Las detonaciones de Ucrania no se oyen en las cimas, pero de los picos cimbreados caen lágrimas de hielo. Chamonix abre a nuestros ojos el horizonte gélido que se cierne sobre la Alta Saboya. El itinerario se empina antes de entrar en Suiza y desde la frontera multicolor de la Italia tedesca se ven a lo lejos las agujas de los Dolomitas austríacos. Es la bisagra del continente. Muchos kilómetros más allá, en el valle de la Alta Engadina, cantón de los Grisones, el viajero se adentra en un mundo suspendido, casi metafísico. La naturaleza duerme alrededor de la localidad de Sils María. La puerta del Hotel Edelweiss está pegada a la Casa de Nietzsche, hoy convertida en museo, refugio de peregrinos en oleajes selectivos, ávidos de conocer la estancia del filósofo, los caminos que recorría todas las mañanas después de un desayuno frugal y una ducha de agua fría para desentumecer los músculos. En sus estancias en Sils, la nueva moral del Nietzsche de entonces se sentía muy lejos de su adolescencia prusiana, luterana y saturada de preceptos morales. El pensador solar odiaba ya a los propagadores de la angustia, a los que desconfían de los impulsos humanos.
La escritura es un santuario. Así lo vivía Nietzsche, adornado de silencios hasta el día en que se sintió interpelado por un huésped incómodo y decidió cambiar el Edelweiss por el Alpenrose, otro hotelito de Sils María, copia veraniega del auténtico hotel, situado a los pies de los castillos reales de Baviera. Allí, en el mismo Alpenrose de Sils, pasó noches y días el joven Marcel Proust: “nos amamos en una aldea de la Alta Engadina en un sueño de sonoridades alemanas en las que morían las sílabas italianas”. (Los placeres y los días).
Desde cualquier punto de la villa se divisan los picos del Lagrev, el Rosatsch, y hasta el Chapütschin, en la ruta del sur. Jean Cocteau escribió que, en cada viaje a la localidad, antes de visitar el Silvaplana, el lago azul zafiro y turquesa, se arrodillaba en el umbral de la casa del filósofo para comer un poco de nieve, lo que era una “forma de comulgar ante el altar de Nietzsche”. En el mismo umbral devocionario se detuvieron con más tino Robert Musil, Walter Benjamin y el propio Pablo Neruda. Musil se explayaba en los Alpes en una “época en la que ya no hay nada que hacer interiormente”. Cuando el gran autor austríaco se refugió en Suiza, encontró una habitación en una pensión humilde en la que recibía a Mónica Lanyi, una de las hijas de Thomas Mann. Su máquina de escribir se había quedado en Viena y por primera vez en su vida se compró una estilográfica con la que escribió la obra monumental El hombre sin atributos, la obra inacabada, antes de morir en Ginebra, en 1942.
Lujo en las alturas
Veinte años antes, en la misma Ginebra y desde su habitación del imponente Hotel des Berges, Rainer María Rilke escribió a Marie von Thurn und Taxis; “soy de una inconcebible levedad…”. Claire, otra de las musas de Rilke, se escapó con el poeta hasta los altos de Sils; él la llamaba Liliane y no tuvo apenas tiempo de homenajear al filósofo a pesar de conocer el vacío sanador despertado por Nietzsche en tantos corazones. Para Claire, la huida con el poeta fue la última aventura antes de casarse con Pierre Jean Jouve. Con su despedida, ella sumió a Rilke en un espacio inconsolante: “¿Eras tú la elegida entre todas/ no bastaba acaso con ser mi hermana?/ El valle de tu ser me acunaba…..” (Las elegías de Duino). No hay duda de que el bardo nacido en Praga edificó sus ángeles sobre la sensualidad y al ardor. Su metafísica, no cristiana ni teológica, fue enteramente poética.
Rilke amaba las riberas del gran lago Leman donde fluye un estilo de vida que contradice el alma pedregosa de los picos. Pero también en las alturas hay lujo. En el bosque de abetos que desciende por Piz Margna hasta las primeras casas de Sils María, emerge el Waldhaus, el gran hotel levantado siete años después de la muerte de Nietzsche. Sobre el sosiego del gran valle, madrugó muchas veces el escritor Herman Hesse y muy cerca del edificio tallado al modo del scottish baronial style, se produjo una conmoción al conocerse el suicido con barbitúricos de Klaus Mann, dejando tras de sí el claroscuro de las posibles implicaciones de algunos de sus familiares cercanos.
Transcurrido un tiempo, Hesse recibió la visita de un apesadumbrado Thomas Mann, quien tuvo que admitir la belleza de Alta Engadina, el lugar en el que sus hijos habían sido tan felices. Mann y Hesse bien pudieron ser hermanos espirituales, como escribió Natalie de Saint Phalle, en el concienzudo ensayo Hoteles literarios. Sin embargo, un buen conocedor de aquel intríngulis, Ernst Jünger, escritor, filósofo, soldado e historiador alemán, negó por completo a la misma autora aquella amistad. Jünger era atrabiliario y contradictorio; negaba su pasado y el de sus coetáneos acaso por su militancia de oficial en la Wehrmach del III Reich. En Radiaciones, Jünger entregó unos cuadernos de guerra, desde la ocupación de París hasta el Cáucaso, en los que conjugaba el horror con la implacable cotidianidad del vencido, la víctima.
Antes de la Segunda Gran Guerra, el joven Alberto Moravia visitó sanatorios y hotelitos alpinos para curar sus pulmones. No había cumplido los veinte cuando se instaló en el Waldhaus de Sils María, al que volvió varias veces, una vez terminada la contienda. Allí reprodujo los paseos itinerantes de Nietzsche en completa soledad, alternando este quehacer conspicuo de discípulo con fiestas, bailes y arrumacos a las jovencitas.
Fidelidad a la tierra
Las estancias de Nietzsche en Sils María vieron nacer el Zaratustra. El filósofo trató de templar el desdén que mantenía incluso con sus propios amigos. Había aparecido Aurora, su conjunto de reflexiones sobre los perjuicios morales: “es el momento de dejar de lado la comodidad, de vivir peligrosamente, de construir ciudades en el Vesubio”. Pensó, seamos conquistadores y ladrones, mientras no podamos ser soberanos porque la moral no es más que un juicio intrincado y perverso; “¡Oh,Dios, líbrame de Dios”, se dice Nietzsche utilizando la frase del Maestro Eckhart.
Es en Sils María donde el filósofo decidió dejarse poseer por las cosas no orgánicas, evitar la trampa de la sensibilidad, regresar a la quietud y al silencio: “Lo insensible le parecía ya el estado más cercano al ser”, resume con exactitud el profesor e investigador del CSIC, Joan Arnau (Manuel de filosofía portátil). Cuando se enfría la inspiración, el corazón humano recurre a la razón, última ratio, y es entonces cuando Zaratustra aconseja mantener la fidelidad a la tierra, lo tangible.
En contacto con los picos polares, con el aire como mil alfileres clavados en el rostro o con los valles pigmentados, Nietzsche perfeccionó su teoría del eterno retorno. Recibió el pellizco de los Alpes, espinazo de la Europa hoy avasallada, un lugar de la memoria en tiempos revueltos. Su pensamiento denunció la entropía en plena madurez de la civilización; algo parecido al terror nuclear de nuestros días, una combinación soez de autoritarismo, nacionalismo y dogma, que sin embargo no entorpece de momento al armagedón dormido de las montañas. El saber y la belleza son todavía los dueños de las alturas.
Desde el valle sagrado de Nietzsche bajan ríos como el Bregel y el Eno, que se une al Danubio en el este, mientras el Rin corre hacia el Mar del Norte y el Ródano se dirige al Mediterráneo. Es el agua viva surgida del hielo; una catarata de enormes meandros amables que enriquecen el continente. La cordillera es también el origen de la vida y, ahora mismo, repone en la mente la destrucción acechante de la guerra a orillas del Mar Negro. Nombres de ciudades ucranias, como Mariúpol, Járkov o Bucha son ahora las referencias recurrentes del último exterminio. En sus frecuentes viajes a Sils María, el padre de la Escuela de Frankfurt, Theodor Adorno, lamentó el pasado y se interrogó sobre un temible futuro: “¿Cómo se puede ser poeta después de Auschwitz?”