Robert Peary, explorador estadounidense que alegó ser la primera persona en haber llegado al Polo Norte / FOTOMONTAJE CG

Robert Peary, explorador estadounidense que alegó ser la primera persona en haber llegado al Polo Norte / FOTOMONTAJE CG

Letra Clásica

Relatos de viajes. Crónica de una impostura

Manuel Huertas dibuja las diferencias entre viajar y hacer turismo, el goce y disfrute ante el negocio y las prisas por conseguir un 'selfie'

19 julio, 2017 00:00

Ya no existen escritores de viajes, sobre todo, porque no existen viajeros. Ese libre ejercicio que se llamaba viajar es cada vez más impracticable y escasea de descubrimiento y asombro, requisitos imprescindibles para poder escribir. Parecerá paradójico, pero aunque el número de desplazados, hoy por hoy, sea vertiginoso, todos ellos carecen de un concepto que sí poseían los antiguos viajeros: el tiempo. Poca cosa suponen dos o tres semanas de vacaciones para conocer un lugar, en comparación con aquellos siglos en los que monjes, pícaros y marinos echaban media vida en el camino. Y no es que en esa época se viajase mejor, pero sí con menos prisas, por más que el progreso nos venda la ganancia del ocio.

En la actualidad, en todo traslado se pueden distinguir dos tipos de transeúntes: el turista y el viajero. El turista solo quiere llegar a destino. Al viajero no le importa parar por el camino para disfrutar de un paisaje, unas gentes o una bonita puesta de sol. El turista solo quiere añadir un nombre más a su lista de países exóticos y conseguir un selfie con el que continuar con su fariseísmo en Facebook. Poco podría aportar un libro escrito por alguien así, alguien que haya dado la vuelta mundo en 80 días en un vehículo de trail, o más absurdo, en kayak. Para desgracia de esos “exploradores”, los tiempos de Robert Peary ya han pasado hace un siglo, y no sería exagerado pensar que la “requeteconquista” del Polo Norte se podría hacer hoy en moto acuática.

Salvo el entretenimiento de cómo afrentan las adversidades, nada más puede aportar un relato actual o un programa de televisión, sobre todo si son de esos que acaban con un macrobotellón en la playa o en la embajada Erasmus. Ahí está, es el reto lo que engancha. El reto que tiene su peso en la tradición judeocristiana desde que se escribió el Éxodo bíblico, o en la moral grecolatina que nos transmitieron las epopeyas de Homero (siglo VIII a. C.) y Virgilio (70-19 a. C.). Pero… ¿qué desafío suponen estos “viajes” previamente preparados a través de blogs y concertados por internet? ¿Qué aventura implica si todo está previamente programado o peor aún, encorsetado por un führer (guía en alemán) que nos dicta hasta en qué piedra pisar? Ninguna, de ahí que haya que echarle fantasía para escribir algo.

Falsos relatos

El relato de viajes es el resultado de una tradición literaria que bien pudo comenzar con Heródoto (484-425 a. C.), desarrollarse con Marco Polo (1254-1324) e ir llenándose de fantasías, bien considerables, a partir del Renacimiento. En dicho periodo, no existía crónica marítima a Tierra Santa que no recogiese naufragio o tempestad. Y la moda, como es recurrente, volvió para el siglo del colonialismo. Así lo recogía Chateaubriand en su Nueva descripción de la Tierra Santa (1806):

“Muchas hojas de mis libros las he escrito en los desiertos, en las tiendas de campaña, en medio de las olas, sin saber a veces cómo sostener la vida: motivos son estos que se me trate con benignidad; pero no con títulos de literaria gloria”.

No obstante, fue en el XVII cuando la falacia alcanzó su cenit. Algunos relatos estaban escritos por “viajeros” que nunca habían puesto un pie en el lugar que describían. El caso más cercano fue el de Madame d´Aulnoy (1651-1705), quien escribió la Relación del viaje a España (1691) sin pisar nuestros pagos. La tendencia de nuevo se repitió durante el siglo XIX. Marryat (1792-1848), con mucho ingenio y sátira, propone una serie de recetas para escribir un libro de viaje sin moverse del bureau. Las voces protagonistas de la obra eran dos “proles literarios” mal pagados y considerados, pero con dotes para escribir sobre cualquier asunto que les propusiese su editor, como venía siendo frecuente en el Londres de la época.

“A tierras luengas, luengas mentiras”, que se decía. De ahí las dudas sobre los libros de viajes, y más aún si se tratan de obras actuales. Difícilmente el apabullante turismo podría arrojar conocimientos sobre geografía, tradiciones, experiencias y cuantas otras virtudes suelan anunciarse en la sobrecubierta de un libro. Por eso, puestos a fantasear, a deleitarnos con la lectura, a viajar, yo me quedo con los viajes fantásticos de Verne, siempre y cuando no les impongan también una nueva tasa turística.