Un día curioseaba por una librería y me encontré con un título muy original, casi diría que chocante: Por qué el mundo no existe, de un tal Markus Gabriel, traducido por Juanmari Madariaga y editado por Pasado & Presente. Era un libro de 2013, que ya iba por su 13ª edición en castellano en el año 2021. Me lo comí en un santiamén y me informé sobre este filósofo: tremendamente mediático, lideraba junto a Maurizio Ferrari un movimiento de reilustración cultural de alcance europeo: el Nuevo Realismo. La propuesta sintonizó conmigo inmediatamente. Incluso un amigo mío filósofo era amigo de Markus Gabriel y lo describía como a un gran tipo, chistoso, ameno, jovial. Como su prosa.

Markus Gabriel acaba de publicar en la misma editorial un libro con ambiciones más enciclopédicas: El ser humano como animal. Por qué no encajamos del todo con la naturaleza, esta vez traducido por Gonzalo García, un libro que indudablemente busca conectar con la gran tratadística clásica, desde Aristóteles a Hegel, para aportar una Antropología plausible, una mirada global actualizada, y a la vez relacionar el enigma de qué podría ser el ser humano con los grandes relatos físicos y políticos que nos atañen; el empeño era inmenso y el autor sale airoso en sus ambiciones.

Otros se han quedado en el diagnóstico (Byung Chul Han) o continúan anclados en los laberintos rizomáticos de hace cincuenta años (Rosi Braidotti). La ventaja de Gabriel es incorporar estas perspectivas para conseguir un sistema racional suficientemente abierto y flexible como para que ninguna perspectiva sea excluida del dibujo general.

Gabriel piensa que el mundo no puede ser percibido, porque es demasiado inmenso y porque no podemos salir de él, y también piensa que el ser humano es un animal, indudablemente, pero no cualquier animal, sino un animal dotado de “espíritu”, mundo ético y capacidad de prospección y reforma. Un animal capaz de “ensimismarse”, como hubiera dicho Ortega. Muchas de las concepciones desarrolladas por Gabriel las hemos encontrado también en libros científicos. Por ejemplo, el físico teórico Carlo Rovelli, especialista en gravedad cuántica, escribió en El orden del tiempo (2017): “No podemos dibujar un mapa completo, una geometría completa, de los acontecimientos del mundo, puesto que éstos últimos, y entre ellos el paso del tiempo, siempre se concretan únicamente en una interacción y con respecto a un sistema físico implicado en dicha interacción. El mundo es un conjunto de puntos de vista en interrelación mutua; “el mundo visto desde fuera” es un absurdo, porque no existe un “fuera” del mundo.” Por esta razón cree Gabriel que el mundo “no existe”, porque no podemos percibirlo: funcionamos sólo a base de “campos” de sentido. Por cierto que estas intuiciones coinciden bastante con las que formuló Ortega y Gasset en El tema de nuestro tiempo (1923), donde formuló de forma más explícita su perspectivismo. Recordemos que, para Ortega, Dios era “un punto de vista”.

Gregorio Luri GALA ESPÍN Barcelona

Gabriel y Rovelli vuelven a coincidir cuando el físico escribe que “independientemente de lo que seamos los humanos en una visión detallada, en cualquier caso no dejamos de ser pedazos de la naturaleza; una pieza del gran mosaico del cosmos, una piececita entre muchas otras”; Gabriel lo repite una y otra vez en su libro: somos animales, pero no únicamente animales. Poseemos la capacidad de edificar éticas, es decir, sistemas que nos impulsan a realizar actos que, en principio, serían contraintuitivos y parecerían antinaturales. Y es que los seres humanos parece que tenemos un lóbulo frontal en el cerebro increíblemente desarrollado, lo cual nos permite trazar conjeturas acerca de nuestro futuro, y construirnos sentidos.

En un texto de Gregorio Luri, El deber moral de ser inteligente (2018), leemos lo siguiente: “Lo único sagrado en Occidente ha sido, pues, el diálogo, la crítica, la necesidad de confrontar razone en los diversos procedimientos de la filosofía, la ciencia y el derecho”, y recuerda casos célebres del mundo clásico, como Sócrates conversando con Anaxágoras, Platón depurando la técnica del diálogo, Aristóteles examinando todos los pareceres anteriores al suyo antes de exponer sus propias conclusiones”: el Humanismo excluyente y malvado que pintan los postestructuralistas hasta Braidotti sencillamente no existe o era un error lamentable. Actualmente no hay pensadores progresistas obsesionados con la exclusión o el racismo, y Markus Gabriel es quien mejor encarna esa necesidad de que el Humanismo y la democracia liberal caminen juntos y sean maleables, flexibles, ultracomprensivos, antiesencialistas, radicales y totalmente inclusivos. Precisamente la gran crisis pública actual explotó cuando los expertos” quisieron aportar una idea fosilizada de sociedad situada más allá de la Historia, una radiografía ideal tan falsa como desigual, imposible de abrir. Con el futuro cancelado por el absolutismo estadístico, ¿cómo volver a moldear una Poli más justa y racional? Sólo una democracia radical puede salvarnos del cuarteamiento sectario y el odio cruzado y consolidado, el odio como razón de ser y de actuar. Del odio disfrazado de humanitarismo. ¿O sucumbiremos a la tentación de volver a dejar pasar el autoritarismo para sentirnos más confirmados, más seguros? Ya lo dijo Trías: la Sombra de la Política era el concepto de Seguridad, intrínsecamente inhumano.

Portada del libro de Markus Gabriel

Identificar a la tecnocracia como un aliado para nuestra emancipación me parece un error de bulto. Nada como este libro de Markus Gabriel para comprender los límites de la ciencia (lo llama la “ética del desconocimiento”) que no es una actitud suspicaz para con la ciencia, sino una reflexión necesaria sobre lo que Karl Jaspers denominaba “superstición de la ciencia”, es decir, dogmatismo ideologizado que pretende dar gato por liebre y presentar lo que es una metafísica autoritaria como una filosofía progresista y neutra. 

Las pruebas de que nuestra civilización está en manos de ideólogos predatorios las aporta Gabriel cuando compara lo respetuosas que eran las religiones del pasado medioambientalmente hablando, comparadas con el horror economicista desatado en Europa sobre todo a partir de, aproximadamente, 1750 (p.61). No se trata de negar los avances tecnológicos en su utilidad social, se trata de constatar algo que ya sabíamos desde los tiempos de Comte y que la experiencia nazi, sobre todo, nos desveló de forma totalmente cruda: el progreso científico no ha ido acompañado de progreso moral. No se trata de negar el ferrocarril o la mensajería instantánea, sino de acompañarla de una prevención humanística, para que nuestra esencia animal y espiritual no quede en el suelo pisoteada. Y es posible que nuestra época esté atravesando en estos mismos momentos un instante parecido al de 1933-1945, una época de claro desprecio de los frenos u obstáculos éticos abanderados en nombre de una razón agresiva instalada en nuestra legislación.

El filósofo Markus Gabriel ISMAEL HERRERO/ FUNDACIÓN JUAN MARCH

La conclusión última del autor es que los problemas que ha creado la fe tecnológica (ojo: no la ciencia en sí) no podrán ser arreglados con más fe tecnocrática. La única reordenación viable es una democratización, una constitucionalización en clave demoliberal del poder omnímodo de los “expertos” tecnocráticos. Según Gabriel, “Sócrates puso repetidamente el dedo sobre la llaga de la desmesura de la arrogancia humana (la hýbris), que pretende controlar la Naturaleza y la sociedad por medio el conocimiento de los expertos” (p.289). La propuesta no es que fomentemos el desconocimiento, sino que desmantelemos la religión tecnocrática que pone en peligro el planeta y distorsiona el verdadero papel social que desempeña la ciencia. ¿Cómo vamos a pretender controlar la Naturaleza si somos Naturaleza? El punto de contacto con Braidotti resulta evidente: quienes dicen querer controlar la Naturaleza en realidad lo que están deseando es destruirla, y si dejamos de distinguir entre el ser humano y la Naturaleza, porque obviamente el ser humano es un animal más, en realidad lo que están intentando los tecnólogos es controlar la Humanidad. Y eso sólo se puede hacer si se la reduce a materia estadística, masa unidimensional e inerte, es decir, si se la subyuga. La ciencia está siendo utilizada abusivamente como excusa o pretexto para implantar políticas autoritarias, provocando una desertización de la vida humana, que se nutre de muchos otros tipos de saberes tan edificantes como enriquecedores. Si seguimos destruyendo saberes en nombre de una tecnocracia agresiva, liquidadora, pronto nos encontraremos en un camino sin retorno, nos habremos reducido a pulpa subhumana, a masa antinatural.

Sin avances éticos

Nuestras construcciones sociales deberían depender del concurso colectivo de todo tipo de disciplinas: culturales, literarias, antropológicas y sociológicas, no sólo estadísticas y matemáticas. La pretensión de que nos gobierne una casta de tecnócratas no sería más que un proyecto autoritario cuya hegemonía hace peligrar la democracia liberal y sus mecanismos dialógicos de perfeccionamiento interno. Es lo que provoca que casi todo el mundo se sienta, en general, victimizado, desatendido, amordazado, a veces encarcelado por necesidades que ha sabido crear el mercado.

La ventaja del Realismo de Gabriel es que no cae en las clásicas operaciones de restauración de derechas que ya resultan tan cansinas: Markus Gabriel no tiene nada que ver con Gustavo Bueno ni con el coro continental de filosofías malhumoradas. Tampoco con el Aceleracionismo. De hecho, huye explícitamente de etiquetas simplificadoras, como “neoliberal” o “comunista”. Seguramente vivamos hoy en una sociedad demasiado empachada de pegatinas reduccionistas. Su recurso constante al chiste y al humor, su compromiso explícito con la inclusión lo alejan completamente de los tronares apocalípticos y de los revolucionarios de cartón: el suyo es un río filosófico que suena fresco como un nuevo arroyo, y por eso nos salva o podría orientarnos mejor que el “más de lo mismo”.

Más que las viejas opciones que nos han conducido hasta la autoanulación: el nihilismo antihumano y el posthumanismo purgativo. La superstición tecnológica ha sido ensayada como política una y otra vez en los siglos XX y XXI, arrojando conclusiones cada vez más inquietantes; ya no sirve. La deconstrucción no ha aportado grandes avances éticos, ya no queda nada por deconstruir, y el resultado ha sido que una segunda ola de fascismo se ha aprovechado del vacío cultural para dibujar de nuevo un escenario de barbarie agresiva. En una época de ceños fruncidos, odios cruzados y cegueras enzarzadas, esta opción culta, abierta y dialogante ha venido a nuestro rescate para salir de los solipsismos vetustos y proponer un camino de salida civilizado y sereno para tanto atolladero cultural. En El ser humano como animal, Markus Gabriel recupera y amplía las inquietudes expresadas en Por qué el mundo no existe para extraerles todo el jugo político posible, y con ello vuelve la gran filosofía, vuelve el humanismo complejo que necesitábamos para volver a caminar entre lapidadores diversos.