El estudio de la articulación de lo escrito, el libro impreso y cómo se generan las lecturas. En todo ello ha centrado Roger Chartier (Lyon, 1945) su trabajo como historiador. Director de estudios de la Escuela de Estudios Superiores en Ciencias Sociales (EHESS) de París, Chartier es un sabio de la cultura europea. Distinguido con la Annual Award de la American Printing History Association, y con el gran premio de historia de la Académie Française, Chartier reflexiona sobre la evolución de la lectura y alerta sobre los peligros de mezclar lo que se lee, –la cantidad–, con el tipo de lectura y la forma en la que se lee. Autor de una extensa obra, –El mundo como representación, Entre poder y placer. Cultura escrita y literatura en la Edad Moderna– Chartier señala en esta entrevista que se debe recuperar la lectura que proporciona con mayores garantías el libro de papel: “Debemos recuperar la lectura crítica, necesaria para la vida cívica y la autoridad del conocimiento”.
Hay una frase que se suele pronunciar con frecuencia por los llamados optimistas: “No hay que llevarse las manos a la cabeza, porque se lee más que nunca, con muchos usuarios en publicaciones digitales de todo tipo”. ¿Qué les responde?
Les respondo que tienen razón: el mundo digital exige la lectura para las redes sociales, los videogames, los formularios administrativos o comerciales, las comunicaciones electrónicas. La alfabetización digital se vuelve imprescindible y potencialmente universal. Les respondo también que no se deben confundir las lecturas suscitadas por las redes sociales con las lecturas lentas y críticas requeridas por el mundo de los textos impresos. Lo prueba la diminución de la lectura de los libros en el mundo de la cultura digital: retrocedió un 11% en Francia entre 1988 y 2018. Lo prueban los efectos peligrosos tanto para el conocimiento como para la democracia de las lecturas aceleradas, apresuradas, fragmentadas y que dividen con lecturas digitales caracterizadas por la credulidad y la confianza ciega en las informaciones y afirmaciones de las redes sociales. Lectura es una palabra que debe escribirse en plural.
La lectura que hemos conocido hasta ahora, en libro de papel, que también ha evolucionado a lo largo de la historia, como usted ha explicado en sus obras, ha transmitido conocimiento. ¿Por qué debemos conservar ese formato, el del papel? ¿Qué características lo hacen único?
Debemos preservar el formato del papel porque es la condición para que no se pierda la percepción del libro, no sólo como objeto de la cultura escrita, sino como arquitectura textual en la cual cada fragmento contribuye a la construcción del sentido de la totalidad. Los textos digitales son en su inmensa mayoría textos breves que no tienen nada que ver con la forma discursiva del libro y cuando se apoderan de e-books las lecturas digitales los transforman en fragmentos descontextualizados y se alejan de la percepción de la obra como tal. Lo importante es reconocer esta diferencia y preservar las materialidades adecuadas a los diferentes géneros textuales. La discontinuidad radical introducida en la cultura escrita no puede compararse ni con la invención de la imprenta ni con la difusión del codex, el libro que es todavía el nuestro. Porque, por primera vez, separa el soporte de lo escrito (la pantalla del objeto digital) de los textos o imágenes que transmite. De ahí, una serie de consecuencias: la intrincación entre lectura y escritura, la autonomía de los fragmentos, la eliminación de la noción de obra.
En esa idea de que se lee más que nunca surge un ejemplo: Harry Potter. Los jóvenes leen Harry Potter y otros libros de ese estilo. ¿Es mejor leer esto que no leer? ¿Lleva Harry Potter a la lectura de la gran literatura, o se limita a querer leer más sobre esas mismas temáticas y estilos?
Si se piensa en la lectura en plural, me parece importante que la escuela, los medios de comunicación, y las instituciones muestren la diversidad de los placeres y conocimientos que se pueden esperar tanto de los diferentes géneros textuales como de los diferentes vehículos de lo escrito. No se trata de una jerarquía de valor o de un proceso de exclusión sino de procurar un guía en la selva de los discursos y de los soportes. Así se podría construir un mundo de lecturas correspondientes a varias expectativas o necesidades.
¿Qué papel debe tener la escuela, la primaria, en esa necesidad de que los chicos lean?
Exactamente este papel de guía. Lo que significa en el mundo de hoy en día mostrar lo que se puede esperar o temer del mundo digital y de la miniaturización de los aparatos, hacer entrar en las clases los objetos impresos y explicar que existen diferentes maneras de leer. Los alumnos son ya lectores. Lo que deben aprender es el orden de los discursos, los provechos que prometen los diferentes géneros o formas de textos, los peligros de las lecturas crédulas, la necesidad de ejercer un espíritu crítico frente a las “informaciones” transmitidas por la red, la necesidad de quebrar el encapsulamiento digital y encontrar otros modos de aprendizaje o entretenimiento, la necesidad de salir de la pantalla. Es esta necesidad la que expresaba en una entrevista en 2019 Antonio de las Heras, preocupado por la crisis de los lugares producida por el nuevo mundo digital. El reto era transformar la alfabetización digital, que se ha vuelto casi universal, en una verdadera cultura digital capaz de establecer una relación crítica con el ruido y la confusión producidos por una sobreinformación indomable, excesiva, incontrolable.
Paradójicamente, la respuesta formulada por este sabio cuya imaginación en relación a las extraordinarias posibilidades del mundo digital, era recuperar los lugares y los objetos que encarnan la corporalidad, que hacen que los cuerpos puedan compartir en el mismo tiempo y un mismo lugar una misma experiencia. Enfatizaba la necesidad de la presencia, de la corporalidad en nuestro mundo cada día más virtual. Como quería el léxico del Siglo de Oro, el libro impreso es uno de estos “cuerpos” que desaparecen en la reproductibilidad digital.
¿Ha dejado de ser la escuela un elemento de transformación y se conforma con reproducir el sistema, según el cual lee aquel que ha visto leer en casa, con su familia, o aquel chico que sintió en algún momento la llamada de la lectura, casi de forma accidental?
La tarea de la escuela es inmensa porque debe, a la vez, aprovechar los recursos digitales para transformar las técnicas de la enseñanza sin perder la realidad del lugar que es la clase y mostrar la provechosa pluralidad de los soportes de los escritos y de las prácticas de lectura. En mundo donde la alfabetización se vuelve universal (o casi), en un mundo donde los alumnos entran en la escuela cuando son ya lectores digitales, la escuela no tiene como tarea esencial enseñar el leer sino enseñar un orden de las lecturas procurando los instrumentos (borrados en el mundo digital) imprescindibles para detectar las teorías absurdas, las falsas noticias, las falsificaciones manipuladoras. Lo digital, con sus maravillas y sus trampas, debe transformarse en asignatura escolar.
Es finalmente la figura del profesor, –uno concreto, de una asignatura concreta– el que determina la pasión por la lectura, o es más un gran mito que los más mayores conservan?
No es un necesariamente un mito. Para todos los alumnos que no son herederos y que llegan a la escuela, tal vez con un smartphone, pero sin ninguna familiaridad con la cultura escrita, el papel de los maestros y profesores puede ser decisivo como guías en el universo textual de los saberes y de las literaturas.
Usted ha señalado que, tal vez, lo que se debería hacer es prohibir la lectura, no fomentarla, para, precisamente, conseguir el efecto contrario. ¿Cree realmente que serviría?
Era una broma un poco estúpida frente a la reiteración y los fracasos de las campañas de promoción de la lectura. Suponía una actitud espontánea de rebelión de los jóvenes contra los mandamientos repetidos e impuestos. Hoy en día es más la confianza ciega, obediente, sin ninguna distancia crítica, que me parece caracterizar sus usos de las redes sociales. Lo demuestra el número de followers de los influencers o de los youtubers.
En España hay un debate recurrente sobre el poco conocimiento de los clásicos españoles. ¿Es conveniente preparar versiones adaptadas de los clásicos para no enfrentarse a El Quijote de forma directa, en un castellano antiguo que aleja a los jóvenes de la lectura?
En los últimos tiempos se multiplicaron las traducciones de algunas obras clásicas a su propia lengua. Un ejemplo de estas traducciones que transforman una aparente proximidad en extrañeza es la versión de Andrés Trapiello del Quijote al español en 2015, que lleva el título de Don Quijote de la Mancha (puesto en castellano actual). Las traducciones de autores franceses al francés muestran cómo esta distancia –o su percepción– se modifica con el tiempo y aleja algunos autores que parecen cercanos. Ya en 1973, una traslación de las Obras de Rabelais acompañaba su edición en la editorial francesa Le Seuil. Los Ensayos de Montaigne se tradujeron más recientemente y varias veces: en 2002, en 2008, y en 2009 en un volumen de la colección Quarto de Gallimard presentado como una “traducción integral al francés moderno”.
También se puede leer The Complete Works of William Shakespeare in Plain and Simple English en una edición electrónica. Sería necesario analizar más profundamente las razones que justifican estas traducciones y el aumento del corpus de autores que se consideran como difícilmente inteligibles. Más allá de la búsqueda de un público más amplio, pensando particularmente en los jóvenes, la traducción de lo mismo introduce la distancia en lo próximo y aparece como el contrapunto de una alteridad incomunicable y que, sin embargo, está comunicada. Me parece legítima si está acompañada por la presencia, en una manera u otra, del texto original respetado y comentado.
Los programas de televisión sobre la lectura –en Francia recordamos a Bernat Pivot— , realmente, tenían eficiencia?
Tenían sería el tiempo adecuado del verbo. Desapareció Apostrophes en 1990 y nunca fue realmente reemplazado por un programa comparable en su éxito de público. Esta reducción del espacio o de la eficiencia de los media como fuerza de incentivo para la lectura y la compra de los libros se encuentra también en las revistas y en la prensa. En Francia solamente Le Monde (donde colaboro), Libération y, en una medida fuertemente ideológica para las ciencias humanas, Le Figaro, publican reseñas serias de libros serios.
¿Sería bueno, por tanto, partir de los propios escritores para fomentar la lectura? ¿O es algo del pasado que ya no funciona con las generaciones más jóvenes? Es decir, la carta de Albert Camus a su profesor tras recibir el Premio Nobel, ¿puede seguir siendo un modelo?
No lo sé. Lo espero, pero la historia nunca se repite de manera idéntica. Sin embargo, el éxito de las ferias del libro en Europa y en América latina (Guadalajara, Bogotá, São Paulo y Rio de Janeiro), con la presencia de los autores y una fuerte frecuencia de los jóvenes, puede lograr esperanza. Por supuesto, una esperanza lúcida porque muchos de los jóvenes buscan los autores de sus mangas o epic fantasies preferidas, pero, por lo menos, se establece una relación con los textos liberada de la pantalla.
¿Se pueden aprovechar cosas de las nuevas tecnologías y de las redes sociales, o lo han enrarecido todo, anulando la capacidad de concentración para leer en papel?
Se pueden aprovechar las nuevas (de hecho, no tan nuevas) tecnologías para inventar nuevas producciones simbólicas irreductibles a la forma impresa, incorporando varios lenguajes, interfaces multimedia, realidad aumentada, juegos de video y aplicaciones digitales. Puede medirse la originalidad de estas creaciones en los tres sites de la Electronic Literature Collection de los años 2006, 2011 y 2016. Se inventan también nuevas posiciones y prácticas de lectura que permiten al lector participar por sus elecciones en el proceso de construcción de la obra misma (es el caso en la literatura digital para los niños y jóvenes). Sin embargo, estas creaciones son minoritarias, muy minoritarias, en un mundo digital saturado por otras prácticas: las de las redes sociales, de los grupos de discusión de Whatsapp, de las informaciones (o desinformaciones) inmediatas. La manera de leer que plasman es una lectura sin atención durable, sin paciencia, sin deseo de autentificación y comprobación de los enunciados. Debemos recuperar, en cambio, la lectura crítica, necesaria para la vida cívica y la autoridad del conocimiento:
En su libro Éditer et traduire, habla de los cambios producidos por la digitalización, y me refiero a los traductores. ¿Qué futuro tienen? ¿Podemos servirnos de traductores automáticos?
Por supuesto que sí, considerando los progresos de estos instrumentos, que fueron durante mucho tiempo ridículos. Sin embargo, si se piensa que traducir implica un diálogo entre el otro –el texto traducido– y su huésped –el traductor– debe quedarse la práctica como una actividad que implica la sensibilidad, la subjetividad, las elecciones intelectuales de un ser humano, no de una máquina. Tanto en la primera modernidad como en la época contemporánea, la traducción es una práctica que debe volver a hacer comprensible al otro. Para Paul Ricœur, la traducción establece una posibilidad de inteligibilidad, pero no una identidad perfecta entre los enunciados. Por eso mismo, se trata de una hospitalidad lingüística que acoge al otro aceptando su diferencia. Es una experiencia de lo extranjero, de lo ajeno, que el traductor comparte con sus lectores. Traducir no es establecer equivalencias automáticas, como lo hace la máquina. Es movilizar una inteligencia que no tiene nada de artificial.