualquiera que éste sea. La magia exige romper sus expectativas y evitar que la lectura de un libro se convierta en un acto mecánico. Pero no es necesario hacerlo ni a gritos ni como tratan de conseguirlo los escritores influidos por la escuela de Hemingway, que cortan el español hasta desarticular la sintaxis. Francisco Umbral, de cuya muerte se cumple esta semana el décimo aniversario, es considerado un referente de la primera legión de los letraheridos. A su influyente estilo, que nos ha dejado una galaxia de emuladores menores, se le llamó en su día prosa de sonajero por la facilidad con la que engatusa a los que se enfrentaban por vez primera a la fascinante selva de su prosa. Algo de cierto hay en esta afirmación, pero también bastante mala leche. Pura naturaleza sangre.
Una obra irregular
Umbral es deslumbrante sobre todo en los comienzos --los suyos y los nuestros-- pero se hace previsible a medida que pasa el tiempo y se le lee más. Su obra, extensísima, es irregular. En unos casos está impulsada por el oficio. En otros es consecuencia de esa necesidad alimenticia que llamamos periodismo. Y a veces alcanza la condición de arte. Cada lector puede elegir el Umbral que más le guste. En mi caso la fascinación, que es viejo un atributo juvenil, sigue residiendo en su obra periodística y en sus libros memorialísticos, especialmente la Trilogía de Madrid, donde está todo lo que los que nos dedicamos a escribir en periódicos soñamos ser un día. Artículos soberbios construidos desde el carácter, el ethos, la personalidad.
Distinta es la valoración de sus narraciones impresionistas, sus versos secretos (escondidos en la prosa, como hacen los poetas modernos) y sus novelas, que nunca son tales. Como mecanismos ficcionales nunca terminan de funcionar. Umbral no creó personajes porque en su literatura los únicos solistas eran él y su violín dodecafónico. Nunca confió en la función narrativa. Su literatura es esencialmente la enunciación obstinada del sujeto lírico. Esta forma de egolatría, muy útil en el caso del articulista, se convierte en un estorbo en la narrativa. Su personaje es su máscara: el escritor snob, mímesis castiza del padre Baudelaire, que se hace fuerte en el memorialismo, a la manera de Proust, escribiendo la crónica galante de una época y un tiempo: la Santa Transición. Como escritor documental de aquella España, el único que quizás le iguala es Vázquez Montalbán, que desde Barcelona hizo, ya en el tardofranquismo, crónica periodística de primera división con materiales de desecho. Toda una anomalía en una prensa inundada de columnistas de casino.
Imitadores, muchos; sucesores, ninguno
Diez años después de su muerte, la influencia de Umbral en el ámbito del articulismo no ha sido igualada. Murió con imitadores pero sin sucesores. En cambio, su predicamento como escritor de novelas ha sido decreciente. La retórica excesiva siempre es hija de su tiempo. Y envejece mal, como demuestra el caso de Ortega y Gasset. El tópico nos lo presenta como un escritor mesetario, madrileñísimo, cuyo atrevimiento ante la máquina de escribir --la ametralladora, como decía Bukowski-- tiene bastante que ver con una infancia desgraciada, de niño de la inclusa de Lavapiés, expósito para toda la vida y la muerte.
Y, sin embargo, la admiración que profesaba por los escritores catalanes --Barral, Pániker, los Goytisolo, Gil de Biedma, Marsé-- fue confesión principal en sus columnas, donde califica a la generación de la gauche divine como “otra gente, otra raza que trae otra cultura”, a la que envidiaba “la suerte de ser periféricos, vivir lejos del poder central y cerca de los aires de Francia”. En este deslumbramiento por lo barcelonés, que no es exactamente lo catalán, tenían mucho que ver los editores, sustentadores del negocio de la escritura a sueldo. Los grandes periódicos estaban en Madrid; las editoriales, en Barcelona. El resto de España era tierra de barbarie.
La fascinación catalana
De Cataluña, Umbral escribió mucho de oído, a partir de tópicos líricos. Aunque como periodista obtenía milagrosas conclusiones a partir de un gesto, una actitud o una fisonomía. “Pujol” --escribe en 1995-- “es el viajante de tejidos catalán que lo que vende, lo que anuncia y pasea es Cataluña entera, como retal de España o pieza barata, y no dudamos de que muchos pequeñoburgueses catalanes, encandilados con el 15% y lo que venga, secundan la política de zoco o medina del president, de manera que son ellos mismos quienes están entregando la futura independencia de Cataluña por una teoría de pesetes. La derecha catalana, como la de todas partes, prefiere las monedas fenicias a la dignidad. Y la izquierda catalana, que es la que sabe lo que quiere, no gana nunca”.
Supo ver esto antes que otros y también percibió el daño que el pujolismo le hacía a la Barcelona con la que se sentía identificado, que era la de la acera izquierda de Las Ramblas. Veía al molt honorable como un pequeño monarca, un personaje más de La Codorniz que de La Vanguardia. Todo lo contrario a su gran ídolo catalán, Eugeni D’Ors, a quien define como “el mayor escritor catalán del siglo, profunda y anchamente europeo”. En esta dicotomía está toda la Cataluña de Umbral: por un lado, la filosofía convergente de los tenderos con aspiraciones; por otro, la alta cultura de Gimferrer y el Xénius, a quien considera su maestro porque le enseñó que se puede hacer literatura con lo concreto por el (irónico) procedimiento de elevar la anécdota a categoría. Sobre todo si escribes un artículo de prensa.
De las glosas de D’Ors sale la teoría de la columna umbraliana, el soneto del periodismo, que establece que en un artículo debe figurar “una noticia, un pensamiento agudo, certero, y una ironía, una broma, a veces un chiste. Todo en un folio, a veces dos o tres”. El articulismo de Umbral es, sobre todo, Umbral. Un niño de derechas fascinado por la literatura de periódico de su infancia que confesaba --siendo hasta su última conversión aznarista un rojo avant la lettre-- la influencia genética de Pemán, Foxá, Camba, Ruano y D'Ors, aquel genio de media tarde capaz de hacer estilo --hablando de la vida-- sin incurrir en el pecado literario de la ideología.