José Antonio Marina (Toledo, 1939), es una de las grandes referencias en España en el campo de la investigación sobre una teoría de la inteligencia. Marina ha sabido relacionar la neurología, con la ética, la educación y las democracias, con una preocupación cada vez mayor por la erosión que sufre la Ilustración en Occidente. Prueba de ello es su último trabajo, El deseo interminable (Ariel). En esta entrevista con Letra Global señala con claridad que las emociones han ocupado el centro de todo debate, que son las que determinan las decisiones, y que se debería recuperar una cierta autoridad sobre los valores que se han considerado universales. Señala, con plena conciencia de que puede recibir críticas desde muchos ángulos, que “no todas las culturas son igualmente válidas”. Y traza su diagnóstico para que se tomen cartas en el asunto lo antes posible: "Occidente está muy desarmado ideológicamente".
Pregunta: La inteligencia artificial, ¿cómo puede cambiar la forma en la que nos entendemos, ¿Cómo cambia la interpretación de los textos, a partir de ese sistema, el ChatGPT?
Respuesta: Hace seis años, con mi libro Despertad al Diplodocus, señalé que nos íbamos a enfrentar con problemas inauditos, con programas de inteligencia artificial avanzados. Hemos visto cómo Kasparov perdía frente a una máquina, y que el jugador del futuro tendrá una cabeza humana y un cuerpo informático, porque la memoria humana se podrá implantar en un ordenador. Veremos esa fusión, entre la inteligencia neuronal y la digitalizada, aunque guardaremos la capacidad de decisión. En todo caso, todo ello supone un gran cambio. No creí que se iba a tardar tan poco. Se ha precipitado el proceso, porque hay compañías que avanzan mucho sobre ello. Y lo debemos saber para comprenderlo. Porque nos ha pasado, con la digitalización, que hemos renunciado a comprender, con el pretexto de que ya lo encontraremos. No se comprende lo que se hace. No sabemos lo que significan las instituciones. Y para comprender necesitamos contar la experiencia de la humanidad y eso supone conocer la historia, para saber el presente.
¿Entender, por tanto, que las emociones forman parte de esa experiencia humana, que son decisivas?
Las emociones siempre han estado presentes. Pero no teníamos las herramientas para entender su importancia. En 1994, cuando escribí en El laberinto sentimental, las emociones no se estudiaban en Psicología, solo un poco en una asignatura, en Motivación. Se consideraban una cosa oscura, que no valía la pena entender. Y se conoció más con el libro Inteligencia Emocional, de Goleman. Y se desarrollaron investigaciones sobre ello. La Escuela de los Annales intentó crear una historia de las emociones, pero no logró una interpretación de la historia utilizando las emociones como motor de toda la historia. Ahora es el momento para hacerlo, aplicando la psicología en la Historia.
Las democracias, con el legado de la Ilustración, ¿son demasiado frías y por eso son cuestionadas?
Intervienen varios movimientos, en ese cuestionamiento, que convergen. Desde los años sesenta, después de la II Guerra Mundial, ha habido un desplome completo de los sistemas basados en certezas, tanto los políticos como los religiosos. Es la idea de que no me puedo fiar de nadie. Pensar que alguien tiene la verdad se asocia a dictadura, y, por tanto, es mejor un pensamiento débil. Es el declive de la filosofía. A eso se une el auge de los sistemas identitarios. Y un movimiento, que viene del romanticismo, que es el nacionalista. Pero hay que hacer un esfuerzo en reivindicar la Ilustración, la universalidad de las verdades y de los derechos. Se dice que la democracia es fría, pero esa Ilustración cambió la sensibilidad respecto a los oprimidos. Se dice que los campos de exterminio fueron una consecuencia directa de la Ilustración. Pero eso es un error, porque la Ilustración es una fuente directa de la liberación.
En ese cuestionamiento de la democracia, ¿pesan más las razones materiales, la de que no consigue una mayor igualdad, o las razones sobre la falta de reconocimiento de determinados grupos?
Hay una cuestión que acabamos de conocer y es que solo el 3% de los norteamericanos cree que la democracia resuelve problemas. Eso muestra una gran desconfianza. Y se une al auge de la admiración por los políticos autoritarios, Trump, Orban, Bolsonaro o Putin entre muchos otros. Ya ocurrió en los años 20 del pasado siglo. Es la nostalgia por el caudillo. Es una querencia hacia lo autoritario. El miedo y la confusión predomina.
¿Podemos pensar que la democracia puede ser un breve paréntesis en la Historia?
Espero que no lo sea. El hombre ha hecho creaciones maravillosas, pero la más importante es la conclusión de que los hombres tenemos derechos innatos, que pueden limitar el poder. Hemos entendido que esa era la mejor solución, frente a un poder que es expansivo. Es el resultado de la revolución francesa y de la revolución americana. En el momento en el que vulneras ese logro, tienes la posibilidad de cualquier atrocidad. Y la crítica ahora frente a los derechos universales es muy fuerte. La filosofía occidental está retrocediendo, se muestra confusa por la crítica del postmodernismo. Ahora el grupo tiene su propia verdad, hay distintas concepciones sobre la verdad. Y la fuerza se impone. Nosotros hemos estado siempre al borde del precipicio. Y hemos caído. Conocemos los mecanismos por los que se cae en ese abismo. Pero, hasta ahora, hemos recuperado el rumbo, aunque eso no nos garantiza nada. Debemos conocer el presente, saber las fuerzas que nos rodean y estar muy pendientes para que no se nos vaya de las manos, para que esa democracia se mantenga.
Pero, ¿una democracia que sepa conectar mejor, y, por tanto, que entienda que las emociones son sustanciales?
Sí, porque los hombres nunca han obrado por su razonamiento. Han obrado por sus afectos y emociones y luego, con suerte, han intentado dirigirlas con los razonamientos. Nadie es tan sumamente racional para intentar controlar las emociones. Y es que nuestro cerebro trabaja con dos velocidades distintas. En una parte están las emociones y los deseos. En la otra, en el córtex, la más moderna y rápida, está el mundo cognitivo. Pero la otra es más lenta y procede de nuestro pasado. Intentamos dominar todo el paquete desde el córtex, pero no es posible. Las personas razonamos estupendamente, pero no tomamos decisiones, que se toman con las emociones. Y éstas se pueden distorsionar, a través del miedo, como sabemos que sucedía durante la edad media, por ejemplo. Había miedo a todo, a las enfermedades, a la peste, al señor, a Dios… Y ahora vivimos de nuevo con miedo. Durante gran parte de la Humanidad hemos sido muy obedientes, con la idea de la resignación. Eso se superó, y apareció la rebeldía y la emoción que provoca la envidia. Eso provocó cambios positivos, pero también la ansiedad. Se interioriza el progreso, pero se piensa que no es el progreso que se esperaba. Aparece la frustración y eso es lo que ha pasado con la democracia. Ha prometido mucho, pero no ha ofrecido lo que se esperaba. El mundo, con todo ello, está muy agitado. Se han creado muchas posibilidades, con herramientas muy potentes, pero es complicado manejarlas. Y si no conocemos todas esas dinámicas, no sabemos quién toma las decisiones.
Pero, volvamos a esas supuestas o reales carencias de la democracia liberal. ¿Más materiales que espirituales, o al revés?
Hemos tenido una etapa de progreso continuado, en todas las dimensiones que se pueden medir. Pero en el siglo XX hemos asistido también a colapsos terribles, con dos grandes guerras mundiales y otras muchas más acotadas, con hambrunas, las de Stalin y Mao, que provocaron la muerte de 50 millones de personas. Y hemos visto, antes y ahora, que la violación de mujeres sigue siendo un arma de guerra, algo que es muy primitivo y que siempre vuelve. Y lo que ha sucedido es que no hemos vigilado las presas que sirven para detener la agresividad humana. Habíamos intentado controlar esa agresividad a partir de tres presas: la emocional, para controlar los sentimientos, a través de valores como el altruismo y la generosidad, que ya es una barrera muy potente, aunque las emociones se desbordan con celeridad; la segunda barrera fue la que se relaciona con los sistemas morales, religiosos, a través de la educación, que también puede fallar. Y la tercera barrera es la que se establece con las instituciones estatales, el sistema judicial y el código penal. ¿Qué experiencia tenemos? Con el nazismo se derrumbó la primera barrera. Se insistió en el odio al judío y se fomentó el sentimiento de que era como una rata. Cayó luego el sistema moral, al quitarles a los judíos la condición humana. Y la tercera barrera también se desbordó, porque, de hecho, era el estado el que lograba retirar las dos barreras anteriores. Pero todo empieza con la primera, con la emocional. Ahora, pongamos en España, las dos barreras posteriores funcionan más o menos bien. Y en Occidente, en general, funcionan. La primera, la emocional, es la que presenta grietas. Estamos muy polarizados, más los políticos que la sociedad, pero eso es peligroso, porque puede permear en la sociedad. Y si se desborda, se desborda todo. Pensemos en la Guerra Civil. Para comprenderla debemos entender la enorme polarización, el odio, las creencias religiosas emocionalmente muy vividas, de alto voltaje. Hay que aprender de todas esas experiencias, porque si se derrumba la primera presa, las otras caen muy rápido. Lo vemos en la guerra de Ucrania. Hay que saber qué ha pasado ahí, las pulsiones que se han activado por parte de Putin. Tener en cuenta a los pensadores relacionados con la Gran Rusia, la espiritual. No es casual esa conexión entre Putin y el Patriarca ortodoxo ruso. Voltaire decía que la historia no se repite nunca, pero los seres humanos se repiten siempre.
La gran novedad, lo que choca ahora, ¿es el desinterés por la libertad?
Sí, existe ese fenómeno, y corre en paralelo a lo autoritario, a la propaganda sobre los sistemas democráticos, pero no liberales. Y ahí el papel crucial lo ocupa China, que, más allá de ser una gran potencia económica o militar, lo que desea es ser una potencia ideológica. Es un modelo teórico que defiende que Occidente se ha equivocado al dar tanta importancia a la libertad. Para China eso es un disparate. China cree en Confucio, en la idea de la armonía, en la que la libertad está supeditada a la igualdad o a la justicia. La libertad se deja en el reducto privado. Los que rodean al líder, a Xi Jinping, son gente lista y hábil, y ha comenzado a difundirse la idea sobre la concepción china: ¿no tendrán razón sobre ese papel secundario de la libertad?
¿Se equivocaron los científicos sociales al pensar todo lo contrario, que China, con la entrada en la OMC iba a desarrollar clases medias que amarían la libertad occidental?
Hemos pensado en términos neoliberales, con la idea de que la globalización económica y tecnológica podía resolver todos los problemas, como motor de progreso. Pero no es suficiente. No se atendieron, por ejemplo, los derechos laborales. Y eso fue desleal, porque en China los derechos laborales se dejaron de lado, y en Occidente se hizo la vista gorda. El poder, quien tiene el poder, no quiere solo la riqueza, quiere el poder. Occidente está muy desarmado ideológicamente. Se ha intoxicado de comodidad, y tiene muy malas respuestas ante la posición que se va imponiendo, en la que la libertad no es algo central o primordial. Es una posición débil frente a los populismos, que ofrecen respuestas simplificadas a problemas muy complejos. Lo vemos en la universidad, por ejemplo. Se tiene hacia la especialización y se abandona lo universal. El miedo es que no veo que nadie intente hacerse cargo intelectualmente de la situación.
¿Hay que volver con determinación a Kant, con una versión mejorada y actualizada?
Sí, porque no hay muchos otros. Tal vez Habermas, pero viene de la sociología. Hay muchos otros pensadores, pero todos picotean.
¿Harari ha distorsionado el debate, al centrarlo todo en la cuestión de la tecnología?
Harari acertó mucho con su libro Sapiens, al poner de manifiesto que los seres humanos se mueven siempre a través de relatos. Y en Occidente ha habido relatos constructivos, pero de forma intermitente. Lo que debemos hacer es recuperar la experiencia. Nosotros, los europeos, hemos sido unos brutos precoces. Hemos cometido muchos disparates, pero hemos sacado la pata. Hemos tenido luchas sagradas, impuesto religiones, hemos marginado a las mujeres, a los homosexuales, a todos los que nos caían mal. Hemos sido muy autoafirmativos, despreciando experiencias más sociales. Pero hemos sacado la pata, hemos podido rectificar. Las culturas son, en esencia, el conjunto de soluciones que un determinado grupo social ha dado a distintos problemas como qué hacer con los extranjeros, qué significa la vida humana, cómo relacionarse con el sexo, qué hacer con los niños y los mayores, con los enfermos, o cómo relacionarnos con los dioses. Y las culturas, en función de esas respuestas, se pueden comparar y someter a crítica. Porque no todas las culturas son igualmente válidas.
¿No son iguales en función de lo que resuelven?
Claro, aquellas que respetan los derechos humanos serán más valiosas que otras. La ablación del clítoris, por ejemplo, es mala solución a un supuesto problema. Es así. Lo que tenemos entre manos es un lamento por lo universal. Hay un autor francés que lo define exactamente así, porque se ha abandonado esa aspiración.
En el libro se establece una relación entre justicia y felicidad. ¿Tiene que ver con lo público y lo privado, con la exigencia de que no nos cerremos en lo privado?
El deseo de buscar la felicidad es individual, pero lo público puede satisfacer esa búsqueda. En Cataluña, por ejemplo. Si se enmarca un problema, como la cuestión sobre la independencia, en un formato-conflicto, lo único que cuenta es la victoria, y, por tanto, la derrota para otros. Si se formula en formato-problema, mi enemigo no es el opositor, sino el propio problema. En ese caso, veríamos qué soluciones se pueden encontrar, sin vencedores o derrotados. Y las buenas soluciones a los problemas se hallan con la justicia. Para mi felicidad privada, me conviene tener un campo de felicidad pública. ¿Es que hay alguien que quiera vivir sin derechos? El interés por la felicidad privada es una catástrofe social. Recuperar la justicia como nexo es una relación necesaria, como apuntaba Jovellanos en su discurso sobre la felicidad de Asturias, que es una delicia leerlo hoy.